María Negroni: “La página en blanco no existe”
Alejandra López
Viernes 04 de octubre de 2024
A la reedición de Cartas extraordinarias se suma La idea natural, un nuevo libro de la escritora argentina, que responde esta entrevista desde una residencia en Berlín.
Por Valeria Tentoni.
María Negroni tiene libro nuevo. En pleno Interludio en Berlín, la autora de El corazón del daño está transitando una residencia de escritura en la capital alemana (la misma que tuvieron, antes, los argentinos Alan Pauls y Samanta Schweblin) mientras en Argentina se reeditan sus Cartas extraordinarias como parte de un proyecto mayor de reedición de toda su obra por parte de Random House. A la vez, Acantilado publica en España, con edición de impresión argentina que se distribuye en el país desde hace un par de meses, La idea natural: un libro que revisita el placer enciclopédico que Negroni ya ha transitado en libros anteriores como Pequeño mundo ilustrado o Galería fantástica.
La idea natural está ilustrada en su portada con un fragmento del herbario de Emily Dickinson, autora predilecta de la poeta argentina que, casualmente, ocupa una de las misivas de Cartas extraordinarias (y también un libro entero que le dedica: Archivo Dickinson). En Negroni, todo tiene que ver con todo.
Entrevistamos por videollamada a la autora en la noche de un viernes berlinés que todavía era tarde argentina.
Podríamos comenzar por la portada de La idea natural, una referencia directa a Emily Dickinson, una autora con la que ya habías trabajado y precisamente un libro sobre archivos. ¿Los sentís cercanos?
Sí, claro. Es como la reaparición. Yo tengo una teoría de que las obsesiones, contrariamente a lo que dice Pavese -porque Pavese dice que las obsesiones mudan, mueren cuando uno les encuentra una forma-, no mueren. Yo creo que las obsesiones, en realidad, hacen una especie de espiral hacia arriba y vuelven a visitarte en otro lugar. No es exactamente un círculo, no es que vuelve al mismo lugar; vuelve con una leve variación. Pero no es que se van del todo. Dickinson aparece también en las Cartas extraordinarias. Dickinson para mí es como una maestra, es una voz absolutamente singular dentro de la poesía norteamericana. No solo norteamericana, pero es muy interesante mirarla o pensarla en el contexto de la tradición poética norteamericana. Y si vos leés a las poetas contemporáneas, digamos de siglo veinte, es muy interesante porque salvo Susan Howe, que incluso tiene un libro que se llama My Emily Dickinson, no hay poetas norteamericanas, mujeres estoy hablando, que hagan un trabajo sobre la lengua como el de Dickinson. En general, es una poesía más narrativa, que te cuenta historias. No digo que estén mal, digo que no se inscriben en la tradición de Dickinson. Me encanta el personaje, además: alguien que se mantuvo al margen, que no publicó, que escribía a mano, que cosía los cuadernillos de los poemas. Hay algo como muy conmovedor en su relación con la escritura, con la poesía. Y la cuestión esta del herbario también es muy linda, porque es como si ella hiciera una especie de mezcla entre los poemas y el jardín. Los abejorros, la miel, las abejas, todo eso se le mete en los poemas. Es un diálogo muy lindo y no es una naturaleza tampoco desbocada, no es que está hablando de una selva, no. Está hablando de un jardín, del jardín de casa, pero es hay una extensión, una especie de diálogo que va y viene entre la naturaleza, los árboles, todo lo que está ahí afuera, los insectos, todo eso, y los poemas minúsculos. Porque también los poemas son minúsculos, entonces va de miniatura a miniatura. Ella hizo ese herbario contemporáneamente a los herbarios que hizo Thoreau, y los herbarios de Thoreau son como más científicos, entre comillas, y el de ella no. El herbario de Dickinson yo diría que es hasta desprolijo; no sé si es “desprolijo” la palabra, pero es, sí, un poco casero.
Artesanal.
Sí, como artesanal, sí, pero también doméstico. Todo queda en el ámbito de la casa: los poemas, las hojitas que recogía... Todo queda ahí, en su mundo interior. O sea, no está hecho para la vidriera, está hecho principalmente para ella misma. Que es, en realidad, como uno escribe. Más allá de qué pasa después, en realidad lo que se está tratando es de entender cosas para uno, ¿no? La que propuso esa imagen fue la editora de Acantilado. Y a mí me encantó.
De alguna manera estás replicando el gesto artesanal o desprolijo, quizás lejano de ese rigor que podríamos calificar de masculino en Thoreau, sino más caprichoso, ¿no? Pienso en las elecciones que hiciste en tu lista: terminás con Mike Wilson y empezás con Lucrecio.
Sí, claro, el caos y la arbitrariedad de las elecciones. Este libro de la idea natural está concebido hace mucho tiempo. En un momento dado me empezó una obsesión con los museos de historia natural. Ciudad donde iba, lo primero que hacía me iba al museo de Ciencias Naturales, que son estos museos extraños que tienen desde animales embalsamados hasta combinaciones delirantes. También son un delirio los museos de arte, porque tienen la pretensión de encapsular algo que es incapsulable, pero es como si lo ordenaran. En los museos de ciencias naturales tenés los arácnidos, después los insectos, las mariposas, las víboras y las piedras, o sea, como si fuera el mundo con su riqueza: a un mundo que es absolutamente inenarrable lo tenés expuesto, ordenado, catalogado, clasificado con estos nombres en latín. La pretensión es un delirio, la idea de que se puede ordenar el mundo. Pasé mucho tiempo con eso y después me di cuenta de que muchos científicos también eran muchas veces escritores que se interesaban en la naturaleza. Como Emerson, por ejemplo. Los tipos que son más puramente científicos, como Humboldt, también eran tipos que escribían, que escribían sus experiencias. Por un lado, eso, y por otro lado están todos los artistas y escritores que también se van, cruzan al otro lado y se van, como Caldini, por ejemplo. Caldini, el nuestro, el cineasta, se dedica a cuidar jardines -no sé cómo los consigue- y trabaja de jardinero, cuida casas, y mientras está ahí filma. O sea, tiene también como una obsesión con las flores, las amapolas, los girasoles, los árboles, y hace cualquier cantidad de cosas con eso. Ese ida y vuelta entre el arte y la ciencia me pareció muy interesante para desmontar otra de las categorías, que es que en el fondo es una división muy arbitraria entre lo que sería la emoción, que supuestamente le pertenecería al arte, y por otro lado el pensamiento o la razón, que le pertenecería a la ciencia. Y no es así. Las cosas están mezcladas, ¿no? Los grandes científicos, cuando descubren cosas, se deben súper emocionar. ¡Imagínate descubrir un agujero negro en el universo! Esa es un poco la idea del libro, que es muy arbitrario, porque hay mucha gente que quedó afuera, pero lo que quería hacer, el objetivo, era mostrar que esto viene de muy atrás.
Imagino las lecturas que hay detrás de este libro. Te imagino en bibliotecas, ¿no?
Claro, sí. Y leer mucho las biografías también, que es una cosa que me gusta mucho. Encontrarme con los personajes. Son unas vidas increíbles. Así que me divertí mucho escribiendo este libro, aparte son entradas muy breves. Pero atrás hay mucho.
¿Cómo trabajaste la información, los datos? Hay mucha información, pero está expuesta de modo absolutamente literario.
Bueno, eso no sé cómo lo hice, pero lo que sí puedo ver es que a mí siempre me ha gustado, quizás por la poesía, la brevedad. O sea, no me gusta mucho el palabrerío, no me gustan las anécdotas muy largas. Siempre se hace la comparación de la poesía con la fotografía, que capta algo por ahí en una expresión, un gesto, lo que Barthes llama el punctum. Para volver a Humboldt, yo sugiero en el libro que el tipo perdió la virginidad en un prostíbulo en Perú. Bueno, ese es un dato que nadie dijo sobre Humboldt. La gente escribe libros de páginas y cientos de páginas sobre él, pero nadie dijo eso. O Wittgenstein, el filósofo vienés que se fue a vivir a una especie de cabaña, como Thoreau, pero en Noruega. Una cabaña que colgaba de un acantilado. Imaginate el frío que hacía ahí, estamos hablando de los fiordos noruegos, entonces el tipo tenía un balde con el que recogía el agua para cocinar del lago. Bueno, eso te dice mucho sobre la persona que está detrás de la idea. A mí me interesa el detalle. Hay varios escritores que hacen eso, como Marcel Schwob. Pero nosotros tenemos un maestro en casa que es Borges. Él decía que la vida de un hombre se concentra en un episodio.
Este libro nuevo también se inscribe en tus libros de influencia borgiana.
Borges es, como yo siempre digo, una catástrofe de luz en la literatura argentina. Es un antes y un después. Lo podemos negar, criticar, lo que fuera, todo está bien, pero es cierto que él abrió, dio permisos a la literatura.
¿Cómo pensás al conjunto de tus libros, las conversaciones que tienen?
Yo mucho no pienso en el conjunto. Son libros distintos pero yo pienso que, a pesar de la apariencia distinta -me parece, por ahí me equivoco- hay como un hilo, una cosa que se reconoce, una mirada. Me parece como lectora de otra gente. No sé, para poner un ejemplo, la austríaca Ingeborg Bachmann. Podés leer su novela y después sus cuentos, después podés leer las entrevistas y después las cartas, y después puedes leer la poesía, que son todas cosas distintas. Pero como Clarice Lispector: hay algo que siempre está, como que es una marca. Yo no lo podría identificar, pero nunca me ha pasado, por ejemplo, que alguien me diga leí tu libro de poemas tal y después leí El corazón del daño y no te reconozco. Hay algo que se mantiene, pero no sé qué es. Creo que tiene que ver con lo que hablamos antes, las obsesiones que se repiten. Hay un parentesco entre este libro y Pequeño mundo ilustrado, ¿no? En los libros a veces me parece que me quedan hebras sueltas, entonces empiezo a tirar de esa cuerda y aparece otra. Por ahí dijiste algo y te quedó en la cabeza dando vueltas.
Hay un gran placer en tu obra por el mundo analógico, un gran placer por el anacronismo en toda tu literatura, por lo general. También en Cartas extraordinarias, porque bueno, la carta también es un gesto anacrónico. Ya nadie escribe cartas.
Ahí tendríamos que hablar de Murena, el poeta que dirigió un tiempo la revista Sur. Murena tiene ese libro hermoso que se llama La metáfora y lo sagrado. En ese libro él hace un elogio de lo anacrónico. Y no solamente él, hay mucha gente que ha pensado esto. En realidad todo ya está escrito. No hay existe lo contemporáneo, es espejismo. La página en blanco no existe. Porque ya cuando vos te pones a escribir con un lápiz, en la página te preceden todos los escritores y las escritoras que han escrito antes que vos y que han tocado los mismos núcleos existenciales, las preguntas que uno le hace a la literatura. Hay un inglés que tiene una frase muy linda que dice: los poemas nuevos son poemas momentáneamente olvidados. Uno se cree que es nuevo, pero en realidad no hay nada nuevo. A mí me parece que el gesto de ir hacia atrás es un gesto que además busca ser un poco provocador. Me parece que lo primero es reconocer que la escritura se hace con la literatura, la literatura con la literatura. Reconocer todo el peso de la tradición. Y, por otro lado, es una especie de pelea, entre comillas, con toda esta obligación de lo actual, que me parece que es fatal. Esto de decir que hay que escribir sobre, no sé, el último tema de la última agenda. Porque, además, no nos engañemos, el mercado va más rápido. Cuando vos te hiciste la lucha...
Ya se hizo la remera.
Exacto. Ya se comercializó. No sé si tengo razón, no lo sé, pero es la manera en que me defiendo de eso. Me corro. Es como si dijera: bueno, conmigo no cuenten. Yo me voy a ir con los naturalistas del siglo diecisiete. Aparte me encanta todo ese mundo, no es que tampoco lo hago por obligación.
En este libro decís que en realidad la naturaleza no te gusta, sino que te gusta la naturaleza escrita.
Sí, porque en realidad no es que yo esté diciendo me quiero ir a vivir al bosque, no es eso. Soy una persona muy urbana. A mí no me saques de los cafés y los cines y las calles y todo eso, pero sí me interesa ver cómo se relaciona al ser humano con esa otredad que es el mundo en el que vivimos. En general, la relación con la naturaleza es una relación colonialista. Hay una idea de apropiación, de ir y tomar a la naturaleza como un objeto, un objeto que se puede robar, que se puede organizar, se puede ordenar, se puede archivar, se puede mostrar. Me interesa, por un lado, la apropiación, y por otro lado me gusta cuando esos que se interesan en la naturaleza son artistas. Los poetas y artistas, en general, tienen otra relación con la naturaleza, van a buscar ahí. Como el mismo Monet, que busca fundirse en la naturaleza, disolverse. Thoreau, por ejemplo, que hace de la naturaleza también un refugio frente a los hombres y al poder. Un lugar de insubordinación. Eso me encanta, ver cómo está escrita la naturaleza.
Parecería que en vos el mundo escrito es quizás hasta más grande que el mundo real, ¿no?
Es como si fuera una dimensión más. Porque fíjate que el libro hace otra vez los gestos de apropiación de la otredad son reiterativos en el ser humano. El libro se apropia de estos personajes, de estas ideas. Y también ahí agregaría una cosa: que el libro se salva, creo yo, de caer en la apropiación meramente eficaz, o eficaz en el sentido de ponerla a tu servicio. Porque la apropiación que hace la literatura es una apropiación casi falaz; lo que vos captás con la escritura es como que se fosiliza. La escritura se fosiliza, se transforma en un fósil. Entonces no tenés cómo mantener viva esa relación. Es una propuesta temporaria, provisoria, muy provisoria, que hace el gesto, captura, ve algo, pero eso después va a formar parte de las ruinas de la cultura. Quizás no lo vamos a ver nosotras, pero va a ocurrir.
¿Un libro como Cartas extraordinarias no es también una manera como de revivir escritores y escritoras, hasta de dar vidas paralelas, a la Marcel Schwob?
Uno se construye relatos. Siempre pienso que yo llegué tarde a la literatura. Tarde en el sentido de que mi primer libro salió cuando yo tenía 35 años, y las poetas de mi generación todas habían ya publicado a los veinte. Todas. Desde Alicia Genovese, o Mercedes Roffé a Mirta Rosenberg, todas ellas ya tenían dos o tres libros publicados cuando yo publiqué mi primero. Entonces yo hice una cosa en mi vida, después, de tratar de recuperar, supuestamente, ese tiempo perdido. Aunque nada se pierde, eso es falso, porque todo lo que hacés te constituye. Que yo haya militado políticamente, que haya estudiado derecho, todo eso me constituye. Pero lo que quiero decir es que en un tiempo me obligaba a leer los libros que no había leído. Y algunos de esos libros son los que están en Cartas extraordinarias. O sea, no a todos los leí en la infancia. Algunos sí, los de la colección Robin Hood. Pero otros no. Por ejemplo, el Huckleberry Finn. Cuando lo leí ya tenía más de 35. Y a mí se me hace una especie de corpus, de canon, que es como la primera literatura, la literatura que está más relacionada con la infancia, con el asombro que puede sentir un pequeño lector. Un lector o lectora pequeñísima. ¿Cómo podría sentirse, cómo se siente alguien ante Huckleberry Finn? No sé cómo me surgió la idea, no me acuerdo, pero me dije: voy a empezar a reunir a estos escritores, a hacer una especie de tributo a la literatura de la infancia y adolescencia. Y así salió la primera edición.
Tengo entendido que Random House se propone republicar muchos de tus libros, ¿no?
Sí, es correcto. La idea es que van a publicar una novedad, lo que se llaman ellos novedad, y una recuperación. Después de El corazón del daño, vino este. Y después va a venir el que sale ahora pronto, que se llama Colección permanente, y es nuevo. Es un libro sobre la escritura. Después de eso van a reeditar El sueño de Úrsula. La idea es poner todo en circulación. Lo publican simultáneamente en España y en América Latina.