Los besos en la literatura: ¿por qué es imposible escribirlos?
Por Matías Moscardi
Viernes 21 de diciembre de 2018
"La literatura y la poesía están llenas de besos. Romeo y Julieta se besan; en el Werther de Goethe hay besos. Byron, sin embargo, refunfuña contra con los poetas porque no pueden describir intempestivamente el primer beso de amor: «Los odio, y odio vuestras frías composiciones»", escribe el ensayista al preguntarse por esta imposibilidad. "Es curioso, dado que el lenguaje y los besos tienen un órgano en común: la boca".
Por Matías Moscardi.
¿En qué momento el cine se apropió de la escena del beso, tan difundida por la pintura en la historia del arte? ¿Por qué no hay besos memorables en la literatura? En el libro tercero de las Elegías de Propercio hay un poema que se llama «Riñas de amor», donde leemos: «Vean mis amigos heridas de mordiscos en mi cuello». Los besos de Cintia no parecerían ser legibles sino después de transformarse en marcas, por sus efectos, nunca en sí mismos. Más allá del tema de la cursilería, el beso mantiene una relación con la letra impresa un poco particular y muy distinta de la relación con la imagen pictórica y cinematográfica. La pregunta es: ¿por qué los besos parecen un poco refractarios a la escritura, como si resistieran, por lo menos parcialmente, la simbolización literaria?
Si vamos a la pintura, los ejemplos se acumulan: el beso de Francesco Hayez (1882); el famosísimo beso de Klimt (1908); Picasso pintó un beso; el beso pop de dos dibujitos animados diseñado por Lichtenstein (1962); el beso de «Los amantes» (1928) encapuchados de Magritte, que no se besan. En el cine, los besos también hicieron historia: empezando por Casablanca (Michael Curtiz 1942); pasando por el beso de los perritos que comen fideos con boloñesa en La dama y el vagabundo (1955) y por la traumática y triste Mi primer beso (Howard Zieff, 1991) con Macaulay Culkin; hasta Titanic (James Cameron, 1997), solo por nombrar los que me vienen rápido a la cabeza. Como si los besos –o al menos nuestra capacidad para recordarlos– fueran un fenómeno inherentemente visual antes que textual; lo cual es curioso, dado que el lenguaje y los besos tienen un órgano en común: la boca.
Pero no es lo mismo pintar un beso, mostrarlo, filmarlo, que hablar de los besos. Tampoco es lo mismo hablar de un beso que narrar su escena. Hablar de un beso puede derivar en un texto filosófico o teórico. Narrar un beso, en cambio, inscribe el texto –tangencialmente al menos– en los márgenes de literatura erótica. Por ejemplo: Gustavo Adolfo Bécquer habla de los besos en varios poemas donde los besos ni asoman. Para pensar un ejemplo radicalmente opuesto, podríamos considerar a Sade como el genio del beso literario. Ya en las primeras páginas de Filosofía del tocador (1795) aparecen, si no me equivoco, todo el espectro de besos posibles habidos y por haber. Claro que en Sade, el beso genera efectos políticos concretos: su declarado libertinaje atenta, programáticamente, contra las costumbres puritanas y contra «la esencial injusticia de la naturaleza». Los efectos políticos dependen de la demarcación de límites, formas y objetos: qué se puede besar, a quién, dónde, cómo. Y a la vez, estos efectos políticos del beso parecen propulsados por su modalidad narrativa: el diálogo, la dramaturgia, el teatro –la antesala del cine. Lo que quiero decir es que Filosofía del tocador puede leerse como un tratado del beso y otras prácticas. Sin embargo, a pesar de sus consecuencias estéticas, los besos de Sade son –podríamos decir– besos ensayísticos (risas). De hecho, Sade es recordado por sus escenas sexuales.
En un libro extraordinario llamado El sentido olvidado. Ensayos sobre el tacto (Mardulce, 2017), Pablo Maurette dedica un capítulo al beso. Ahí, explica con la erudición que lo caracteriza, que la palabra beso probablemente provenga del verbo sánscrito bahaad, «abrir la boca». Maurette dice que el beso es transhitórico y que besar involucra una dimensión hápitca que es «la segunda forma más íntima de tocar». Y agrega: «Al no exigir roles predeterminados, el beso es una actividad horizontal, recíproca, nadie está por encima de nadie, quien muerde es mordido, quien chupa es chupado, quien penetra es penetrado. Esto lo vuelve incluso más democrático: ambas partes son iguales en el beso». Ritmo, gusto, olfato, oído: el beso es multisensorial e integra todo el cuerpo, razones para repensar su resistencia discursiva.
Ahora bien: la literatura y la poesía están llenas de besos, claro. Romeo y Julieta se besan; en el Werther de Goethe hay besos. Byron, sin embargo, refunfuña contra con los poetas porque no pueden describir intempestivamente el primero beso de amor: «Los odio, y odio vuestras frías composiciones». La letra es la criogénica del beso. Fabián Casas tiene un poema donde una pareja se besa:
Abrí la puerta y te estabas bañando.
Los vidrios empañados, el ruido del agua
detrás de las cortinas,
las cosas esenciales instaladas
fuera de la razón.
Me llamaste, acercaste la cara
y nos besamos a través del plástico
transparente: fue un instante.
Las parejas y las revistas literarias
duran casi siempre dos números.
Sin embargo, de a poco,
le fuimos ganando terreno al río:
días interminables en los que el caos
tomaba tu forma para envolverme mejor.
El poema se llama nada más y nada menos que «Un plástico transparente»: ¡siempre hay algo en el medio, che! ¿No será la escritura eso que se interpone –a veces como síntoma, a veces como salud– entre los amantes?
El beso más famoso de la literatura argentina –creo que he visto remeras y tatuajes de este pasaje– es el que aparece en Rayuela (1963):
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio.
Curioso: el beso de Cortázar empieza con las manos y los dedos, no con la boca; y termina –si es que termina– con el silencio, es decir: la clausura simbólica de la boca como órgano del lenguaje. De hecho, cuando el beso irrumpe, lo hace como eufemismo, como atenuación metafórica, casi con un decoro falsamente casual, a pesar de la potencia del verbo que le sigue: «las bocas se encuentran y luchan tibiamente». Lo dice el mismo Cortáza: ¡es un beso tibio! Pareciera que literatura solo pude orbitar los extremos de esta experiencia fluida pero se quedara sin palabras para dar con su carnalidad central. Así como se dificulta hablar con la boca llena, escribir el beso es comprometer la simultaneidad de un órgano simultánea e imaginariamente ocupado con la lengua.
En Kafka. Por una literatura menos, Deleuze y Guattari escriben:
Cualquier lenguaje implica siempre una desterritorialización de la boca, de la lengua, de los dientes. La boca, la lengua y los dientes encuentran su territorialidad primitiva en los alimentos. Al consagrarse a la articulación de los sonidos, la boca, la lengua y los dientes se desterritorializan. Hay pues una disyunción entre comer y hablar; y aún más, a pesar de las apariencias, entre comer y escribir: sin duda se puede escribir comiendo, más fácilmente que hablar comiendo; pero la escritura transforma en mayor medida las palabras en cosas que pueden rivalizar con los alimentos. Disyunción entre contenido y expresión. Hablar, y sobre todo escribir, es ayunar.
Podríamos pensar que lo mismo ocurre con los besos: ¡rivalizan con la escritura! Quien escribe raramente puede escribir besando. Aunque la escritura compromete principalmente la física de las manos, la boca parece quedar anulada por igual, inhibida: si algo la desconcentra, se interrumpe. Solo la bebida y el cigarrillo pueden solapar esa práctica. En un poema de José Watanabe titulado “La mantis religiosa”, se describe el beso de este insecto:
En el beso
ella desliza una larga lengua tubular hasta el estómago de él
y por la lengua le gotea una saliva cáustica, un ácido,
que va licuándole los órganos.
El beso de la Mantis es, como la picadura de la abeja, un beso final, el último: se recibe a cambio de la vida. En uno de sus seminarios, Lacan se detiene en una anécdota de ladrones de caminos. Los asaltantes solían irrumpir con la frase «la bolsa o la vida». La disyuntiva llama la atención de Lacan, que piensa: con solo pronunciar la frase, ya hemos perdido algo. Si entrego la bolsa, pierdo la bolsa y conservo la vida; pero si me resisto y el ladrón cumple con su palabra, pierdo la vida y luego la bolsa. Ante esa frase, irremediablemente, algo perdemos de entrada. En El erotismo (1957) Georges Bataille escribe que «el beso es el inicio del canibalismo». ¿Y si la escritura nos salva, por un rato, del sadismo de la especie, de aniquilar, de devorarnos al otro y a los otros por completo? Si el mundo es un asaltante de caminos y la creación es el resultado de una falta, escribir es, de entrada, experimentar una sustracción esencial: escribir es ser robado. En definitiva, algo nos quita la escritura –esa es su generosidad–: mejor que no sean los besos.