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Las mil puertas del poema

Fuente Telam, por Raul Ferrar

Alicia Genovese explora los orígenes de la idea poética en este ensayo que pertenece a su último libro por Fondo de Cultura Económica.

Por Alicia Genovese.



Cuando el poema no existe, cuando es apenas una energía apretada, una intuición, un impulso subjetivo donde el lenguaje no termina de acercarse, no ofrece envión ni lanzamiento, cuando se mueve con torpeza prelógica, prelingüística, como dentro de una crisálida. Cuando las palabras conocidas tienen que volver a decirse como si no se conociesen, reaprenderse para convertirse en una apertura y posibilitar las metamorfosis. Cuando a veces ni siquiera es claro que pueda haber un poema al contar solo con la mirada sobre un puntito del mundo que atrae, un objeto al que la percepción va bordeando, encontrándole aristas, una escena de personas que hablan, que se mueven y que convocan a mirar más, a limpiar la escucha. Una materialidad del afuera que golpea en la subjetividad, que persiste con su brillo o con su interrogante en la memoria emotiva. Cuando eso otro después de ser vivenciado vuelve, parece precisar o querer otra vida en algún lenguaje, no renuncia a ser un eslabón perdido en el cúmulo perceptivo. Cuando una idea convencionalmente aceptada ronda deshilachada, desacomodada en el cuerpo, pierde certidumbre en el diario devenir de ese cuerpo. Cuando una palabra, una frase se escucha azarosamente y resuena algo más que la palabra o frase, sigue en el oído con su carnadura oral, su tono, su gesto y su insistencia. Cuando aquella idea, aquella frase, aquella palabra, aquella cosa del mundo empieza a describirse, a esbozar algunas líneas, presiona hasta trazar como con grafito su primer enunciado fuera de la función que podría tener en el afuera, ahí se dibuja tenue una puerta. La apertura hacia el poema, el comienzo de su camino, su inicio.


La caminata requiere un modo de andar. Juan Gelman en uno de los poemas de Sidney West toma la figura imaginaria de Carmichael O’Shaughnessy, quien afectado por amores tristes y otras muchas desgracias —según dice— elige andar probando ir por todas partes, por arriba, por abajo, sin plan previo, sin mapa. Con esos pies, que se mueven sin rutas trazadas, Carmichael O’Shaughnessy podría verse así como un poeta movilizado por un deseo de decir y en busca de una manera de hacerlo:


por abajo por arriba por la ventanita 

que nadie abre iba carmichael

con el camino en la mano como 

paquete del dolor


En medio de su caos de pérdidas y tristeza, Carmichael decide probar las direcciones más diversas, incluso la ventanita que nadie abre y que dentro de la búsqueda de un poema puede asociarse a la experimentación con las palabras, su aceptación, su descarte, su forzamiento; con los giros sintácticos que se tuercen buscando alguna continuidad que no es la de la lógica convencional, ordenada, del discurso, una sintaxis que encuentra una salida inesperada o un atajo de donde quizá necesite volver para seguir siendo comunicable. O quizá decida probar con los desvíos de sentido, que a veces son como una trampa, al hacer huir del sentido aquel que dará forma final al poema. Todo eso se pone a prueba en el camino.

     El poema de Gelman plantea una paradoja: Carmichael sale a buscar y a la vez lleva el camino en la mano; sale a un afuera, pero a la vez lleva con él aquel camino que desconoce. Ese camino que es un peso, una carga, que está cerrado, anudado, hecho un paquete de dolor. Un camino al que le falta sentido: despliegue, exactitud, porosidad. La figura de Carmichael como la del poeta es la de quien se lanza al camino del lenguaje probando, ensayando maneras. La palabra “dolor” tomada aquí por Gelman, quien además compone este libro como una sucesión de “lamentos” o formas ironizadas de la elegía (la muerte de un sapo o de una nuca, por ejemplo), ese dolor podría sustituirse para darle otra amplitud, menos cerrada en lo trágico. El dolor puede considerarse también una pasión detenida que ha sido o sigue siendo, puede entenderse como perturbación, conmoción, estremecimiento, emoción. El dolor puede contener y abrir esa amalgama de afectaciones que conforman el suelo de donde proviene el impulso a la escritura. El hacer poético sigue en el poema de Gelman su deambular sin orientación, sin postas precisas hasta que en determinado lugar se detiene.

     Carmichael interrumpe su camino en ese lugar donde su sombra cae, donde el dolor se transforma y se aliviana, donde percibe que “dulce fue su desventaja”. Un lugar donde la desventaja, “el dolor” metamorfosea su destino de lamento. En el punto de llegada se encuentra el poema, sucede el “canto” mencionado por Gelman, devenido Sidney West, y así se desanuda lo cerrado. Como en el deambular de Carmichael, las posibilidades de recorrido que ofrece el lenguaje, la infinitud de caminos y sentidos configuran las mil puertas que puede ir intentando abrir el poema hasta hacerse.

     El momento de inicio de la escritura contiene una pregunta simple: cómo nombrar esa perturbación, cómo desenmadejar ese extrañamiento frente al mundo en el punto de partida hacia el lenguaje, en el primer intento de enunciar dentro de un poema. La punta del ovillo puede darla una situación excepcional o cotidiana que la mirada recorta con otra luz, en otras ocasiones puede ser un objeto que despierta toda la atención, que parece ser empujado por algo más que sus aristas concretas. El punto de partida puede darlo una idea que pesa como un imperativo, instalada como deber ser, como opción obligada frente a lo que se define entre el bien y el mal, una idea frente a la que se reacciona. Otras veces es el ritmo el que abre el poema, una cadencia en el oído que se va desbocando en palabras, entre los imanes de las palabras que se asocian. Hay una infinidad de corredores y pasajes por donde puede transitar la escritura del poema. Mil puertas.

     En el comienzo, un nudo, un pathos, una afección, en el sentido en que la define Massumi: “Ser afectado es estar abierto al mundo”. En ese nudo está en potencia el camino. El poema en este instante remite a su raíz griega ποιέω [hacer], y como hacer poético convoca a una búsqueda en medio de las tensiones de la lengua. Suele pensarse que al escribir un poema hay que diagramar primero el plan perfecto, trazarlo. Sin negar que algo pueda planearse o esbozarse previamente, son tantas las alteraciones que impone el propio hacer poético que aquel plan luce raro al final, termina horadado, casi inútil en su versión de boceto. El camino suele ser inverso, se parte con ese camino en la mano y en ese proceso de saber y no saber de la escritura se llega al poema. El plan resplandece y se explica mejor cuando el poema ya se escribió. En la línea única que va adoptando el poema se despliega el camino y se desanuda el impulso inicial. La forma hallada es su apertura cuando el nudo se metamorfosea, lo no dicho se transforma en palabra que encuentra su propia cartografía. Todo poema es el desarrollo de una metamorfosis, desde el affectus a través del lenguaje, desde el estado larvario hasta el poema.




En el comienzo fue una escena


Dice José Watanabe en “Las mariscadoras”:

Al amanecer

una decena de muchachas, como en un mito,

entran algunos palmos en el mar tranquilo.


Visten un traje negro

y buscan

entre las piedras

los cangrejos y las conchas que ha dejado la marea alta.


Una roca oscura se confunde con ellas. Solo asoma 

hierática,

con el agua baja. Si respirara el aire salino de las muchachas 

reiría con ellas

que se lanzan cangrejos y comen almejas crudas. 

Las muchachas ignoran que esa alegría vibrátil

es su victoriosa debilidad. 

Cuando la marea suba

huirán del avance de las aguas, la roca no.

Ella será la hermana severa

que increíblemente pasa la noche bajo el agua.

Mañana

volverá a emerger con la cabellera de rizadas algas

y el triste orgullo de no deberle nada a nadie.



Hay aquí una escena, muy simple en principio: quien observa describe a un grupo de mariscadoras que están haciendo su trabajo, entran al agua a recolectar mariscos, cangrejos o almejas. He aquí la escena transparente que el poema enfoca, esta imagen es su apoyo material y no desaparecerá aunque en torno a ella comience una reflexión que la expande. Esta es la puerta del poema, una puerta sencilla, poco pretenciosa. Está escrito en tercera persona y el yo poético permanece oculto, en esa casi impersonalidad. La impersonalidad no es absoluta, ya que todo lo que va diciendo luego se tiñe, se impregna con una manera muy personal y subjetiva de ver las cosas, de seleccionarlas y diferenciarlas. Pero este es el recurso que retacea el primer plano del “yo”, la veladura del sujeto poético no es completa, quedará evidenciado a través del uso de los adjetivos. Acá los adjetivos opinan. Junto a las mariscadoras se incorpora un elemento que contrasta con ellas, una piedra, un objeto que sutilmente irá animizándose, humanizándose. A través de los adjetivos el poema personaliza su mirada, proyecta los objetos fuera de su propia materia sin despegarlos demasiado de ella, sin restarles literalidad, pero sumándoles subjetividad. Watanabe se mueve en ese límite riesgoso, no desata el yo, tampoco lo anula, ni pierde lo concreto.

     En el desarrollo del poema se va desplegando un juego de opuestos: el movimiento de las mariscadoras y la fijeza de la piedra; la alegría vibrátil de ellas y lo hierático, lo severo de su contraparte; la huida ante el peligro de ellas cuando sube la marea y la perseverancia en su sitio de la piedra; la victoriosa debilidad de unas y el triste orgullo de la otra. El objeto que es la piedra se personaliza en la comparación que la ve como una “hermana severa” frente al juego de las muchachas que se lanzan cangrejos y ríen.





     La alegría es debilidad, pero también victoria en la escena descripta y opinada con la adjetivación; la roca que permanece en el agua es severidad pero también orgullo triste. Los opuestos quedan relativizados y en colisión. El orgullo queda recortado por la tristeza, y la victoria, por la debilidad. La vida alterna posiciones, a veces se es una cosa, otras veces otra, se juega uno u otro rol, parece decir quien observa dentro del poema, con algo de distancia. Se necesita de la debilidad para disfrutar y también de la perseverancia y una cierta rigidez para no deberle nada a nadie, para ser autónomos. En esas fuerzas opuestas y relativizadas se desmadeja la complejidad de las actitudes humanas. Me parece ver, sin embargo, que ese “triste” orgullo de la piedra y esa imposibilidad de poder respirar el aire salino como lo hacen las mariscadoras implica una visión más crítica hacia la piedra que hacia las mariscadoras. El subrayado también se da en la elección del título, ellas son el foco de atención que lleva al poema y la piedra es su contraste. Habría una “crítica de las pasiones tristes” en términos spinozianos y que encarnan en la piedra de Watanabe, quizás una autocrítica. Baruch Spinoza criticaba las categorías enfrentadas en antagonismos porque implican una pérdida, dentro de ellas la vida queda envenenada entre el Bien y el Mal, decía. La vida y el movimiento de las mariscadoras incorporan aquí también esa otredad de la piedra y su fijeza, con una cierta comprensión que redime, abarca lo uno y lo otro, no excluye.

     El poema de Watanabe parte de una imagen clara, transparente, que es una puerta, una manera de entrar al poema, se sumerge en las aguas materiales que su mirada recorta y desde allí infiere una visión del mundo, explorando y contrastando los elementos que la escena presenta.

     A partir de la subjetivación y la particularización de esos objetos, las mariscadoras, la piedra en el río, se despliegan los sentidos que sostienen al poema en medio de connotaciones contrapuestas. No hay un final o una conclusión definitiva, aunque sutilmente se resalte la felicidad lúdica de las mariscadoras y se apunte al aislamiento orgulloso de la piedra como un destino solitario. La visión sobre esa realidad no es reduccionista, no alimenta la opción entre el bien y el mal ni la exclusión.

     La escena simple y llana en principio no se agota en sí misma, en su posible intrascendencia, sino que es el motor de un universo de conflictos en el que la propia voz poética está inmersa. Traza una visión irresuelta sobre el mundo, no es solo la imagen transparente, sino que ella se nutre y se robustece para ampliar su sentido primero. Watanabe no abandona el poema en una descripción objetiva, sino que indaga la complejidad del mundo a través de ella.



Los objetos maravillosos de Marosa di Giorgio

Me acuerdo de los repollos acresponados, blancos —rosanieves 

de la tierra, de los huertos—, de marmolina, de la porcelana más 

leve, los repollos con los niños dentro.

Y las altas acelgas azules.

Y el tomate, riñón de rubíes.

Y las cebollas envueltas en papel de seda, papel de fumar, como bombas de azúcar, de sal, de alcohol.

Los espárragos gnomos, torrecillas del país de los gnomos.

Me acuerdo de las papas, a las que siempre plantábamos en

Y las víboras de largas alas anaranjadas.

Y el humo del tabaco de las luciérnagas, que fuman sin reposo. 

Me acuerdo de la eternidad.


El poema se escribe a partir de una evocación de objetos ligados entre sí, los cultivos que cohabitan en un huerto familiar. Dentro del medio rural donde se instala el poema, los objetos que toma se asocian con el espacio de infancia a través de la mirada infantil, que los percibe en relación con un mundo imaginario, por momentos referenciado en el cuento maravilloso. Esos objetos reconocibles son repollos o acelgas que se metamorfosean en otra cosa mediante la visión de una nena que los asocia con gnomos, con las torres de un castillo de los cuentos de hadas, que ve alas en las víboras y cigarros encendidos en las luciérnagas. La percepción está mediatizada por la óptica infantil y se graba en la memoria adulta del mismo modo. Así permanece a través del tiempo. Es una imagen recuerdo cristalizada en la memoria, la visión de la nena que se sobreimprime a la percepción objetiva.

     El tiempo de la infancia se identifica con el tiempo de la eternidad desde el yo que enuncia en presente con una mínima intervención. Solo dice “me acuerdo”, lo demás es parte de la imagen memorizada que habla con la voz modulada en la infancia. No es exactamente un tiempo proustiano que implica la percepción presente del objeto, el encuentro de la magdalena en Proust que conecta con el mismo objeto del pasado y des- de su actualización establece la continuidad. En ese continuo se definen, según Bergson, el tiempo durativo y la eternidad. Marosa no alude en el poema a una percepción presente que desencadene las imágenes recuerdo, que conecten los objetos del pasado con los del presente en esa duración bergsoniana. Aquí la imagen completa se lleva en la memoria, que evoca los objetos transformados, metamorfoseados por la nena, y duran como tal, pegados a sus asociaciones. La adulta lleva en sí a la niña y su memoria. El tiempo presente, aquel que enuncia “me acuerdo”, hoy, en este instante, tiene sin embargo una función importante, es el que posibilita afirmar que estas imágenes son, para quien enuncia, eternas.

     El poema da otro valor a los elementos casi antipoéticos que va enumerando, dentro de ese tiempo eterno que los sigue observando a la distancia, superpuestos a otros referentes en la metáfora primera de la infancia. El tiempo eterno supera al tiempo de la sucesión cronológica, que no ha podido deteriorarlos o volverlos simples verduras. El tiempo de la infancia se muestra como el tiempo donde todo sucede o puede suceder, en cambio en el otro tiempo, el que transcurre en una cronología, la eternidad podría perderse, aunque aquí no se explicite.

     El sujeto del poema rememora, y se pone en contacto con sus imágenes, sin ser desplazado por la visión adulta, se contacta con el espacio donde todo puede ser otra cosa sin la rigidez del deber ser, sin el control de lo que es y lo que no es. Los objetos no se desenlazan de su vivencia primera, siguen teñidos por lo maravilloso. La visión adulta no desimanta la visión primera de la nena.

     Los objetos en los que el poema se detiene podrían considerarse antipoéticos desde una tradición poética que idealiza el paisaje natural, como en las églogas de Garcilaso o como en el modernismo latinoamericano, que se llena de cisnes suntuosos.

Aquí se trata de repollos, papas, espárragos, aunque visualizados por la subjetividad de la nena, que se los apropia desde su imaginario infantil. Ellos flotan en una eternidad superadora, se mantienen incandescentes.

     La primera persona solo es importante en la recuperación de las imágenes que la mirada de la niñez elabora a pura intuición y proximidad. Esa óptica que se superpone a la realidad objetiva no implica sin embargo una manipulación de esa realidad, sino que recrea otro acercamiento, el de la mirada infantil y su interrelación con las cosas.



El paraíso de Héctor Viel Temperley


Dice Héctor Viel Temperley en un poema de Humanae vitae mia:



Qué horror el paraíso


Qué horror el paraíso

si Adán no hubiera amado 

la carne de su carne,

si hubiera descubierto

que era una carne aparte,

enemiga de alas.

Hubiera comido la manzana 

como quien se purga. 

Hubiera sido padre

de pueblos y de razas.


Viel parte de una idea relacionada con el mundo de sus creencias religiosas, cristianas, a las que frecuentemente alude en su poesía: “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”, decía el ritornelo de Crawl mientras se sumergía y nadaba en las aguas del Río de La Plata. En Hospital Británico se refería a la imagen de un Cristo Pantocrátor que estaba presente como una estampa en la sala donde se hallaba internado. A través de los ojos de ese Cristo lograba conectarse con su yo niño. Esas creencias cristianas se entrelazan con su poesía en muchos momentos. En este caso, muestran su conflicto con ellas. En lo que el poema afirma, implica un cuestionamiento a un precepto religioso que podría resumirse en la idea de pecado carnal. Viel le otorga aquí valor y reconocimiento al amor carnal, al deseo sexual más allá de la culpa de ese pecado original. Un pecado convocado por la imagen de Adán en el paraíso comiendo la manzana que le entrega Eva y desobedeciendo la prohibición divina. El poema reacciona con fuerza frente a la moral católica, que utiliza represivamente el episodio bíblico. Dice espantado “qué horror” si este pecado no se hubiese cometido. Nos perderíamos el deleite, el placer que el contacto carnal ofrece, el sexo sería como tomar una purga, o sea, hacer algo obligatorio nada más que para la continuidad de la especie.

     Decía Michel Foucault que hay un régimen de verdad que puede condicionar la constitución subjetiva de una persona y así restringir su posibilidad de ser. Esto ocurre cuando somos hablados por un discurso otro, se suprime la subjetividad y se instala la verdad transmitida sin pasar por ningún cuestionamiento. Una creencia cristiana entendida de manera conservadora podría verse en el sentido que le da Foucault. Sobre este punto señalado por Foucault, que condiciona a una persona, Judith Butler considera la necesidad de transformación subjetiva en un proceso de desposesión de esas verdades que no se perciben como propias, que no pueden adoptarse. Dice Butler: “Solo en la desposesión puedo dar y doy cuenta de mí misma”,8 solo en la singularidad de mi historia. Butler siempre da cabida en sus reflexiones a otras subjetividades, más allá del binarismo masculino/femenino. Desposeer desde la óptica de Butler es ponerse en riesgo, a la intemperie, dejar normas y reglas para dar paso al deseo. Butler justamente toma un artículo de Foucault publicado en los años noventa en el que observa que el autor quería, de algún modo, modificar su concepción anterior sobre el sujeto. Desde los primeros años ochenta, cuando el sujeto era para Foucault un “efecto” del discurso, ya que lo que habla en el discurso son sus reglas anónimas, aparece —según Butler— un Foucault que da paso a la posibilidad de la crítica o la autocrítica de las normas internalizadas a partir de una operación subjetiva. Una operación que pone en riesgo al sujeto. El poema de Viel escenifica con su reacción frente a una moral conservadora estas ideas, la operación crítica para que la subjetividad, lo propio, no se ahogue.

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