Las mil puertas del poema
Fuente Telam, por Raul Ferrar
Jueves 14 de diciembre de 2023
Alicia Genovese explora los orígenes de la idea poética en este ensayo que pertenece a su último libro por Fondo de Cultura Económica.
Por Alicia Genovese.
Cuando el poema no existe, cuando es apenas una energía apretada, una intuición, un impulso subjetivo donde el lenguaje no termina de acercarse, no ofrece envión ni lanzamiento, cuando se mueve con torpeza prelógica, prelingüística, como dentro de una crisálida. Cuando las palabras conocidas tienen que volver a decirse como si no se conociesen, reaprenderse para convertirse en una apertura y posibilitar las metamorfosis. Cuando a veces ni siquiera es claro que pueda haber un poema al contar solo con la mirada sobre un puntito del mundo que atrae, un objeto al que la percepción va bordeando, encontrándole aristas, una escena de personas que hablan, que se mueven y que convocan a mirar más, a limpiar la escucha. Una materialidad del afuera que golpea en la subjetividad, que persiste con su brillo o con su interrogante en la memoria emotiva. Cuando eso otro después de ser vivenciado vuelve, parece precisar o querer otra vida en algún lenguaje, no renuncia a ser un eslabón perdido en el cúmulo perceptivo. Cuando una idea convencionalmente aceptada ronda deshilachada, desacomodada en el cuerpo, pierde certidumbre en el diario devenir de ese cuerpo. Cuando una palabra, una frase se escucha azarosamente y resuena algo más que la palabra o frase, sigue en el oído con su carnadura oral, su tono, su gesto y su insistencia. Cuando aquella idea, aquella frase, aquella palabra, aquella cosa del mundo empieza a describirse, a esbozar algunas líneas, presiona hasta trazar como con grafito su primer enunciado fuera de la función que podría tener en el afuera, ahí se dibuja tenue una puerta. La apertura hacia el poema, el comienzo de su camino, su inicio.
La caminata requiere un modo de andar. Juan Gelman en uno de los poemas de Sidney West toma la figura imaginaria de Carmichael O’Shaughnessy, quien afectado por amores tristes y otras muchas desgracias —según dice— elige andar probando ir por todas partes, por arriba, por abajo, sin plan previo, sin mapa. Con esos pies, que se mueven sin rutas trazadas, Carmichael O’Shaughnessy podría verse así como un poeta movilizado por un deseo de decir y en busca de una manera de hacerlo:
por abajo por arriba por la ventanita
que nadie abre iba carmichael
con el camino en la mano como
paquete del dolor
En medio de su caos de pérdidas y tristeza, Carmichael decide probar las direcciones más diversas, incluso la ventanita que nadie abre y que dentro de la búsqueda de un poema puede asociarse a la experimentación con las palabras, su aceptación, su descarte, su forzamiento; con los giros sintácticos que se tuercen buscando alguna continuidad que no es la de la lógica convencional, ordenada, del discurso, una sintaxis que encuentra una salida inesperada o un atajo de donde quizá necesite volver para seguir siendo comunicable. O quizá decida probar con los desvíos de sentido, que a veces son como una trampa, al hacer huir del sentido aquel que dará forma final al poema. Todo eso se pone a prueba en el camino.
El poema de Gelman plantea una paradoja: Carmichael sale a buscar y a la vez lleva el camino en la mano; sale a un afuera, pero a la vez lleva con él aquel camino que desconoce. Ese camino que es un peso, una carga, que está cerrado, anudado, hecho un paquete de dolor. Un camino al que le falta sentido: despliegue, exactitud, porosidad. La figura de Carmichael como la del poeta es la de quien se lanza al camino del lenguaje probando, ensayando maneras. La palabra “dolor” tomada aquí por Gelman, quien además compone este libro como una sucesión de “lamentos” o formas ironizadas de la elegía (la muerte de un sapo o de una nuca, por ejemplo), ese dolor podría sustituirse para darle otra amplitud, menos cerrada en lo trágico. El dolor puede considerarse también una pasión detenida que ha sido o sigue siendo, puede entenderse como perturbación, conmoción, estremecimiento, emoción. El dolor puede contener y abrir esa amalgama de afectaciones que conforman el suelo de donde proviene el impulso a la escritura. El hacer poético sigue en el poema de Gelman su deambular sin orientación, sin postas precisas hasta que en determinado lugar se detiene.
Carmichael interrumpe su camino en ese lugar donde su sombra cae, donde el dolor se transforma y se aliviana, donde percibe que “dulce fue su desventaja”. Un lugar donde la desventaja, “el dolor” metamorfosea su destino de lamento. En el punto de llegada se encuentra el poema, sucede el “canto” mencionado por Gelman, devenido Sidney West, y así se desanuda lo cerrado. Como en el deambular de Carmichael, las posibilidades de recorrido que ofrece el lenguaje, la infinitud de caminos y sentidos configuran las mil puertas que puede ir intentando abrir el poema hasta hacerse.
El momento de inicio de la escritura contiene una pregunta simple: cómo nombrar esa perturbación, cómo desenmadejar ese extrañamiento frente al mundo en el punto de partida hacia el lenguaje, en el primer intento de enunciar dentro de un poema. La punta del ovillo puede darla una situación excepcional o cotidiana que la mirada recorta con otra luz, en otras ocasiones puede ser un objeto que despierta toda la atención, que parece ser empujado por algo más que sus aristas concretas. El punto de partida puede darlo una idea que pesa como un imperativo, instalada como deber ser, como opción obligada frente a lo que se define entre el bien y el mal, una idea frente a la que se reacciona. Otras veces es el ritmo el que abre el poema, una cadencia en el oído que se va desbocando en palabras, entre los imanes de las palabras que se asocian. Hay una infinidad de corredores y pasajes por donde puede transitar la escritura del poema. Mil puertas.
En el comienzo, un nudo, un pathos, una afección, en el sentido en que la define Massumi: “Ser afectado es estar abierto al mundo”. En ese nudo está en potencia el camino. El poema en este instante remite a su raíz griega ποιέω [hacer], y como hacer poético convoca a una búsqueda en medio de las tensiones de la lengua. Suele pensarse que al escribir un poema hay que diagramar primero el plan perfecto, trazarlo. Sin negar que algo pueda planearse o esbozarse previamente, son tantas las alteraciones que impone el propio hacer poético que aquel plan luce raro al final, termina horadado, casi inútil en su versión de boceto. El camino suele ser inverso, se parte con ese camino en la mano y en ese proceso de saber y no saber de la escritura se llega al poema. El plan resplandece y se explica mejor cuando el poema ya se escribió. En la línea única que va adoptando el poema se despliega el camino y se desanuda el impulso inicial. La forma hallada es su apertura cuando el nudo se metamorfosea, lo no dicho se transforma en palabra que encuentra su propia cartografía. Todo poema es el desarrollo de una metamorfosis, desde el affectus a través del lenguaje, desde el estado larvario hasta el poema.