La veta autobiográfica: de Norah Lange a Alejandra Pizarnik
Por Nora Catelli
Lunes 31 de mayo de 2021
"¿Cómo dirimen estas autoras, en el estricto campo de la experiencia subjetiva, su relación con la lengua o con las lenguas?": compartimos uno de los ensayos clave de Desplazamientos necesarios. Lecturas de literatura argentina (Eduner).
Por Nora Catelli.
En una nota al pie de La literatura autobiográfica argentina (1962), Adolfo Prieto observó la dificultad de las referencias cronológicas en los géneros de la memoria:
Conviene puntualizar que las referencias valen sólo para las obras editas. Esta aclaración, innecesaria para la historia de cualquier otro género literario, no lo es para el autobiográfico, en el que el secreto, la presión familiar o la simple desidia pueden ocultar interesantísimos exponentes del mismo. Como hipótesis, no puede descartarse la existencia de un abundante material autobiográfico inédito […]. Fuera de este sistema, con su particular arritmia y arbitrariedad, no queda otro recurso para el investigador que atenerse al caudal de títulos conocidos en el momento de iniciarse la investigación.1
Esa «arritmia y arbitrariedad» derivada del «secreto, la presión familiar o la simple desidia» que con tanta precisión describe Prieto condiciona también, como método y como criterio, el presente estudio, que elige de entre la eclosión de memorias, semblanzas, confesiones, recuerdos o diarios, aquellos que delinean, de algún modo, los relieves más significativos de cambios históricos perceptibles, dentro de la tradición argentina, en los registros de la subjetividad en su vinculación con las experiencias colectivas. Todo ello, en un lapso de difusos límites, pero que podríamos situar entre finales de los años treinta y finales de los setenta del siglo xx.
En la etapa singularmente analizada por Prieto tales géneros constituían una parte sustancial en la consolidación y expresión de las principales orientaciones de la esfera pública nacional2. Esa tradición autobiográfica de las élites argentinas —desde Sarmiento, Alberdi, Guido Spano o Mansilla— inauguró la corriente que, aun cambiando de carácter, ha ido plegándose a transformaciones sociales e históricas significativas. De estos cambios ha dependido que lo privado, lo público y lo literario se vincularan de distintas maneras. No obstante, a pesar de la abundancia argentina en estos géneros, la exploración autónoma de la intimidad, como en el resto del orbe hispánico, ha sido producto de un lento trabajo de diferenciación de esas esferas especialmente arduo y, con respecto a otras tradiciones, muy tardío3. De la segunda etapa, en que tienden a separarse lo literario, lo artístico o lo profesional de lo político, sería epítome la extraordinariamente reveladora obra memorialística de Manuel Gálvez, a quien estará dedicado otro trabajo4.
¿En qué consiste, entonces, esta tercera serie? Será difícil encontrar entre quienes la integran una unidad reconocible; en realidad, puede adelantarse que lo característico es aquí la radical separación de ámbitos antes vinculados: lo público y nacional que anuda los linajes de María Rosa Oliver (1898-1971) y Victoria Ocampo (189o-1979), permeados por la posición femenina, tiene poco que ver con la pastoral nimbada de inquietante extrañeza de la infancia de Norah Lange (19o5-1972), o con la política de la memoria militante de un autor singular, Adolfo Aráoz Alfaro5. Y casi nada, salvo las inversiones, los relaciona con Alejandra Pizarnik (1936-1972); vastas zonas de silencio respecto de lo público y expansión generosa respecto de lo privado caracteriza la escritura diarística de esta última. Público, nacional, militante, privado o literario son planos que en esta época, aun cuando se toquen, muestran tensiones radicales más que proyectos unitarios, practicados en la creencia de una unidad soñada que sí existe en las series anteriores. Esa tensión que impulsa a la separación de esferas puede pensarse, desde luego, como rasgo de la modernidad plena. En ella la vida individual sometida a lazos coercitivos diversos —religiosos, políticos, nacionales— es a veces recordada —como lo hacen Ocampo u Oliver, por ejemplo—, aunque esas coerciones ya no puedan cumplir la función integradora visible en las memorias de la generación del 80, e incluso, en las primeras décadas del siglo xx.
En esta etapa de límites difusos pero reconocibles la vida individual se piensa como núcleo de donde puede surgir el deseo de ajustarse a una disciplina exterior —la militancia, e incluso la difusión de la literatura—, pero la fuente del deseo se experimenta como interna; sus resortes pertenecen a un territorio de intimidad que se vive como autónoma6. De allí la atención que esa interioridad exige; de allí que varíe sustancialmente la función y la orientación de estos géneros en la Argentina de la época aquí tratada.
En cuanto a la arritmia editorial, el período demuestra la imposibilidad de una secuencia cronológica unitaria —por fechas de publicación o por épocas descriptas—. Cuadernos de infancia de Norah Lange se publicó en 1937. En 1952 Victoria Ocampo empezó a componer su autobiografía, cuyo primer volumen apareció en 1979. Esta fecha, 1952, reaparece en todas las entregas (diez) como información editorial y autorial a la vez. María Rosa Oliver publicó el primer volumen de sus memorias, Mundo, mi casa, en 1965, aunque fechó la redacción entre mayo de 1959 y marzo de 1961. Por último, Alejandra Pizarnik escribió sus diarios entre 1954 y 1972. Una selección breve de este vasto material, a cargo de la misma Pizarnik, apareció en 1962 en el Fondo de Cultura Económica; en noviembre de 2oo3 ha aparecido otra de carácter póstumo7.
En segundo término, la intermitencia de las épocas revividas: Lange, Ocampo y Oliver abarcan cada una diversos y muy diferenciados períodos de la vida argentina, desde principios del siglo xx hasta bien pasadas las décadas de los cincuenta a los setenta. Pero las tres se caracterizan por la insistencia en ofrecer una versión acabada de sus respectivas infancias, como cifra de su destino y de sus responsabilidades respecto del pasado. En cambio, Alejandra Pizarnik, que tematizó la infancia de modo contundente en su poesía, la utiliza de otra manera bajo la imposición genérica del diario, que con su sucesión férrea, obliga a una escritura orientada hacia el presente. Hay un álgebra de la infancia que el diario altera por completo, ya que el pulso está impuesto desde un proyecto no representativo; en el diario la narración no construye el pasado sino que se limita a mencionarlo.
En tercer término, la diferencia entre las primeras y la última reside en sus respectivas posiciones con respecto a la nación. Para Lange, Oliver y Ocampo es una extensión de la familia, con sus árboles y ramas opulentas, disidentes y heterodoxas. Pizarnik, hija de inmigrantes judíos rusos recién llegados, en 1933, al puerto de Buenos Aires, tiene la típica y breve familia de clase media; la nación es para ella poco más que un conjunto de frases escolares. Con todas sus diferencias, las tres primeras se piensan como miembros de una estirpe fundadora de la Argentina, donde el campo —su posesión, su disfrute como refugio o, al menos, la evocación de su propiedad— sigue teniendo aún un papel decisivo en la realidad colectiva de una genealogía cuya transmisión la convierte en esfera pública.
Del mismo modo, la Argentina de Lange, Oliver u Ocampo preserva la urbanidad hasta cierto punto colonial de las ciudades, junto con estancias, peones, sirvientes, negros, gallegas que amamantan a los recién nacidos, institutrices, gobernantas y viajes a Europa de meses y meses. En cambio, Pizarnik registra una vida estrictamente de clase media en una Buenos Aires que es metrópolis y, por tanto, se ha tornado inabarcable. No obstante este ilimitado anonimato, en sus diarios la ciudad no es objeto de interrogación o amenaza, aunque su fragmentación, tediosa y sin término, constituirá su único horizonte. París o Nueva York son apenas negativos vaciados dentro del diario, salvo en algún momento en que un París de hospital, oficina o mínimo alojamiento adquiere cierto relieve. Al revés de los detallados y extensos traslados transatlánticos de Ocampo u Oliver —cuyo coste ni se menciona—, sus viajes son producto de complicados cálculos y estrecheces económicas. En los diarios, Pizarnik no une su devenir de escritora a algún tipo de comunidad que la contenga: ni política, ni colectiva, ni siquiera nacional. Lo nacional, de hecho, es vivido siempre como incómoda estrechez en la que no hay nada familiar del pasado que evocar; la evocación, en su caso, remitiría a un escenario europeo desaparecido y traumático.
Aunque con matices, hay otros textos en que se ve también esta distancia con respecto a una experiencia del origen que sea fundadora de lo nacional, ahora sustituido por otras redes, con una distinta conciencia del papel de la clase social o de las lecturas en relación con la función de intelectual: el breve pero enormemente influyente «Roberto Arlt, yo mismo» (1965), de Oscar Masotta, sería el caso más claro, junto con el de Pizarnik, de esta modificación de lazos entre experiencia histórica colectiva y registro de la subjetividad8. Además, en este texto aparentemente de circunstancias la infancia sólo aparece como dato de pertenencia a la clase media, lo cual influye en el drástico cambio de estilo —en léxico, frase o giros— que va de las tres primeras a Pizarnik y Masotta.
Además de estas peculiaridades, hay que reparar en los desajustes de circulación de los textos: plena y reconocida la de Lange, Oliver y Ocampo; inexistente la de Pizarnik, no obstante conocida como poeta. Del mismo modo, hay desajustes en la presencia de diversas modulaciones genéricas: en el corpus argentino hay abundantísimas memorias y autobiografías y escasos diarios. Este último aparece aquí sólo con Pizarnik, aunque puede decirse que será, casi con toda seguridad, cada vez más copiosa su presencia en la tradición literaria argentina, que en general lo conoció, como en el caso de Alberto Girri o Carlos Mastronardi, ligado a la reflexión sobre el oficio de escritor.
Por último, queda un aspecto de gran importancia —y de ribetes paradójicos— para la tradición literaria argentina: ¿cómo dirimen estas autoras, en el estricto campo de la experiencia subjetiva, su relación con la lengua o con las lenguas?, ¿qué supone una constelación lingüística plural en la práctica de construcción autobiográfica que necesariamente utiliza sólo una lengua de entre ellas, una lengua vivida, en general, como aleatoria, torpe y poco prestigiosa? Desde los inicios mismos de la Argentina ha existido una fuerte tendencia a considerar la «lengua nacional» como algo optativo, en coexistencia problemática con otras opciones posibles, opciones que, debido a la composición demográfica del país, se han pensado, en la inmensa mayoría de los casos, como opciones europeas. Así, el inglés y el francés del siglo xix, tachonado de otras posibilidades, está aquí presente, por la vía de los sirvientes, en las tres primeras autoras; mientras que lenguas no prestigiosas —el yiddish, por ejemplo— por la vía de los padres en Pizarnik9. Esta inversión muestra bien a las claras el cambio de relación entre clases, lenguas y familias; cuando la clase media se convierte en paradigma de origen del escritor o del intelectual, las lenguas europeas ya no son el francés o inglés de gobernantas e institutrices sino los dialectos —en ocasiones vergonzantes— oídos en la casa del inmigrante.
Norah Lange
Norah Lange publicó Cuadernos de infancia en 1937, cuando era una figura conocida de perfiles contradictorios. Miembro de la más prestigiosa vanguardia, su situación social era no obstante incómoda, atrapada en las restricciones de un conservadurismo exagerado que no llegó a desafiar de manera explícita. Por esa misma capacidad para oscilar entre desafío y aceptación de las normas, fue influyente como modelo dentro del campo literario argentino. En primer lugar, modelo de inspiración femenina —en el sentido más convencional, entre musa, compañera y hermana— para sus compañeros de generación y, en segundo, modelo de escritora aceptable. Hay que recordar que existía otro tipo de poetas que habían roto las reglas del «decoro», como Alfonsina Storni, ridiculizada sin tregua por esos mismos estamentos.
Tras una obra poética desigual en la que efusión y sencillez se habían convertido en auténtico obstáculo formal, Cuadernos de infancia mostró verdaderos logros en el trabajo con materiales que, en principio, también podían haber contribuido a una petrificación inapelable. Lange tenía poco más de treinta años cuando lo publicó y una recién adquirida independencia como novia de Oliverio Girondo10, con quien se casará más tarde, en 1944.
Se ha discutido bastante sobre el estatuto genérico de Cuadernos de infancia: ha de convenirse en que, aunque el género sea indefinible, lo gobierna un tono unitario de pastoral, pero una pastoral rota doblemente, tanto en el desarrollo argumental como en ciertos recursos formales. Estos procedimientos, en lugar de pautar la evocación nostálgica de una fusión pretérita con una naturaleza idealizada, resuelven en estampas una atmósfera sedimentada que, en dos o tres frases, despliega una soterrada desazón tras la mascarada del candor.
En el argumento la ruptura de la pastoral se verifica porque la infancia no preserva de la amenaza de los adultos. Tras la llegada de toda la familia a un sitio muy lejos de Buenos Aires y después de una apropiación cautelosa del nuevo espacio —un pueblo mendocino— por parte de los niños, se llega enseguida a la percepción de las crisis que culminan con la muerte del padre, lo que obliga a la familia a volver a Buenos Aires. Pero esas rupturas están anticipadas por indicios de corrosión que los ojos infantiles —en un vaivén constante entre un «yo» y un «nosotros» que conserva la perspectiva de la niñez— advierten con meticulosa eficacia, una eficacia que no retrocede siquiera ante un vago aliento necrófilo de dosificada recurrencia:
[Marta] se mordía los labios hasta hacerlos sangrar y, despacito, se arrancaba con las uñas todo el pellejo de las manos: […] una mano abierta, la otra encima de ella a todas horas, moviéndose tan sigilosamente que nadie hubiera notado el desgaste fino de los dedos sobre la piel ya deshilachada.
[Georgina tras hacerse una herida con la máquina de lavar:] Era imposible verificar la huella de los cilindros, el dedo chato, acaso separado de la mano. La sangre lo oscurecía todo. Al comprobarlo, casi me alegré, porque así su dolor no me dolía tanto.
Una tarde —ya contaba once años— quise introducirme en la cara de cierta persona para formarle las facciones con mi cuerpo […]. A los dos meses, esa persona murió. La imaginé dentro del ataúd en la postura que yo le construí y que había sido como un presagio11.
Más adelante, en Buenos Aires, en uno de los fragmentos más enigmáticos, la niña innominada recuerda que solía cuidar a un niño probablemente retrasado que vivía a una cuadra de su casa, hasta que el padre de la criatura la aleja de la casa, persuadido de que su «boca poseía ciertos indicios de una maldad latente». El niño muere —como muere «Esthercita», una hermana de cuatro años— y ella irá a contemplar el «pequeño cajón blanco»12.
De manera similar, los cuerpos de los adultos, vistos en escorzo, expresan una sexualidad tácita aunque intensa, vivida como aprensión y seducción indiscernibles, despóticas, violentas, con una violencia que pasa del juego privado y sin consecuencias a la severidad punitiva de los usos sociales. Una violencia que primero se muestra en el cuerpo del adulto pero de inmediato se transfiere a la niña, quien al provocar al peón causa —como si quisiera ahuyentar el peligro latente— su despido:
Las manos pesadas y parsimoniosas, como si toda la vida dependiera de uno de sus gestos, movía los brazos, uno después del otro, hasta cuando necesitaba emplear los dos para levantar algún objeto. […] Una tarde que se quedó dormido junto a una compuerta, me acerqué en puntas de pie y le deslicé una ramita por la cara y el cuello para que creyese que era un bicho. […] Desde entonces no volvió a trabajar en nuestra quinta.13
La miseria de los peones —silenciosos, ajenos, desdeñosos o desesperados— adelanta y permite captar la inminencia de la desgracia propia, aunque esta permanezca revestida de una dignidad —de origen, formación y lecturas— que nunca se igualará con la completa desposesión de los verdaderos pobres:
Más allá del algarrobo que daba su nombre a la Avenida, existía un grupo de casas muy modestas […]. Frente a una de esas viviendas siempre nos encontrábamos con una criaturita acostada dentro de un cajoncito de madera, apenas de un tamaño mayor que el de una caja de zapatos.14
Ni siquiera se igualan la familia y los pobres cuando, al retornar la familia a Buenos Aires, en la legendaria calle Tronador se insinúe, tras la muerte de la hermana de cuatro años, la experiencia de una pudorosa escasez de alimentos.
Pero no sólo la trama deja traslucir la imposibilidad de la pastoral. Hay también una ausencia de desarrollo causalista —psicologista— en los personajes de los niños, que, si se tratase de un relato clásico de aprendizaje, acusarían cambios interiores, y progresos y recaídas de conciencias complejas. Aquí los personajes entran y salen de las situaciones como si se tratase de un teatro; esto sucede porque más que encadenados, los capítulos parecen yuxtapuestos, hechos de cuadros, de impresiones, de escenas a veces misteriosas, de calculadas y elusivas referencias. Del conjunto de estas imposibilidades surge lo que se ha calificado, en Lange, de inversión del género15.
Contribuye a todo ello la escasez de datos: los nombres están cambiados y las fechas son escasas. Aunque debido a tales torsiones este idilio roto vuelva difícil una estricta lectura autobiográfica, esta sigue dominante, puesto que Lange dio las claves para ello. Además, a pesar de disfraces y de localizaciones y cronología borrosas16, son muy claras, desde el arranque mismo, las marcas de clase. Se trata de una familia que viaja con institutriz y niñera y que tendrá más sirvientes al llegar a destino:
Entrecortado y dichoso, apenas detenido en una noche, el primer viaje que hicimos desde Buenos Aires a Mendoza surge en mi memoria como si recuperase un paisaje a través de una ventanilla empañada. […]
El hotel disponía de escasas habitaciones y fue necesario que durmiésemos todos —mis padres, Eduardito, nosotras cinco, la institutriz, la niñera— en tres dormitorios estrechos…17
A estos indicios Lange entregó —en otras obras— claves autobiográficas que Cuadernos de infancia, por sí solo, no resolvía. La más importante, el discurso que ella misma pronunció en octubre de 1938 en homenaje irónico al resto de la familia Lange, por ser «protagonista de Cuadernos de infancia».Tras glosar la generosidad de sus miembros, Lange recuerda la «casa de la calle Tronador» que Marechal pintaría, también con otros nombres, en Adán Buenosayres:
Allí Jorge Luis Borges escuchaba de pie solemnes tangos de la guardia vieja, mientras Francisco Luis Bernárdez, Leopoldo Marechal y Jacobo Fijman describían acaloradas posibilidades poéticas…
Además de estos nombres, Lange sitúa en su casa de adolescente —entre otros— a Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Luis Cané, Samuel Glusberg, Raúl González Tuñón, Macedonio Fernández, Ricardo Molinari, Oliverio Girondo, Evar Méndez, Raúl Scalabrini Ortiz, Raúl Ramón Gómez de la Serna, Luisa Sofovich, Xul Solar. Los más conspicuos actores de las vanguardias porteñas y sus aledaños no sólo se pliegan a la clave autobiográfica del libro sino que sirven de pórtico —casi se diría que están al servicio— de los protagonistas de Cuadernos de infancia cuyos nombres se desvelan al final del extenso parlamento:
Señoras y señores, puesto que he profesado un delito por calumnia en mis Cuadernos de infancia quiero citar, antes de irme, una frase reconfortante (del Código penal): El perdón de la parte ofendida releva al calumniador de la pena impuesta. Levantad y bebed tranquilos el contenido de una copa en honor de la madre, de Irma, de Haydée, de Chichina, de Ruth y de Juan Carlos. ¡La familia Lange me ha perdonado!18
Entre 1936 y 1938 media poco tiempo: no eran evidentemente razones personales las que condicionaron la escasez de datos familiares, tan notoria en este libro en el que, como observa Sylvia Molloy, el padre y la madre de Lange parecen salir de la nada. Sin embargo, la cascada de nombres literarios en el discurso opera de abrumadora dinastía y prepara a los Lange para ocupar un lugar histórico en estas inaprensibles memorias; como si la autora hubiese decidido utilizar a los visitantes de la calle Tronador como auténtico linaje en sustitución de aquel inexistente en las memorias.
A pesar de lo elusivo, Cuadernos de infancia ofrece datos suficientes acerca de las lenguas en las que discurre el lapso evocado por la innominada narradora: el noruego del padre, el inglés y francés de la educación no convencional y el castellano del territorio nacional. Como en Ocampo, este último aparece amenazado por un fantasma doble. Por un lado, muestra que en la infancia había una escala de lenguas susceptibles —al menos imaginariamente— de ser elegidas en lugar del castellano; por otro, que el castellano y sus referencias históricas —batallas, próceres— guardaban, en Lange y en Ocampo al menos, una débil vinculación con la cultura alta19.
Si se tiene en cuenta la fuerte irrupción de mujeres memorialistas en la época que Norah Lange inaugurara, puede decirse que tanto en las arduas determinaciones —de género literario y de identidad sexual— como en el mundo plural de lenguas representadas, Cuadernos de infancia propuso, para la tradición argentina, un modelo extraordinariamente convincente: oscilación formal enlazada con una rica ubicuidad subjetiva y genérica y, con ello, un controlado baile de idiomas. Los dos tópicos parecen constituir, a partir de entonces, un núcleo de gran seducción.
María Rosa Oliver
Como una estampa similar en tono a las de Lange empiezan también las memorias de Oliver, publicadas casi treinta años más tarde:
Es muy temprano y hace frío. Mi padre me lleva en hombros a lo largo de un pasillo que termina en una puerta con vidrios esmerilados por el rocío y la luz de un día gris. Antes de llegar a esa puerta entramos en otra lateral a un cuarto de baño iluminado con gas. Hay olor a jabón rosado, a desinfectante y a ropa recién almidonada. Desde la altura en que estoy veo, en medio del cuarto, una bañadera muy chica, pintada de celeste sobre patas altas del mismo color.20
—Mirá, tu otra hermanita —dice papá, señalándome un cuerpo chiquito, amoratado y todo flojo que una mujer, vestida de blanco, sostiene en el agua jabonosa.
A pesar de la semejanza inicial, no practica Oliver ese arte de lo elusivo tan característico de Lange, aunque sí su énfasis en la infancia como matriz del carácter. No obstante este subrayado común a ambas, no existe aquí la insistencia en el equívoco de una moral convencional socavada por los recursos narrativos, propia de Lange. La obra de Oliver, de singular relieve dado su papel en la vida intelectual argentina, sobre todo en el cruce de las diversas políticas de la revista Sur21,está gobernada por un laxo sentido literario pero un estricto diseño informativo; a cada instante y gesto de la infancia pretérita se le exige, en el relato, un posterior correctivo histórico y político. Mundo, mi casa, sin duda el mejor y más conseguido tramo de sus memorias, abarca los años de infancia y adolescencia de Oliver, y allí cada uno de los integrantes de la familia ampliada —familia de gran opulencia— es presentado en todas sus aristas, cada una de las cuales encontrará su respuesta o superación en las elecciones adultas de Oliver; fundamentalmente en su alineamiento, primero en la política cultural de la revista Sur y después en las políticas de izquierda ligadas a las alianzas internacionales del orbe comunista clásico. Esta perspectiva supone un severo corte respecto de la infancia, atenuada por un fuerte sentimiento de pertenencia a ese estrato pretérito —una pertenencia problemática pero nunca del todo
rechazada—. Este rico caudal de representaciones se abandona cuando Oliver pasa de la infancia a la narración de su vida y compromisos adultos.
Su entrada en la sociedad literaria y política, que se recoge en La vida cotidiana, posee una flexión casi apologética, cuando Oliver insiste, en el relato, en su torpeza de joven curiosa y apasionada por la literatura pero incapaz de reconocer grupos y alineamientos del campo literario e intelectual. Al mismo tiempo, esta posición —niña rica, ávida e ingenua— hace patente la rapidez de movimientos de quien no hubo de someterse a los ritmos de una educación sistemática o un trabajo asalariado. Y, por eso, pudo ir reemplazando con presteza esas formas de sociabilidad que le tocaban debido a su origen por un itinerario de búsqueda libre, no urgida por necesidades económicas. Oliver plasma el camino ideológico que la lleva a abandonar los grupos de señoras de la buena sociedad, su llegada a la vida literaria, las atrevidas reuniones en su casa —aunque sólo de seis a nueve de la noche—. En este sentido, los dos volúmenes de memorias de su vida adulta son más reveladores por los datos, los nombres o los encuentros que por la retórica, anclada en una visión instrumental del género.
En cambio, el primer volumen tiene dos hitos de gran capacidad expresiva. Uno, los retratos de servidores a los que, al revés de los de Ocampo, el recuerdo no libera de la situación de sometimiento22. Sus sirvientes no son modelos de lealtad, sino muestras de una humanidad desamparada por cuya redención parece exponerse, después, la vida de Oliver. Así la niñera Lizzie Caldwell, gorda y desdentada —aunque convencida de su superioridad sobre los argentinos por no ser «nativa»— que muere en Rosario tras un ataque cerebral. Así, Emilia Forn, la sirvienta irlandesa de la abuela criolla, a quien jamás se le permitió sentarse en su presencia, aunque fuese su «paño de lágrimas, la administradora de la casa y la enfermera de no pocos familiares»23. Así la india cocinera que se emborracha. Oliver debe separarse de sus papeles anteriores para volver a adquirir un papel histórico distinto en la construcción del destino americano. Y debe hacerlo no únicamente frente a los sirvientes sino también frente a los antecesores, fundadores de la patria que se remontan, por parentescos cruzados, hasta el padre de Remedios Escalada de San Martín.
El segundo episodio de Mundo, mi casa sobresaliente por su contundencia explícita y eficacia narrativa es el de la poliomielitis que a los diez años condenó a Oliver de muchas maneras: dolor, invalidez, frustración personal, obesidad y cambio drástico en la visión del futuro. «Polio» expone con singular crudeza no sólo la crisis de la enfermedad, sino la brutalidad de la mortificación posterior, ya que desde antes de la pubertad Oliver desgrana el sometimiento a dietas, encierros e inspecciones médicas. Este padecimiento no es «interesante» a la manera de las afecciones decimonónicas. Es una cicatriz en cuyos bordes se toca lo privado con lo público: en la escritura la lisiada se expone, como la polio la «expuso» para siempre, a la necesidad de recurrir a los otros. Este primer movimiento de exposición cruda explica, tal vez, el sobrevenido pudor que, a partir de la adolescencia y juventud, gobierna su memoria en lo que se refiere a la vida del cuerpo.
La obra memorialística de Oliver no muestra, como la de Lange, una sostenida opción estética, pero sí exhibe, fragmentariamente, una capacidad peculiar de profundización compleja de algunos tópicos del género: infancia y enfermedad son, en ella, lugares modélicos de una evocación que huye tanto de la clausura sentimental como de la complacencia indulgente.
IV. Victoria Ocampo
Nación, infancia, lenguas, escritura, traducción, feminismo y conciencia americana son los núcleos principales de la ingente obra autobiográfico-memorialística de Victoria Ocampo. Conciencia americana de complicadas aristas: por un lado, conciencia periférica; por otro, voluntad de construcción y apropiación de un espacio aceptable que extendiese Occidente más allá de Europa. Del cruce de estas aristas se ven pruebas a lo largo de toda su producción. Puede decirse que conviven en Ocampo dos posiciones distintas: la apologética, que hace patente la conciencia histórica de quien se explica para defenderse; la apostrófica, que, al revés, desea trascender artísticamente sus circunstancias dirigiéndose a un interlocutor ausente o transhistórico para permanecer: en su caso, una sociedad literaria ideal que parcialmente sustituirá una sociabilidad familiar paralizante y a la vez imposible de dejar del todo.24
La obra está compuesta por los volúmenes de Testimonios —misceláneas de recuerdos, lecturas, semblanzas, esbozos biográficos, discusiones, conferencias y artículos que se fueron reuniendo en volúmenes desde 1931— junto con diversos tomos de correspondencias y la ya citada Autobiografía. En la actualidad, este abundantísimo material ha pasado a ocupar un lugar central dentro de la tradición literaria argentina, un lugar que, al menos como escritora, Ocampo nunca había alcanzado. Es notable, además, que dentro de esa nueva colocación se haya admitido la existencia de una pública, voluntaria y reconocible modulación feminista, puesto que, en la consideración crítica previa de Ocampo, el feminismo se consideraba algo tangencial.25
Se puede establecer, de hecho, una vinculación entre el feminismo de Ocampo y otro rasgo de tangencialidad que, esta vez, no depende de los críticos sino de su propia visión respecto de su relación con la escritura en castellano: ella hubiese podido, más legítimamente que nadie, pertenecer a Europa —la de otras lenguas, la Europa del francés y del inglés—. Esta percepción de sí misma ha sido muchas veces descripta como base de su identidad literaria, en la medida en que ella pudo vivir la relativa fantasía constante de una lengua alternativa, el francés, en la que convertirse en escritora. Este dato biográfico no supone, sin embargo, que la opción fuese histórica y literariamente posible. No importa demasiado; lo interesante es que sea constituyente de su discurso autobiográfico, tanto en lo narrativo como en la presencia de otros idiomas en sus textos, a veces como citas o giros y, en ocasiones, como piezas enteramente escritas —y conservadas— en otras lenguas. Ocampo trasladó ese imaginario —fundamental a lo largo del siglo xix— al corazón de la cultura literaria argentina del siglo xx.
Cuando se atiende a la particular organización de su obra, se advierte que tanto los vínculos entre nación e infancia como los lazos entre lenguas, escritura y traducción, como, por último, la relación entre feminismo y conciencia americana, forman un género bastante peculiar, algo que se podría denominar bucle autobiográfico. Esta figura hace visible y fortalece la fórmula que desde el principio ensayó Ocampo, que empezó con la miscelánea de los Testimonios y siguió con la Autobiografía, pero esta también permeada de cortes, reflexiones, cartas: así, las dirigidas a Delfina Bunge en el segundo volumen. Así, los apéndices: cartas de próceres y de antecesores, cartas de despedida, de ruptura, de condolencia… Antes, y del mismo modo, durante el tiempo de preparación de la Autobiografía, los Testimonios habían ido acogiendo reflexiones, anuncios y hasta debates con otros practicantes del género que hacían de contrapunto o se solapaban con el proyecto de Ocampo.
Un ejemplo revelador de esta innovadora combinatoria —gobernada por la férrea presencia de una primera persona que nunca cede su lugar ni duda en pronunciarse— es precisamente un texto de 1965, sobre Mundo, mi casa de Oliver.26 Además de ser un ejercicio de comparación y exhibición de gestos, costumbres y usos sociales que desnuda la intimidad de un mundo excepcional —compartido por las dos— y exhibido sin ambages, provee a Ocampo de la oportunidad de hacer explícita una suerte de breve poética del género: «Sobre esto de recordar la infancia tengo experiencia, pues hace más de treinta años que tomo notas o trato de escribir mis Memorias. No he encontrado aún una solución satisfactoria para tamaña empresa. Es tan fácil y tan difícil. En su aparente facilidad está la trampa en que podemos caer».27
Programa de su propia escritura, crítica de Mundo, mi casa, pero, también dentro del propio artículo, reescritura de Oliver: ya que han compartido el pasado —sus espacios, privilegios y condicionantes—, Ocampo parafrasea las descripciones y reconstrucciones de Mundo, mi casa para yuxtaponerle lo que le sucedía a ella. Se trata de un juego de autorreferencias constantes, que no quiere dejar nunca el espacio del yo ni olvidar su centralidad —ni siquiera en el registro vicario de un comentario o una reseña—. Y, en este caso, no sólo la infancia se compara, sino que también es motivo desnudo de ejercicio analógico la tarea literaria misma. Es fácil advertir que Ocampo elogia y desautoriza a la vez la empresa de Oliver; el deslizamiento hacia la primera persona del plural («podemos») incluye a Oliver, al parecer, entre quienes han caído en la trampa de una solución poco satisfactoria para la escritura de memorias.28
Del mismo modo, en 1971, a propósito de las memorias de Graham Greene, esboza otra breve poética —otro giro del bucle—: «Las autobiografías son lecturas que apasionan. Claro que la vida más rica y más llena de acontecimientos diversos no pasa de lo vivido a lo escrito sin un talentoso traductor. Y las traducciones de esta índole no son fáciles»29. Aquí ella misma evoca esa permanente dificultad como traductora entre la vida «llena de acontecimientos diversos» y «lo escrito», fascinante comparación con el proceso de escritura que practicó, ya que escribió siempre en francés y mientras pudo se tradujo a sí misma.
Los movimientos que tales poéticas exigen son dos. Por un lado, huir de la aparente facilidad de enlazar los recuerdos como hizo su colega Oliver; por otro, conseguir ser la traductora «talentosa» de sí misma, tanto en lo lingüístico como en la transposición persuasiva de lo vivido a lo escrito. La solución que Ocampo practicó desde el principio —desde el primer volumen de Testimonios hasta el último de la Autobiografía—no consistió en una escritura autobiográfica específica, sino en una combinatoria de escrituras diversas. Como memorialista su función es doble: desconfiar del relato lineal (el de Oliver) y traducir —a eso alude el comentario sobre Greene—. Pero, a su vez, la traducción se duplica: del francés al castellano y de lo vivido a lo escrito. Esto supone no sólo la exigencia de un tono propio en una lengua segunda sino, además, una innovación genérica. Para satisfacer esta exigencia la autora se vuelve, sobre todo, editora: combina las huellas escritas de esa vida —impresiones, carnets, cartas, entrevistas— y de la combinatoria —traducción y edición— surge el género. Inaprensible como se muestra su índole, Ocampo imprime al corpus que reúne una huella muy particular que puede rastrearse hasta el final, la huella de una continua necesidad de hacer explícito el entramado personal de sus acciones públicas, ya presentes en los textos reunidos; en Ocampo lo público suele preceder lo privado. Eso hace que el procedimiento que todo lo une sea la digresión. Una paradoja, si se quiere, que acaba siendo la mejor expresión de las posibilidades que los géneros de la memoria adquieren dentro de eso que he llamado, en Ocampo, bucle autobiográfico: esta figura le permite enlazar todas las maneras de presentación de motivos y de desarrollo subjetivo de su posición sin obligarse a un desarrollo unitario, salvo, como señala Sylvia Molloy, en el tercer volumen de su autobiografía.30
Evadiéndose así de las exigencias de los géneros clásicos de la memoria Ocampo logró, quizá, dar cauce a su propia ubicuidad —genérica e identitaria— con respecto a las posturas clásicas de las funciones de escritora y de intelectual. Durante mucho tiempo, aun durante
los años en que más controvertida fue su figura pública dentro de la vida literaria argentina, ese cauce reveló grandes posibilidades de realización. Aunque en la última etapa de su vida —sobre todo desde 1975 en adelante— tal ubicuidad fue transformándose en un corsé de silencio, cuando se recorren sus pronunciamientos de los años 1976 y 1977 llama la atención el empobrecimiento de una expresión anacrónica; un empobrecimiento paralelo, sin duda, a la mediocridad de las compañías que la rodearon en esas apariciones institucionales, durante los años más terribles de la dictadura —nunca aludida— de 1976-1983.
Desde el punto de vista del cambio en la función de los géneros aquí tratados, Ocampo ofrece dos grandes vertientes. Una, que se da en todo Occidente contemporáneamente, es inclusiva e innovadora: se hace literatura construyéndose un yo mediante textos que se evadan, en principio, de los desafíos tradicionales de las artes de la imaginación, artes que suponen el dominio pleno de los recursos de la ficción. La otra vertiente, en cambio, no ofrece continuación: su peculiar sutura entre lo público y lo privado sólo fue posible a partir de su origen social extraordinario. Los lenguajes y usos literarios que Ocampo practicó no tienen cabida después, ya que suponen una modulación verbal restrictiva y excesivamente pudorosa, que los nuevos escritores —los de esa clase media que Oscar Masotta muestra como destino inapelable en «Roberto Arlt, yo mismo»— desplazaron del todo en la literatura argentina.
Alejandra Pizarnik
Los diarios de Pizarnik, escritos entre 1954 y 1972, constituyen un hecho editorial único dentro de la tradición nacional. Junto con ellos, Pizarnik dejó una abundante colección de cuadernos de notas o notas de lecturas o casas de citas («Palais du Vocabulaire»), donde también existen, de vez en cuando, anotaciones personales como las de los diarios, incluidas entre los apuntes de poemas, títulos y, a veces, hasta borradores de cartas. Su carácter único, dentro de estos géneros, reside en que no existe otro caso conocido en que se vaya a disponer, casi con certeza, de una publicación completa —sin filtro de autor, pariente o censor— de un material tan abundante, tan ligado desde el principio hasta el final —desde 1954 hasta 1972— a un destino de escritora. Por otro lado, se trata de un diario de frecuentación permanente y sistemática, en el que hay tres o cuatro líneas visibles: origen y familia, lengua y educación, identidades, prácticas sexuales y posición subjetiva. En estos diarios no abundan esas zonas de silencio administradas por todos los memorialistas, diaristas y autobiógrafos conocidos en la tradición nacional.
Origen y familia están en íntima vinculación con la lengua; no una lengua materna, sino una lengua nacional, adquirida en la escuela. Por ello, los diarios permiten asistir al despliegue de un yo cuya relación con el idioma es tan complicada y en principio aleatoria como la de Ocampo; al mismo tiempo, es casi su revés. Con un horizonte familiar de yiddish, y una infancia en la que asistía Pizarnik a la escuela hebraica y a la pública argentina, la chica de diecisiete o dieciocho años que emprende la práctica del diario para ser poeta debe valerse de un solo instrumento, una lengua escolar torpe, tal como la recibe en tanto que educanda argentina: por eso lengua escolar se confunde con lengua culta hasta el final de su adolescencia.
Los diarios atestiguan la dificultad para plegar sus necesidades expresivas a ese modelo tan rígido y, sobre todo, prueban la lentitud del proceso por el cual se fue apropiando de un castellano aceptable y rico, más allá de las lecturas escolares. Este proceso se ve claramente durante los primeros años del diario, en que se suceden distintos estratos de escritura de muy diversos tonos y calidades. Por ejemplo, entre 1954 y 1955 Pizarnik anota fragmentos de La prisionera de Proust, Vicente Huidobro, un poema propio («porque yo no pedí nacer en forma de signo de interrogación / porque yo, mujer crisálida / no tuve la fuerza de nacer cadáver / porque yo en fin llevo un alma rociada por diecinueve primaveras angustiosas»), una especie de greguería («una cerda es una señora burguesa, muy gorda, que fue raptada por los indios que reducen el cráneo de los blancos pero que con ella se salieron de la norma acostumbrada y le redujeron todo el cuerpo; luego de rasurarla, la encerraron… pero se olvidaron un rizo en el trasero»), y menciones de Safo y la Biblia.31
Dentro de este mismo proceso, en 1955 aparecen César Vallejo, Katherine Mansfield, Dostoievski («me aburre»), Nietzsche («me deja insensible»), Apollinaire, o exclamaciones casi escolares («¡Soy argentina! Argentum, i: plata. Mis ojos se aburren ante la evidencia, Pampa y caballito criollo. Literatura soporífera. Uno se acerca a un libro argentino. ¿Qué ocurre? Viles imitaciones francesas. De pronto aparece un escrito rrrrealista. Magnífico. Encuentro entonces palabras como “puta” escrita cincuenta veces o diez variaciones más made in Dock Sud»). Proust, Julien Green, Sartre, Rimbaud. «Me siento como Roquentin, como Connolly […]. Dicen que mi sangre es europea».32
Más adelante, tras burlarse de los libros del departamento de su prima («Moulin Rouge, Cervantes, El diablo de Papini, Jardiel Poncela, Neruda y otros best-sellers de EE. UU.»), se dirige a sí misma unas líneas que hacen evidente, todavía, la torpeza de la expresión y lo aluvional de los conocimientos que incorpora: «¿Y vivir: qué sabes tú de vivir? Novalis: Buscamos siempre el absoluto y no encontramos sino cosas, fragmento de Carta sobre el humanismo de Heidegger».33
Y por la misma época: «Alfonsina Storni. […] El Dr. Castagnino (sudor frío). Françoise Sagan (libro para la sala de espera del dentista). Antonio Machado. Ser y tiempo de Heidegger (es dificilísimo). García Morente. […] En un kiosko. Dado mi acento, el kioskero piensa que soy extranjera».34
Mezclado con estos elocuentes repertorios empiezan a surgir experimentos con registros de lengua más amplios, donde se cruza lo ingenuo con ciertos atisbos de equilibrio expresivo en la plasmación de su vida sexual, que, todo a lo largo del diario, Pizarnik intentará: «Mi sexo gime. Lo mando al diablo. Insiste. Insiste. ¡Qué molesto es! ¡Cómo lo odio! Sexo. Todo cae ante él. Fumo para ver si se calma».35
Del mismo modo en que se anudan las lecturas con una práctica de observación constante, los diarios van recogiendo sus observaciones respecto del horizonte ruidoso y a la vez inarticulado del yiddish y el español titubeante de los padres; y respecto de su tartamudeo y de su sordera fonética, que son los condicionantes de su limitada educación poética. A partir de los años sesenta, aunque siga registrando sus lecturas, Pizarnik comienza a dejar que diversos estratos de experiencia se mezclen en el diario. Por ejemplo, la torpeza lingüística como recurso y castigo («Cada día tartamudeo más. Pero no sé si es tartamudez. En el fondo, no quiero hablar. Mi sufrimiento en el ómnibus, cuando pido el boleto, mi temor de que mi voz no salga y todos los pasajeros contemplen, tentados de risa y asombrados, a ese ser monstruoso que se debate y pelea con el lenguaje.[…] He descubierto mi tendencia a conversar de temas obscenos, tratándolos con humor»).36
Otra clase de torpeza surge también, la del espacio familiar neurótico de clase media, un espacio que obliga a una intimidad obscena: «Sufrimiento cuando estoy a solas con mi padre. […] De todos modos, jamás lo sentí como padre. Y dudo que él mismo lo haya sentido nunca. Es tan infantil. Tan joven. Debe estar asustado del monstruo que engendró. Él, tan apuesto, tan simple».37
Y similar incomodidad frente al cuerpo, un cuerpo visto como instrumento insuficiente ante la exigencia radical del género. «Profunda tortura cuando camino por Santa Fe entre el 12oo y el 18oo, donde transitan […] las mujeres más bellas de Buenos Aires. Las miro o mejor dicho no las miro porque yo cuando camino no miro a nada ni a nadie, sino que las intuyo o las veo de alguna manera. Está dicho: una mujer tiene que ser hermosa. Y no hay excepciones válidas: aunque escriba como Tolstói, Joyce y Homero juntos».38
Hacia 1962, uno de los años de cuadernos más extensos y de prosa más encendida, Pizarnik parece estar buscando algún tipo de cláusula más larga:
Quiero escribir cuentos, quiero escribir novelas, quiero escribir en prosa. Pero no puedo narrar, no puedo detallar nada porque nunca he visto a nadie. Tal vez si me obligaran a ver, si me obligaran a expresar fielmente lo que veo. La poesía me dispersa, me desobliga de mí y del mundo. Pero contar en vez de cantar. Es como el lápiz mágico que soñaba desde niña: que supiera, solo, multiplicar y dividir. El fin de este diario es ilusorio: hallar una continuidad. Claro que la hay pero negativamente. En el plano del sufrimiento hay una progresión lenta y extremadamente fiel. En cuanto a la expresión de ese sufrimiento, últimamente es menos trágica.39
Como un periscopio que se vuelve hacia sí mismo, Pizarnik es radical —quizá de modo inadvertido, pero no por eso menos evidente— en la ausencia del mundo exterior. Ensimismamiento, autorreferencia, incomodidad ante cualquier tipo de exigencia pública, laboral o institucional, crudeza e ironía en la voz y en la mano (hay dibujos en los cuadernos) que buscan ambas un modo creíble de transmitirse a sí misma ciertos itinerarios sexuales y ciertas decisiones casi desde el principio asentadas: ser escritora, matarse. Allí se ven dibujos de revólveres con instrucciones para poder utilizarlos, recetarios de combinaciones de toda clase de somníferos, barbitúricos y tranquilizantes, pactos sugeridos para ser ayudada a morir, adopción sucesiva de distintas máscaras sexuales, amores femeninos y masculinos además de rivalidades literarias drásticas («¿Quién es Olga? Alguien que no acepta una evidencia: que yo, Alejandrita-¿no-parece-un-ángel?, soy (o era, no lo sé) mejor poeta que ella»)40. Es la época de las obras en prosa procaces y cómicas («Anoche escribí de un tirón La bucanera. ¿Qué relación no puedo captar?»).41
Junto con estos estratos, el horror al embarazo, caprichos, dudas y reproches a amigos y conocidos, e incluso, todo a lo largo de 1971 y 1972, amour fou y desposesión frente al otro o la otra, además de torturantes relaciones paranoicas con unos vecinos con los que estableció —al menos, en el diario— una especie de erotizado triángulo. Es la época —1971 e incluso 1972— en que la escritura del diario se acelera y se vuelve extremadamente ágil, superando esos desajustes previos, escolares o sentimentales, de sus giros personales, que ahora se adecúan a la experiencia vivida y la transforman en algo más relevante, en un modelo narrativo para la intimidad escrita:
Creo que preferiría no verla más. Anoche dormimos juntas, tomadas de la mano. En sueños (o no), me soltó la mano con la mayor brutalidad. Serían las 4. No pude dormir más. Me entró un frío asesino. A las 9 compré facturas, ordené el cuarto y preparé la mesa con la esperanza de desayunar con ella, la tan querida hija de puta. Pero mientras le servía el té le leí lo que había escrito y, luego, resultó que se había comido todas las medialunas.42
Es de suponer que esta aparente dimensión íntima y estrictamente privada del diario de Pizarnik —en el sentido de no haber sido tal vez pensada de manera consciente para su publicación— operará como en general lo hacen los diarios en cada tradición nacional: ensanchando las posibilidades expresivas del género mismo dentro de la retórica de la intimidad.
2004
1 Adolfo Prieto, La literatura autobiográfica argentina, Facultad de Filosofía y Letras, Instituto de Letras, Universidad Nacional de Litoral, Rosario, 1962. Sobre la presencia y función de los géneros en la tradición nacional, ver: Noé Jitrik, «Autobiografía, biografía y fuerte desplazamiento hacia la narración: Sarmiento en el origen de una literatura» y «Autobiografías, memorias, diarios», en El ejemplo de la familia. Ensayos y trabajos sobre literatura argentina, Eudeba, Buenos Aires, 1998; Carlos Altamirano-Beatriz Sarlo, «Una vida ejemplar: la estrategia de Recuerdos de provincia», en Literatura/Sociedad, Hachette, Buenos Aires, 1983; Nicolás Rosa, El arte del olvido, Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2oo4 [1991].
2 Tras las líneas fundamentales de Adolfo Prieto respecto de la generación del 8o, Josefina Ludmer ha señalado: «La posición autobiográfica podría historizarse en América Latina por las relaciones diversas, cada vez cambiantes, que mantiene con algún tipo de ley, religiosa o política: colonial, nacional, estatal». Ver: «188o: Los sujetos del estado liberal», en Juan Orbe (comp.), La situación autobiográfica, Corregidor, Buenos Aires, 1995, p. 69.
3 En el ensayo de Prieto no figura Victoria Ocampo, nacida antes de 19oo, porque su autobiografía empezó a publicarse en 1979.
4 Además de Manuel Gálvez, hay que recordar las memorias de Enrique Larreta o de Rodolfo Aráoz Alfaro. O las de Nicolás Repetto o Ramón J. Cárcano, de orden profesional o vocacional.
5 Hijo del médico y memorialista Gregorio Aráoz Alfaro, estudiado por Prieto en La literatura autobiográfica argentina, merecería, junto con otros libros similares, un examen atento, tanto de las diferencias ideológicas como de las continuidades estilísticas evidentes entre padre e hijo. Se trata de El recuerdo y las cárceles (memorias amables), prólogo de Pablo Neruda, de Rodolfo Aráoz Alfaro, De la Flor, Buenos Aires, 1967, que combina la evocación de una infancia opulenta con un viraje personal y político desde las luchas estudiantiles de 1918 y con la militancia socialista y comunista. Es un libro de prisiones, de gran agilidad y soltura en los retratos de compañeros de infortunio.
6 Esta autonomía vuelve azarosa o problemática la relación entre género y escritura. Por eso propuse la idea de una historización de la posición de escritura en «El diario íntimo, una posición femenina» (supra, pp. 47-6o), «Respecto de lo simbólico, los sujetos se sitúan para definirse, aunque esa definición sea funcional y precaria. […] Y en la marginalidad del diario íntimo, situación fantasmagórica de escritura que podemos caracterizar como femenina, analizar la posición de sujeto que allí se define» (p. 58).
7 Alejandra Pizarnik, Diarios, Lumen, Barcelona, 2oo3.
8 Ver: Oscar Masotta, «Roberto Arlt, yo mismo», en Conciencia y estructura, Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1968. Tres años más tarde apareció el volumen colectivo Memorias de infancia, selección a cargo de Pirí Lugones, Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1968, con textos de diverso origen (escritos estrictamente memorialísticos, cuentos, e incluso un fragmento de novela) de Beatriz Guido, Juan José Hernández, Leopoldo Marechal, Manuel Mujica Lainez, Victoria Ocampo, Augusto Roa Bastos, Rodolfo Walsh, José Donoso y Manuel Puig. Dejando de lado las diferencias entre los textos, tanto el título como la heterogeneidad de la selección muestran claramente que el criterio que los unificaba era la propuesta de una experiencia vivida, más que las especificidades genéricas.
9 Que esta tendencia a pensar el idioma como producto de una elección persista hasta los setenta del siglo xx revela cuán fructífero ha sido este imaginario, cuya función, probablemente, tenga más que ver con la voluntad de ejercer sobre el castellano una cierta hegemonía —no sólo con respecto a España sino también con respecto a otros centros americanos— que con una realidad literaria bilingüe. Desde luego, desde el punto de vista biográfico, la posibilidad existía, al menos en el caso de Victoria Ocampo. Pero sólo si hubiese existido, junto con la de lengua española, otra comunidad que, con conciencia de una lengua literaria alternativa, se hubiese planteado una disputa —cultural, editorial, educativa— y, por tanto, se hubiese dado un conflicto lingüístico con posibilidades de alterar el monolingüismo de la sociedad argentina. Habría que estudiar el devenir del yiddish dentro de la cultura nacional para sopesar si en ese caso esta posibilidad tuvo visos de romper institucionalmente ese monolingüismo literario.
10 Ver: «Decir y no decir: erotismo y represión» en el imprescindible estudio de Beatriz Sarlo, Una modernidad periférica: Buenos Aires 192o y 193o, Nueva Visión, Buenos Aires, 1988, pp. 69-93, donde Sarlo contrapone la colocación de Lange a la de Alfonsina Storni.
11 Norah Lange, Cuadernos de infancia, Losada, Buenos Aires, 1942, pp. 19, 23 y 26.
12 Ibid., p. 2o6.
13 Ibid., p. 3o.
14 Ibid., p. 32.
15 Sylvia Molloy señala la vinculación entre el laboratorio vanguardista y Cuadernos de infancia y además observa que esa vinculación le había permitido a Lange, a su vez, «forjar, dentro de la textura fragmentaria de su relato, la figura de su propia diferencia como mujer». Ver: «Juego de recortes: Cuadernos de infancia de Norah Lange», en Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica,FCE, México, 1996 [1991], pp. 179-18o. Ver también: Francine Masiello, «Mapas excéntricos: la geografía imaginaria de Norah Lange», en Entre civilización y barbarie. Mujeres, nación y cultura literaria en la Argentina moderna, Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 1992, pp. 196-2o5.
16 Tienta relacionar estos Cuadernos con otras memorias o autobiografías ficticias de dos autoras que, sin duda, conocieron la de Lange: Memorias de Leticia Valle (1946) de la española Rosa Chacel (1898-1994), que vivió en Buenos Aires entre 1939 y finales de los años sesenta, y el relato Autobiografía de Irene, de Silvina Ocampo, que no sólo desmiente, en su circularidad, la progresión que se supone autobiográfica, sino que comparte con ella cierto gusto por la evocación de una infancia amenazada por la enfermedad y la muerte.
17 Cuadernos de infancia, op. cit., p. 9. Lange participó activamente de Prisma y Martín Fierro, aunque lo hiciera de acuerdo con las pautas del decoro que convenía a su sexo. Vivió en General Alvear (Mendoza), donde su padre, de origen noruego, era administrador de una colonia escandinava. La calle de la tarde, 1925, es su primer libro de poesía, al que siguieron Los días y las noches (1926) y El rumbo de la rosa (193o). Tras Cuadernos de infancia hay que destacar, dentro de su obra narrativa, el logro indiscutible de Personas en la sala (195o).
18 En Estimados congéneres (edición aumentada pero no corregida), Losada, Buenos Aires, 1968, p. 8o (incluido en Norah Lange, Obras completas, tomo 2, Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2oo6). Tres de los discursos en este volumen están dedicados a Cuadernos de infancia: el primero por su aparición, el segundo dedicado a los Lange y el tercero en 1939.
19 Ver: Masiello, op. cit., p. 197: «Aquí aparece el eje de la escritura de Lange: separar la palabra del referente y el lenguaje de su contexto nacional y expresar una clara preferencia por la autonomía de las palabras en la página».
20 María Rosa Oliver, Mundo, mi casa, Falbo Librero Editor, Buenos Aires, 1965, p. 7.
21Ver: María Teresa Gramuglio, «Posiciones de Sur en el espacio literario. Una política de la cultura», en El oficio se afirma, volumen 9 de la Historia crítica de la literatura argentina (Noé Jitrik, editor; Sylvia Saítta, coordinadora del volumen, Emecé, Buenos Aires, 2oo4). Allí Gramuglio señala la afinidad entre Victoria Ocampo y Oliver, sobre todo en la triangularidad del vínculo inicial con Waldo Frank.
22 Cabe recordar la conclusión del retrato de Fani por Ocampo en la Quinta Serie de Testimonios: «De los dares y tomares que hubo entre ella y yo, los dares fueron suyos y míos los tomares», en Testimonios. Series primera a quinta, selección, prólogo y notas de Eduardo Paz Leston, Buenos Aires, 1999, p. 311.
23 Oliver, op.cit., p. 58.
24 Tomo esta distinción del estudio de James D. Fernández, Apology to Apostrophe. Autobiography and the Rhetoric of Self-Representation in Spain, especialmente las páginas 7 a 1o.
25 Precedida por la biografía Against the Wind and the Tide de Doris Meyer (1979) y sobre todo por la fundamental Genio y figura de Victoria Ocampo de Blas Matamoro (1986), Sylvia Molloy inauguró las nuevas lecturas de Ocampo en «El teatro de la lectura: cuerpo y libro en Victoria Ocampo», Acto de presencia, op. cit., pp. 78-1o6. Los tópicos centrales del mundo de Ocampo son leídos dentro de la retórica de su autobiografía y unidos en la pregunta por su escritura, que se diferencia, sostiene Molloy, apropiándose de «voces canónicas masculinas y, por el mero hecho de enunciarlas desde un yo femenino, logra […] diferenciar su texto», p. 1o5. Sobre la función de Ocampo en los distintos espacios de la educación y las lenguas en la Argentina, ver: Beatriz Sarlo, La máquina cultural. Maestras, traductores y vanguardistas, Ariel, Buenos Aires, 1998. Sobre la complejidad de su papel dentro de las élites argentinas, ver: María Teresa Gramuglio, op.cit., y «Victoria Ocampo y los conflictos en la cultura argentina», en Prismas. Revista de historia intelectual, Universidad Nacional de Quilmes, n.º 2, 1998. SobreSur, ver: «Sur», en Diccionario Enciclopédico de las Letras de América Latina (delal), tomo iii, Biblioteca Ayacucho, Monte Ávila, Caracas, 1998; «Hacia una antología de Sur: Materiales para el debate», en La cultura de un siglo. América Latina en sus revistas, Alianza, Buenos Aires - Madrid, 1999; «Las minorías y la defensa de la cultura. Proyecciones de un tópico de la crítica literaria inglesa en Sur», en Boletín/7, Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria de la Facultad de Humanidades y Artes, Universidad Nacional de Rosario, 1999; «Una década dinámica. Posiciones, transformaciones y debates en la literatura argentina», en Alejandro Cataruzza, Nueva Historia Argentina, tomo vii, Sudamericana, Buenos Aires, 2oo1; «La literatura en los años treinta y la aparición de Sur», en María Celia Vázquez y Sergio Pastormerlo (comps.), Literatura argentina. Perspectivas de fin de siglo, Eudeba, Buenos Aires, 2oo1; Cristina Iglesia, «Waldo y Victoria en el paraíso americano. Identidades y proyectos culturales en los primeros años de la revista Sur», en La violencia del azar, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2oo3; John King, Sur. Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura. 1931-197o, Fondo de Cultura Económica, México, 199o; Oscar Masotta, «Sur o el anti-peronismo colonialista», en AA. VV., Contorno, selección,Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1981; Blas Matamoro, Oligarquía y literatura, Ediciones del Sol, Buenos Aires, 1975; Jesús Méndez, «The origins of Sur, Argentina’s élite cultural review», en Revista Iberoamericana de Bibliografía, vol. xxi, n.º 1, 1981; María Rosa Oliver, La vida cotidiana, Buenos Aires, 1969; Jorge Panesi, «Cultura, crítica y pedagogía en la Argentina: Sur / Contorno», en Espacios 2, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; Eduardo Paz Leston, «El proyecto de la revista Sur» en Capítulo. Historia de la literatura argentina, vol. 4, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1981; Ricardo Piglia, «Sobre Sur», Crítica y ficción, Anagrama, Barcelona, 2oo1 [1979]; Adolfo Prieto, Literatura y subdesarrollo, Universidad Nacional de Rosario, 1968; Nicolás Rosa, «Sur o el espíritu de la letra», en Los fulgores del simulacro, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1987; en Dossier «La revista Sur», Punto de Vista, año 6, n.º 17, abril-julio de 1983: Beatriz Sarlo, «La perspectiva americana en los primeros años de Sur»; Jorge Warley, «Un acuerdo de orden ético».
26 Victoria Ocampo, «Recuerdos sobre recuerdos. Al margen de Mundo, mi casa» de Oliver, texto de 1965, incluido en Testimonios. Séptima serie, Sur, Buenos Aires, 1967.
27 Ibid., p. 47.
28 El texto empieza con una cita del inquietante Otto Weininger («El conocimiento del carácter de un ser se facilita teniendo en cuenta lo que el individuo jamás olvida y lo que es capaz de recordar»), lo cual contribuye al efecto de ambigüedad del juicio de Ocampo sobre Oliver, aumentado con frases como «Yo llamaría a estos recuerdos autobiografía novelada» o «Mundo, mi casa parece escrito al correr de la pluma». En cambio, es un elogio —fruto de esa intimidad del origen que nada puede romper— la siguiente: «Sin preocuparse de serlo, este es un libro bien argentino (hasta cuando nos lleva a otras partes del planeta)», op. cit., pp. 53-55. Para representaciones de infancia de Victoria Ocampo en su relación con su hermana Silvina, ver: Adriana Astutti, Andares clancos. Fábulas del menor en Osvaldo Lamborghini, J. C. Onetti, Rubén Darío, J. L. Borges, Silvina Ocampo y Manuel Puig, Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2oo1, pp. 152-186.
29 «Ordenar el caos. Graham Greene y su autobiografía», en Testimonios. Novena serie, Sur, Buenos Aires, 1975, p. 58.
30 Para Molloy es el más «personal y conmovedor de la autobiografía», precisamente porque es el menos digresivo; op. cit., p. 95.
31 Alejandra Pizarnik, Diarios, op. cit., pp. 13-2o.
32 Ibid., pp. 27-3o.
33 Ibid., pp. 23-32.
34 Ibid., pp. 53-68.
35 Ibid., p. 57.
36 Ibid., pp. 153-154.
37 Ibid., pp. 185-211.
38 Ibid., p. 164. Hannah Arendt expresa: «La necesidad inapelable de la belleza se debe a que garantiza a la mujer una defensa frente a lo exterior; una muralla indispensable para construir la esfera subjetiva», en Rahel Varnhagen. Vida de una mujer judía (1929-1956),trad. de Daniel Najmías, Lumen, Barcelona, 2ooo [1957].
39 Alejandra Pizarnik, Diarios, op. cit., p. 225.
40 Anotación de 197o.
41 Ibid., p. 496.