La poesía y el mar: de Alfonsina a Baricco
Por Matías Moscardi
Miércoles 06 de febrero de 2019
¿Por qué se empecinan en escribir sobre él? "El mar podría pensarse como una imagen obligada de la poesía universal: sería incluso más fácil señalar los poetas que no escribieron sobre el mar antes que enumerar la vastísima lista de aquellos que lo hicieron", escribe el autor de La rosca profunda.
Por Matías Moscardi.
al mar hay que decirlo
el mar es un hecho que el hombre no puede pasar por alto
hay que volverlo palabras
hay que hacer del mar un sonido que te salga de la boca
un dibujo de letras que te parta el corazón
ahora van a ver qué fácil
yo les voy a decir
el mar
Así empieza uno de los poemas de Argentino hasta la muerte (1955), de César Fernández Moreno; y sigue:
parece la pampa pero con alambrados de espuma
una palma de mano que sostiene las nubes
una almohada para la cabeza de dios
el ojo de buey por donde mira dios desde su camarote
el ojo de la tierra
una rueda con cámara de horizonte
la línea de flotación de todos los buques
la tumbadora que golpean los nadadores
el refugio subterráneo de las playas
una bailarina deshecha
el ruido líquido la parte más baja del cielo
o el verdadero cielo y estamos al revés las estrellas se cayeron arriba
o el verdadero continente y aquí nos ahogamos
El mar podría pensarse como una imagen obligada de la poesía universal: sería incluso más fácil señalar los poetas que no escribieron sobre el mar antes que enumerar la vastísima lista de aquellos que lo hicieron. Fabián Casas deja asentado este problema de inflación simbólica con tres versos: «Ahora mirás el mar, pero no decís nada./ Ya se han dicho muchas cosas/ sobre ese montón de agua». Claro que a la vez que clausura la serie, agrega un nuevo desborde: un tipo de designación desencantada, un realismo bajo cero. Los versos de Casas podrían leerse como freno de mano ante la aceleración simbólica que aparece en Fernández Moreno. Hasta acá, entonces, los dos arcos: un imperativo estético y su declive por cansancio. En el medio, hay mucha tela para surfear.
«El Mar no se aprende sin verlo» escribe Gabriela Mistral, encabalgando esta inquietud ominosa: «Pero ¿qué tiene, ay, qué tiene/ que da gusto y que da miedo?». En la misma línea, Marianne Moore escribe un poema sobre el mar llamado «Una tumba»; dice así:
el caparazón de una tortuga golpea
contra el pie de los acantilados
balanceándose por abajo;
y el océano, con las pulsaciones de los faros
y el ruido de las boyas
avanza como siempre
como si no fuera ese océano
donde las cosas que caen
están destinadas a hundirse
y si dan vueltas o se enredan
lo hacen sin voluntad
y sin consciencia.
Borges escribió un poema aburrido sobre el mar con una pregunta interesante: «¿Quién es el mar?». A Neruda el mar también lo deja regulando: «¿Dónde está el centro del mar?». Ni Octavio Paz zafa de las preguntas: «¿La ola no tiene forma?/ En un instante se esculpe/ y en otro se desmorona». ¡A Nicanor Parra el mar le hizo escribir un poema solemne! De grande, tuvo que destronar ese fervor de juventud con estos versos: «El mar es un hoyo gigantesco/ lleno de una sustancia viscosa/ llamada agua de mar». ¿Casas habrá leído este poema? Pero el desencanto de Parra no es metafísico sino económico: para devaluar el mar, nos recuerda que existe toda una industria a su alrededor. Algo parecido piensa Sergio Raimondi en su poema «Qué es el mar», que termina así:
irrupción de brotes de aftosa en rodeos británicos, hoki,
retorno a lo más hondo de toneladas de pota muerta
ante la aparición de langostino (valor cinco veces mayor),
infraestructura de almacenamiento y frío, caladero, eso.
En el poema de Raimondi, como en el de Parra, el signo estético vale por la restitución del signo económico de base; y aún más: por la síntesis máxima que puede generar el lenguaje ante la inmensidad, al punto tal que el mar queda reducido, acá, a un deíctico perfecto, a un señalamiento de tres letras: eso.
En contraste, Alfonsina Storni, como todo suicida, encuentra en el mar una fuerza vital contradictoria: «Oh mar, enorme mar, corazón fiero/ De ritmo desigual, corazón malo (…)/ Oh mar, dame tu cólera tremenda». Idea Vilariño tiene un poema con un título hermoso: «Tan arduamente el mar». Fogwill tiene sus «Versiones sobre el mar»:
«El mismo mar nos pierde; nos encuentra y nos pierde. Tema de las olas: se arman, desobedecen, las crea el viento –¿su amor?– y se derrumban para volver a armarse con restos de olas anteriores, idénticas. Historia de amor: la planicie del mar, el viento que la oprime, y todo se levanta para perderse. Y todo tiende a disolverse contra una línea de aguas eternas y sol dilapidado llamada mar. Mar: abundancia de sinsentido humano».
Pero solo del sinsentido puede emerger el sentido ¿no? Existe otro poema de Alejandro Urdampilleta, incluido en Vagones transportan humo (2000) –un libro que mi amigo Andres Gallina me leyó hace más de 15 años– llamado «Me voy al mar para ser el mar»:
Me voy al mar
a reconciliarme
con todos los que estén adentro
para que salgan afuera
y se vayan
tranquilos ellos
tranquilo yo
otra vez el cuenco de paz
Me voy al mar a reírme
para volverme rico
para hacer buenas
para ensañar como hacerlo
me voy a descifrar mensajes
porque me llaman
me voy a buscar piedras preciosas
a encender faroles
abajo de las olas
Como sea, lo cierto es que el mar puede generar las depresiones emo más grandes o la euforia punk más vitalista. En un poema al mar en forma de novela experimental, Alessandro Baricco escribe: «Eso es lo que me ha enseñado el vientre del mar. Que quien ha visto la verdad permanecerá para siempre inconsolable. Y verdaderamente a salvo solo se encuentra aquel que nunca ha estado en peligro». Es una buena síntesis de la cuestión. Los poemas sobre el mar, de hecho, deben ocupar un porcentaje importante de la plataforma marina. Imposible consignarlos sin dejar playas inexploradas. Por eso, hay que terminar con una ola alquímica, un poema donde el mar sea solo la materialización paisajística de una fuerza ingobernable e incomprensible, donde el mar sea más grande que el mar. Para Zurita, precisamente, el mar late en el pecho como el amor; o al revés, el amor es una marea incontenible: «Todo lo que amamos es el mar/ América es un mar con otro nombre/ todo lo que vive es un mar con otro nombre». El mar es la parte invisible de todo lo que vive, hecho visible. Quizás, por eso, en otro poema le asigna un poder que, para curarnos, primero promete cubrirlo todo por completo:
Y si el océano se cierra sobre nosotros y
nuestros cuerpos se desfondan en la noche del mar
que no obstante tu amor pase por arriba, como los
meteoritos, y al otro lado; donde las nuevas playas
del océano nacen, que algo aún se levante de
nosotros y que seas tú renaciendo (…)
Y que desde el fondo, igual que una larga
isla soñada, aparezca todo el dolor, toda la herida,
todo lo que sufrimos, como una nueva patria
bañada por las olas.