La partida y el regreso: por Camila Sosa Villada
FILBA Nacional 2018
Miércoles 25 de abril de 2018
"El refugio es una imagen. Una imagen en la memoria". En la actividad Un refugio propio, cinco autores fueron convocados para escribir sobre su refugio personal. Este es el texto de la escritora, actriz, dramaturga y directora teatral cordobesa Camila Sosa Villada.
Por Camila Sosa Villada.
Me pidieron que hable sobre el refugio y a mí me hubiera gustado traer a mi psicoanalista, su diván y la luz de su consultorio y hubiera sido perfecto. Pero no. Debo hablar sobre. No mostrar una imagen.
Estoy sentada frente a la puerta de embarque número 4, en el aeropuerto de córdoba, esperando subir a un avión que me llevará hasta panamá. Ahí, en ese lugar hecho exclusivamente para la clase media, me siento desprotegida del mismo modo que cuando iba a ese colegio privado en la secundaria y yo sentía toda mi pobreza expuesta delante de esos ojos que todo lo juzgan. Como si no llevara ropa encima, como un animal despellejado. El charol de mis botas está saltado en las puntas y mi celular es una cucaracha muerta en comparación con esos celulares que la clase media ostenta, sobre todo en los aeropuertos. Un celular de esos, podría pagarme dos y hasta tres meses de alquiler.
Me imagino a mi papá y a mi mamá acá, rodeados de estos guarros con sus valijas carísimas y sus vestimentas reprochables, los adornos que se ponen las viejas para llevar consigo su clase, el oro, la plata, los brillantes y los adolescentes malcriados que ya detentan cierta repulsión por casi todas las formas de vida que no se parecen a sus formas, sobre cualquier manera de existir que no sea la de ellos, es decir, estúpidamente, menos hondos que un plato playo. Mi papá que está enfermo del corazón y mi mamá que se cuelga sus collares de semillas como un homenaje a la hippie que no pudo ser y que le hubiera encantado haber sido. Qué harían en este aeropuerto rodeados de esta gente que saca pecho al caminar como una paloma corajuda, qué harían al ver a estos hombres comportándose como orangutanes y estas mujeres subidas a sus plataformas de cien mil millones de dólares, que comprueban sus mezquinos privilegios de clase, los notables zapatos con que pisan el mundo. Esta es la desprotección. Los aeropuertos son como estar desnuda delante de una turba lista para juzgar los defectos de tu carne, las faltas de tu composición. La desprotección es la clase media pisando fuerte en todos los rincones del planeta, invadiéndolo todo, acosando a los pobres, acosando a los más ricos, atosigando a los famosos, devorando la vida de los otros en sus cenas pantagruélicas. Los turistas, con ambiciones imperialistas, sin dejar un solo lugar virgen y en paz. Toda la tierra les pertenece. Todas las mejoras inventadas, encontradas, hechas para la humanidad, son en realidad mejoras para esta clase inmunda. Este aeropuerto y todos los aeropuertos del mundo, ellos se mueven como en su propia casa por aquí, es su mismo lenguaje. Estos lugares son diseñados para esta gentuza de pocas luces, esta miseria de gente sin nada de poesía entre las manos, resbalando en esos pisos más brillantes que las pupilas de una persona asombrada por la vida. Estoy a la intemperie, expuesta a esa arrogancia sin chispa.
Seguramente mi papá estaría enojado como yo en este momento, pero al contrario de lo que yo hago, que es tragarme el desprecio, este rencor de clase con que los miro ejercer la vioencia de su mal gusto, mi papá estaría despotricando en voz alta, gritando su descontento por este mundo hecho al revés, fallado, eternamente arruinado. Y mi mamá estaría colorada de vergüenza, apenadísima diciéndole, callate omar, no hagas una escena. Y mi papá como una bestia enjaulada extrañando los montes donde se le clavó el corazón.
La imagen de mis padres en este aeropuerto de mala muerte.
Esta escala de nada, este tiempo perdido, las madres corriendo detrás de sus crías, esas crías que desde pequeñas ya están afanadas en suscitar deseo en quienes los miran, esas crías adoctrinadas para gustar con sus sonrisas de anticristos frente a la mirada cómplice de sus madres, las pequeñas reagan que nunca conocerán el exorcismo del deseo.
Soy parte de esa imagen que contrasta, la otra imagen que forma parte del amparo. Soy la otra imagen. Esa mancha en el mantel, esa mosca en la sopa que somos mis padres y yo en este mundo, eso es lo más parecido a un refugio que podría encontrar en mucho tiempo. La costumbre de la pobreza.
El refugio es una imagen. Una imagen en la memoria.
Mi mamá esperándome con scons recién hechos, invitándome al centro del pueblo para ver si hay algún libro que me guste para regalármelo, total la tarjeta está casi en cero y se puede dar el gusto de hacerme un regalo.
Fuera de esa imagen, es el espanto, me dan ganas de correr y volver a mi casa, pero falta poco para embarcar y desde Guadalajara han gastado una fortuna para invitarme al festival de cine más importante de Latinoamérica y no quiero que se ofendan ni que piensen que soy una campesina pajuerana.
Es preciso hacerse de esas imágenes que son el refugio, como el caparazón de una tortuga, es preciso encadenar todas las ideas de refugio que una tiene para no volverse loca, tal es la amenaza de la clase media sobre mí a esa hora de la madrugada. Sola, con mi pobreza expuesta.
Es preciso caer en la escritura, como quien se deja caer en la cama después de un día largo de desencuentros. Entonces comienzo a prestar atención, con toda la piel que recubre mi animal, para arribar a la voz de la escritura, el último refugio.
El Regreso – 9 horas en el aeropuerto de Panamá.
A mi lado una pareja se recuesta. Hay cierta desesperación en cómo se visten, en su bronceado, en la manera que hablan. Digamos que están desesperados por no perder esa segunda, tercera, cuarta juventud que por tener dinero, transitan mejor que el resto. Me imagino que un villero de la misma edad no se ve igual, me imagino que un adolescente que trabaja cortando ladrillos tiene la mitad de los dientes que estos dos ridículos que se sientan a mi lado. El fulgor naranja de su piel que ha sido teñida por el sol del caribe me ofusca. Es como mirar un eclipse. Yo hasta hace unos minutos tenía en mis manos un ejemplar de Moderato Cantabile, de la Duras, pero apenas comienza la conversación de estos dos conchetos, yo necesito volver a escribir y abandono la lectura. Es otra vez el amparo de la escritura dispuesto para mí sola.
El asunto es que esta pareja discute por dinero y a mí me da ganas de vomitar. Hablan a los gritos de dinero. Él envía mensajes de audio a su hija. Le dice que no pudo comprarle las zapatillas en el free shop, que finalmente se decidió a comprarle un perfume. Del otro lado la hija parece responderle que tiene millones de perfumes, entonces él se excusa diciéndole que no había encontrado las zapatillas que le había pedido y mucho menos la camisa para su novio. La mujer, que lee un libro titulado El Poder del Discurso Materno, resopla mientras él envía esos mensajes. Lo desaprueba con su respiración. Él dice nombres como Ralph Lauren, Kenzo, Nike… dice todos esos nombres a viva voz para que escuchemos todos que está ejerciendo su clase, que está haciendo uso de su clase en ese, su palacio de mediocridad.
Ella está recostada sobre la alfombra del aeropuerto, al igual que yo, es decir, está tirada en el piso como una negra cualquiera que tiene el charol de sus botas saltado, que compra sus vestidos en tiendas de ropa usada. Ella ha puesto toda su ambición en esa apariencia, en esas prendas que luce, ropa un poco adolescente para mi gusto, un poco ridícula en ese cuerpo que sostiene un libro con un título tan prometedor. Él por supuesto, no lleva ningún libro. El libro que lleva por encima de su piel se llama bronceado de temporada baja en Tulum. Bronceado de turista, los turistas, siempre los turistas que arrasan con todo.
Cerca de nosotros un grupo de viejas de clase media brasilera festejan la muerte de Marielle Franco, así como lo digo, aplauden, se abrazan, se escucha el ruido de sus pulseras chocando entre sí en la euforia que les provoca la muerte de esa mujer negra que era mejor que todas ellas juntas. Un centímetro de la carne de Marielle valía más que todas esas viejas mugrientas que celebran su muerte.
Esto: compartir este espacio con esa gente, me deprime. Me dan ganas de no vivir más. El dolor de cabeza se vuelve insoportable y la pareja continúa la discusión. Ella le reclama todo el dinero que él le da a su hija. Le das con todos los gustos, le dice. Estoy cansada de pagarle los caprichos a tu hija. Él está entre la espada y la pared. El proveedor de la amante y el proveedor de la hija. Todo ese follón para sostener su masculinidad a los ojos del resto.
La desesperación con que este hombre habla sobre el dinero y el significado que ronda este tópico tan triste, tan vulgar, es muy parecida a la desesperación que he visto en los ojos de algunos de mis amigos homosexuales frente a una pija. Este tipo llora por dinero y por los reclamos de su amante como lloraron mis amigos frente a la partida de los cuerpos que los hicieron felices, esos bultos que deseaban del mismo modo que este hombre desea más y más y más y esta relación, la de él con el dinero, la de mis amigos con sus chongos, me hace reír y estar triste al mismo tiempo, porque sé, sin mérito alguno pero con un júbilo intenso, que después del dinero y después de las pijas no hay nada. Ya no queda nada.
Esperar que el dinero o una pija te deje algo que puedas capitalizar verdaderamente, creer que después de eso hay algo más, es la manera más efectiva de exponerte a todos los peligros del monte, Camila. El mundo se termina justo antes de eso.
Las horas, el tiempo, los caparazones perdidos, las conchas, los rebozos, todo se termina antes de eso. Durante muchos años creí que el dinero y las pijas podrían ser refugio algún día. Refugio de los inviernos, refugio de la soledad y refugio de la clase media argentina que es como un depredador que tuvo un mal día.
Ahora entiendo que el refugio es la memoria. Y todo lo que de ella brota para no dejarnos morir de miedo ni de vulgaridad.