La lirosofía y el porvernir
Por Jean Epstein
Jueves 06 de agosto de 2020
Jean Epstein, cineasta y pensador, escribe en 1922 un manifiesto en nombre de una existencia mental, virtual y utópica. Afirma que así como la religión agotó su creencia dando paso a la ciencia, la ciencia también declinará la suya en nombre de una creencia superior a medida que la vida del hombre se vaya transformando. Nacerá así la lirosofía, fusión entre sentimiento y razón. Gentileza de Editorial Cactus, un extracto.
Por Jean Epstein. Traducción Pablo Ires.
Cuando la razón humana edifica un sistema de comprensión del universo, científico o filosófico, busca excluir todo sentimiento de ese orden que instaura. Esta exclusión proviene del hecho de que la razón no puede construir nada racional con el concurso del sentimiento, pues las verdades de razón y de sentimiento no son comparables. Así, ciertas observaciones y algunas deducciones pueden enseñarme que mi mejor amigo es un mentiroso. El sentimiento que tengo por ese amigo y, más exactamente, el sentimiento que tengo de ese amigo no me permitirá admitir que ese amigo pueda mentirme. Así llevaré en mí dos verdades contrarias: que él miente y que no puede mentir; unas veces me dejaré llevar por la primera y otras por la segunda.
Nuestra capacidad afectiva, más naturalmente aún que nuestra razón, edifica un sistema del universo. A este sistema ya no se lo puede llamar exactamente sistema de comprensión, sino de conocimiento. Está fuera de la razón, como la razón está fuera de él. De modo que poseemos un doble conocimiento respecto a cada cosa, como en el ejemplo de hace un momento: uno afectivo, el otro racional. Si por un lado sé que la luz es un fenómeno electromagnético y sé cómo se la debe tomar para hacer una buena fotografía, sé por otra parte que me siento de manera diferente si la habitación en la que trabajo es clara u oscura, si el día sea soleado o brumoso. Sé que el crepúsculo me pone nervioso y que el niño teme a la oscuridad.
Generalmente estos dos modos de conocimiento son muy distintos. Si a un neurótico que se inquieta con la oscuridad, usted le expone que la luz es solo un fenómeno electromagnético, no crea que con ello va a modificar su sentimiento. Incluso, sucederá muy probablemente que el ansioso, tomando conocimiento del término “electromagnético” de forma afectiva, encuentre en esas sílabas un nuevo refuerzo de su angustia.
Los salvajes, que solo tienen un conocimiento afectivo de los eclipses solares, se llenan de lágrimas y aúllan de desesperación. El astrónomo solo conoce el eclipse por cifras, minutos, grados y ángulos. El salvaje únicamente siente; el astrónomo únicamente sabe. Pero a nosotros, que sabemos de manera más o menos exacta y que también sentimos, saber científicamente lo que es el eclipse no nos defiende contra el pesado sentimiento de opresión cuando vemos la luz que parcialmente se extingue. El argumento racional es ineficaz contra el argumento afectivo. Por más que uno se convenza científicamente de que esa angustia no es fundada, la angustia subsiste y, situada fuera de la razón, sus pruebas no la tocan. Y si el astrónomo no experimenta ninguna angustia –que no es seguro– lo debe no a los argumentos de su razón –que son inoperantes contra el sentimiento– sino a otros sentimientos del tipo de los que hablé en el ejemplo del geólogo, y en especial al hecho de que desvía su atención de su vida afectiva al punto de no percibirla. Pero si ese astrónomo la registrara, probablemente encontraría en él una angustia parecida a la nuestra.
La lirosofía
Ambos campos, racional y afectivo, son independientes entre sí solo si hablamos de forma genérica. Ya vimos que el sistema cabalista los confunde y entrega así una extraña figura del mundo. Hemos reconocido en el espíritu actual más de un carácter de dicho sistema. La cábala podría no ser una metafísica excepcional y única, sino simplemente el caso particular de un método de conocimiento a punto de reproducirse.
En ese método, el conocimiento ya no es o bien de razón o bien de sentimiento. El conocimiento es allí simultáneamente sentimental y racional. Diremos que ese método es lirosófico y llamaremos lirosofía a la figura del universo que edifica. La cábala es solo un caso particular de lirosofía. Pero si la cábala, la más extraña aventura del espíritu humano, pasa sin dejar huellas muy marcadas es porque en su época las ciencias solo tenían un valor de biblioteca y gabinete. Si un caminante se deja llevar por el arrebato y queda a merced de una intuición excesiva, en el mejor o en el peor de los casos, le sucederá descubrir un manantial o hundirse personalmente en un pantano.
Hoy en día, las sirenas de esa misma aventura cantan su amenaza de reproducirse en una época científica, una época en la que la entera vida industrial, social y, en última instancia, intelectual fue establecida y por lo tanto regulada por la razón. A partir de ahora, no se podría decir que si la aventura se realizara, todo sería un desastre. Tampoco podemos asegurar, como dicen algunos todavía poco numerosos y que ignoran justamente lo que esperan de esto, que sería una metamorfosis gloriosa de la civilización. Metamorfosis sí, y brusca, e inesperada como la distensión de un resorte por largo tiempo tensado. Pero, desastre o victoria, decadencia o progreso, no solo no podemos estimarlo ahora sino que probablemente jamás podrá estimarse con exactitud. Tampoco hay sitio para pronunciarse sobre si la metamorfosis puede ser retrasada o siquiera desviada; si prosigue, habrá sido inevitable. E inevitable quiere decir necesaria. Creo que no se hará sin estallido. Pues si el caminante de recién, inventor de un manantial o empantanado, solo actúa para bien o para mal sobre sí mismo, la importancia del hecho cambia si se trata de un mecánico atacado por un arrebato de lirismo, que se deja llevar por fulminantes intuiciones, hinchado de sentimientos que buscan dónde hallar satisfacción, en resumen, un mecánico conmovido por una emoción que busca su causa y que está listo para descubrirla donde no está.
El lirósofo es un sabio incurablemente conmovido, y conmovido –como el mecánico– por una emoción que busca su causa, es decir conmovido por el primer objeto que viene a su espíritu. Está sometido al lirismo que, desde el punto de vista racional es una minusvalía. Así como un cirujano cuyas manos tiemblan no es un cirujano seguro, el especulador cuyo espíritu tiembla no es un sabio seguro. No importa que ese temblor sea, a fin de cuentas, poesía y amor; la ciencia conoce el temblor, solo que es científicamente prohibitivo. Ese lirismo es un coeficiente personal, e incluso el coeficiente personal más personalmente variable y por lo tanto, enemigo de la ciencia a tal punto que dondequiera que haya ciencia, la orden es cuidarse de ese coeficiente personal que es el coeficiente sentimental. El aviador, el ingeniero de minas, e incluso un simple conductor de tranvía, antes de ser confirmados en su empleo, se somete a un examen médico. Según dicen, se trata de advertir si esos hombres son físicamente capaces de cumplir el servicio que se les exige. Físicamente se entiende aquí de manera más amplia que lo habitual, incluso de lo que creen los examinadores. Este examen busca rastrear ante todo una facilidad demasiado grande para la emoción, es decir un coeficiente personal demasiado fuerte. Como ese tranvía corriente y tan bien domesticado es una obra de ciencia y de razón, y puesto que, aunque sea a regañadientes es necesaria la intervención de un hombre para hacerlo andar, esa intervención debe ser, al menos en la medida de lo posible, a-sentimentalizada.
Notemos que el coeficiente personal es un elemento orgánico ya que es al médico que se le pide evaluarlo, y como tal, apenas puede ser adquirido o excluido de manera voluntaria. Aquellos que, felizmente o no, gozan de un coeficiente fuerte son prácticamente incapaces de curarse. De modo que si algún día llegara una generación cuyo coeficiente sentimental fuese incompatible con lo que exige de impasibilidad el orden científico, la razón no podría hacer nada con ello: estaría arrinconada entre la opción de admitir la emoción o dejar de ser. Pero admitir la emoción es para la razón una manera de dejar de ser. Sería entonces el final irrevocable. ¿Vamos hacia allí? Me lo pregunto.