La infancia en el cuadro (de Honor)
Gentileza Filbita
Por Istvansch
Viernes 25 de agosto de 2017
El ilustrador, diseñador y escritor leyó este texto en la mesa redonda “El pueblo de la infancia” del Filbita Villegas: sobre el despertar lector y las aventuras en el terruño.
Por Istvansch.
–Vos tenías el juguete más impresionante de todos: el trencito eléctrico. –Me dijo los otros días el Jose Pivetta (así dicho, sí, “el Jose” sin tilde y con artículo, porque en los pueblos les decimos así a los Josés).
En realidad el que decía que era mío era mi papá, pero era de él, y se armaba cuando él quería jugar. Eso sí, era momento de fiesta y era lindo en serio el trencito: las vías salían de la habitación y llegaban al living, y si venía algún amigo (como el Jose, o Gabriel), entraba en el juego, conmigo y con mi papá, que perdía tiempo en engrasar el motorcito de la locomotora y había que quedarse mirando cómo hacía esa pavada cuando uno lo que quería era ju-gar-yaaaa.
Míos-míos en serio eran la estación de servicio y los autitos (no los Matchbox, esos también eran de mi papá y se sacaban cuando quería jugar él, ufa), pero los míos eran más que suficientes para llenar la estación, que tenía tres pisos (sí, ¡tres!) con rampas de subir y bajar, de doble mano, y cuando venían los chicos sacábamos todo a la vereda a la hora de la siesta (bah, o a cualquier hora, porque a ninguna hora especial pasaban más de uno o dos autos en aquel San Jorge de principios de los setenta).
También era juego de vereda, pero caminando, el que hacíamos con Silvina Camoletto en primer grado. Se trataba de arrancar desde la casa de ella o de la mía, anotando toooodas las direcciones de las casas en un cuadernito. Sí, así tal cual lo escuchan: Sarmiento 883 era mi casa, Sarmiento 899 (doblar la esquina y seguir), San Juan 1712, San Juan 1734… la epifanía llegaba cuando una casa tenía nombre: Rivadavia 673 “Mi tesoro” ¡faaaa, placer total! La pasábamos bomba, che…
Lo otro que poblaba mi infancia eran los libros, claro. De muy chiquito tenía unos pequeñísimos de Sigmar (émulos de los Bolsillitos del Centro Editor, pero yo tenía los de Sigmar), y me habían suscripto a la revista Recreo, que eran cuentos con maquetas gigantes para armar: el zoológico, la isla pirata, el tren, el circo, que después de armadas iban a parar a arriba del ropero y “mirá el polvo que juntan” ¿Para qué había que mirar el polvo? Nunca entendí: yo lo que miraba era la maqueta, tan linda.
Unas cuadras más allá vivía mi tía Nenucha (que en realidad era “hermana de la vida” de mi abuela, pero era tía de pleno derecho), a ella iba para que me prestara la colección de clásicos infantiles con disco simple en la solapa de contratapa: “Este es un pequeño gran disco de Wolt Disni, y io soy la narradora de cuentos de Disneylandia. Hoy voy a comenzar a leerles el cuento de ‘La beia durmiente’. Ustedes podrán dar vuelta la página cuando escuchen la campanita. El hada de Peter Pan, sonar sus campanitas así… tilililínnnnn”. Los escuchaba una y otra vez, en un modernísimo Winco portátil rojo que me habían regalado y que era portátil porque lo agarrabas de la manija, lo llevabas a cualquier lado, y con eso te transformabas en recontra moderno con pantalones pata de elefante como se veía en la publicidad de la Anteojito (que justo era blanco y negro la publicidad, pero decía que el Winco era rojo, ¿que sino cómo te enterabas?, ¿éh?)
Esos recuerdos son de la casa de Sarmiento 883, como ya habrán anotado ¿no?, después nos mudamos a la casa de Lisandro de la Torre, que era una avenida que se llamaba “Boulevard Lisandro de la Torre”, que como yo iba a la Alianza Francesa me encantaba estar en un “Boulevard”, y no me importaba que no tuviera arbolitos ni nada en el medio (en realidad fue bastante después que se me ocurrió plantearme porqué a una avenida la habrían ascendido a boulevard si era clarísimo que no era boulevard, la avenida). En la misma cuadra vivían mis abuelos, mis tíos y un tropel de vecinos con quienes en el calor de las horas de la siesta de los fines de febrero jugábamos al Carnaval. Con base en lo de mi tía Olga, los de la vereda de acá (grandes y chicos) nos las agarrábamos contra los de la vereda de allá (también grandes y chicos, obvio), y les juro que me acuerdo como si fuera ahora de mi tío Edmundo saltando al techo de los Ineichen para empaparlo a baldazos al Didi, el papá de la Silvina, mientras la Vivi, la Susana y la Carola Badariotti (que tenía la Academia de Danza en el living, y organizaba la comparsa de la que fui portaestandarte a los seis añitos, les juro) se filtraban en el jardincito de mi tía para dejarla hecha sopa. Pobre ella, que con la artrosis no podía levantar más que un baldecito de playa.
Badariotti padre miraba desde adentro y a él se lo respetaba, para que no se le oxide la pierna supongo… Era el zapatero del barrio y era cojo, creer o reventar: zapatero a su solo zapato, diríamos. Con mi hermana íbamos a visitarlo porque era de lo más simpático que puedan imaginarse y porque con increíble naturalidad te mostraba ese ingenio fascinante que era la pierna ortopédica (por eso digo que en Carnaval nada de mojarlo ¿mentendés?, que seríamos salvajes pero humanos, al fin y a la cabo).
Como en esa casa del “boulevard” no se había terminado de construir noséqué que mis padres querían construir adelante, había quedado como una escalerita de ladrillos que subía hasta el tapial. La escalaba y me sentaba a mirar a los hermanos Motto, mientras trabajaban en la fábrica de caños de escape que estaba justo enfrente (chupate esa mandarina ¡programón!), y mientras tanto leía la colección “Billiken”: 20000 leguas de viaje submarino, Papaíto piernas largas, Azabache, La cabaña del Tío Tom, todos. También los Nueva Dimensión (pura Ciencia Ficción), y mis best-sellers por excelencia: Asterix, Lucky Luke y Mafalda.
En séptimo grado descubrí Las mil y una noches, que la Ale Costero tenía en edición completa y terminó regalándome antes de que me le aparezca en alfombra voladora con tal de que me la permita releer por enésima vez. Para Poe y el terror esperaba a la noche: nos encerrábamos con Guille y David cuando mis padres se iban a las reuniones del comité. Afuera estaba oscurísimo, entonces dejábamos apenas una lucecita encendida y yo empezaba la lectura de Berenice, El barril del amontilado, Las ruinas de la casa Usher, o cualquier otro. David y sobre todo Guille desorbitaban los ojos alucinados, el silencio se hacía cada vez más tenso y, de repente, rajando la concentración como un cuchillo y dando sentido a todo ¡un ruido se oía en el parque!
–¡ME CAGUÉ, BOLUDO! ¡TE JURO QUE ME CAGUÉ!, estallábamos en la cumbre del placer de una lectura, a todas vistas, poderosa.
La escuela era el otro mundo alucinante de mi infancia. Yo era el alumno 10 (eso significa que ni 8 ni 9, era 10 posta), a fin de cada trimestre, delante de tooooodo el alumnado, el director José de San Martín Gorosito –juro que se llamaba así, figura histórica de San Jorge es, tres veces intendente y todo– entregaba los boletines del “Cuadro de Honor”, comenzando por los promedios siete y subiendo hacia los ochos y nueves, que empezaban a suscitar unos “Oooooh” cada vez más admirativos a medida que las notas se hacían inalcanzables. En la cima quedábamos siempre las tres hermanas Rébola y yo (eran cuatro las hermanas, pero la menor entró en primero cuando yo ya había terminado quinto, lo aclaro porque no es que me esté olvidando de Marita ¿queda claro?, ¡si vivían enfrente de la casa de mi abuela y jugábamos a bailar como Travolta en el garage!, y además la Puchi, la mamá de ellas, fue maestra mía adorada de sexto, ídola total la Puchi Rébola). Bueno, la cosa es que nuestros promedios generales eran 9,63 ¡ooooh!… 9,75 ¡¡oooooohh!!… 9,82 ¡¡¡ooooooohhh!!!… El disfrute era saber que toda la escuela esperaba el momento en donde se develaría quién estaba primero.
A veces era una de ellas, otras yo. No sé a ellas, pero a mí me encantaaaaaaba esa incertidumbre, cuando vaya les voy a preguntar.
Como buen traga, mis cuadernos y carpetas estaban plagados de investigaciones especiales, con dibujos, recortes de revistas y fotocopias blanco y negro (no existían las color y cuando aparecieron eran caríiiisimas... no importa, hubiera dilapidado el presupuesto familiar en ello, juro). Cuando empezaba el año me presentaba a la maestra diciéndole con autoridad que las clases de arte me las encargara a mí, que me avise una semana antes y se des-preo-cu-pe. Llegado el momento me aparecía cargando la pila de libros de la enciclopedia “Los Grandes Pintores”, feliz sabiendo que querrían llamar al Ministerio para inventar la nota 11 para ese energúmeno que hablaba de Miguel Ángel como manierista cuando era suficiente con meterlo en el paraguas barato del Renacimiento. ¡Ojo, era traga pero no jodido eeeeh!, pasaba papelitos en las pruebas, preparaba a los compañeros que se llevaban materias… quiero decir, era aparato mal, pero querido, o sea. Por ejemplo, como detestaba el fútbol, me quedaba al borde de la cancha dibujando a mis compañeros mientras jugaban, de repente detenían el partido y se venían a ver en los dibujos. Muchos años después caí en la cuenta de lo excepcional e inclusivo que era eso. Eran geniales los chicos, seguimos conectados toda la vida, lo que sí, ahora por el grupo de whatsapp me entero de anécdotas como de cómo le cortaban los flecos de la bufanda a tal o cual profe cuando pasaba entre los bancos y me pregunto dónde carajo estaba que me perdía esa parte…
–¡En el primer banco, nabo!, me contestan.
Claro…
En la adolescencia tuve mi primer gran héroe: Van Gogh, y pensaba que San Jorge y el campo santafecino era Arles y allá iba, caballete, pinceles y óleos cargados en la bici amarilla, a pintar girasoles.
Desde muy chico, el mejor lugar para leer era el baño. Conteniendo, corría por la casa haciendo una selección de todo lo que me llevaría para el momento, armaba una pila que usualmente rondaba los 40 centímetros y me apoltronaba hasta que alguien me sacaba del ensimismamiento con urgencias reales. Gisela, mi hermana, cuando hizo el viaje de estudios de séptimo grado, me trajo un adhesivo de regalo que decía “El baño no es biblioteca”, y lo pegó en la parte de adentro de la tapa del inodoro.
Todavía está (de buena calidad eran ese adhesivo y esa tapa de inodoro... y esas lecturas también).
Hace treinta años que vivo en Buenos Aires pero vuelvo a San Jorge varias veces al año, hago exposiciones, doy charlas, vuelvo a mi querida Escuela Nacional, en donde ahora leen mis libros. Allí además viven mi hermana, mi cuñado y mis sobrinos… ¿vuelvo, dije?, ¡naaaaa!, nunca me fui…