La fuerza del arte
Por Hartmut Rosa
Martes 09 de marzo de 2021
"El arte –casi a la par que la naturaleza, y de una manera muy similar– se convirtió quizás en la esfera de resonancia más importante de la modernidad, una esfera que poco a poco penetra en todos los terrenos de la vida cotidiana": un extracto de Resonancia: una sociología de la relación con el mundo, del filósofo alemán. Gentileza de Katz Editores.
Por Hartmut Rosa.
Al interpretarse a sí misma, la modernidad ha advertido una y otra vez que el arte, en el curso de su emancipación como esfera autónoma, fue tomando en la sociedad moderna el lugar funcional que antes ocupaba la religión. Sin dudas, esto es cierto para varios aspectos importantes, como en lo que respecta al anhelo de resonancia, pero no lo es tanto en lo que tiene que ver con la necesidad de fundación de sentido: el arte, a diferencia de la religión, no puede proporcionar ni un horizonte cerrado de sentido cognitivo ni un proyecto de mundo. El arte –casi a la par que la naturaleza, y de una manera muy similar– se convirtió quizás en la esfera de resonancia más importante de la modernidad, una esfera que poco a poco penetra en todos los terrenos de la vida cotidiana.
Como intenté mostrar, un rasgo constitutivo de todo eje de resonancia –y, por lo tanto, de toda relación de resonancia– es la convicción (y la experiencia institucionalizada) de que estamos frente a una entidad que puede hablar “con voz propia”. Un indicio de que dicha convicción y experiencia se conformó en el campo del arte es el hecho de que en el siglo XVIII las artes –por ejemplo, los siete artes liberales– se convirtieron en el arte, en singular colectivo. Prácticas y fenómenos muy heterogéneos se transforman –de manera muy similar a lo que ocurre con la naturaleza y la historia, que abordaré en el próximo apartado– en un sujeto colectivo que puede exigir cosas y también conseguir poder o ejercer violencia sobre nosotros. El arte conmueve y moviliza al sujeto moderno, en cuanto receptor, en lo más profundo de su alma, como ninguna otra cosa lo hace; y le presenta exigencias como productor, es decir, como artista o creador, en la medida en que puede hacer valer su propia lógica frente a la razón instrumental, política o económica. De esta fuerza, de esta exigencia y pretensión del arte, emerge el imperativo moderno de creatividad y originalidad, que penetra la subjetividad (tardo)moderna por todos sus poros y que resulta plenamente comparable con los mandamientos religiosos de épocas anteriores.64 De esta manera, la capacidad de resonancia estética, como exigencia colectiva obligatoria, toma el lugar social de la capacidad de resonancia religiosa.
La conformación de una esfera de resonancia social exige, por un lado, que un ámbito de objetos o un segmento del mundo sea conceptualizado de manera tal que pueda hablar con voz propia y operar como una fuente de valoraciones fuertes; y, por otro, que se institucionalice y se vuelva experimentable en prácticas culturales correspondientes. Por tanto, la afirmación de que el arte constituye una esfera de resonancia constitutiva de la modernidad exige pruebas en estas dos dimensiones: ¿cómo concibe la cultura moderna la fuerza del arte? ¿Cómo la torna experimentable?
Una respuesta exhaustiva a estas preguntas exigiría el desarrollo de una filosofía y una sociología del arte, que en este sitio no podría ni quisiera presentar. Para hacer plausible la tesis de que el campo del arte constituye una esfera de resonancia central de la vida moderna, alcanza con una visión de conjunto de las teorías del arte y de las prácticas estéticas preponderantes. La convicción de que en el proceso creativo el artista bebe de –y se inspira en– fuentes que sobrepasan sus propias fuerzas no surge con el Romanticismo. Como Christoph Menke analiza en La fuerza del arte, 65 esta convicción ya se encuentra en la filosofía del arte de Platón,66 especialmente en la objeción de Sócrates a Ion, en la cual el primero reconoce la influencia de los dioses o las musas en las formas artísticas. La convicción de que el surgimiento de una obra de arte precisa del “aliento” de una musa, un genio, un espíritu o un dios, es decir, de una fuente de inspiración, sigue teniendo influencia en la actualidad, mediada por la idea romántica de la necesidad del momento de inspiración. Cumple, todavía hoy, con los dos momentos esenciales de una relación de resonancia: en primer lugar –sobre todo en la autocomprensión de los artistas, no solo en la alta cultura, sino también en la cultura popular, y en sus declaraciones vinculadas a sus biografías y obras–, vive la idea de que el arte puede pedir y exigir algo que va en contra de la voluntad, el empeño, la comprensión y la intención del artista. Quería escribir un álbum comercial pero no funcionó; la música me exigió que deje mi banda y comience de nuevo, solo con mi guitarra, aun cuando esto signifique decepcionar las expectativas de la discográfica, el público y la prensa, y renunciar al dinero, la fama y las comodidades de la existencia de rockero. Así se expresa la narrativa estándar de incontables músicos, en particular los “líderes” que dejan sus bandas para comenzar de cero por caminos marginales.67 Por supuesto, la lucha con las exigencias del arte es también un elemento constitutivo de la autocomprensión artística de los novelistas, los cantantes líricos, los compositores, los pintores, los escultores, etc.
Sin embargo, en segundo lugar, la concepción moderna del arte se apoya –incluso más que las de la religión y la naturaleza– en la convicción de la indisponibilidad fundamental del momento artístico. Contra la idea de que el arte proviene de la “habilidad”, es decir, de la técnica practicada y preparada y la capacidad correspondiente –que en principio aparece como disponible y utilizable a voluntad–, la concepción moderna del arte se basa esencialmente en la idea de que va más allá de la disponibilidad de la técnica y de la capacidad. El “verdadero” artista no solo debe ser un virtuoso y tener una técnica extraordinaria; también debe estar animado por el arte. Y esta animación o inspiración puede estar ausente, perderse o no aparecer; no se deja forzar a través del ejercicio.68
La indisponibilidad se muestra en la autocomprensión estética, pero no solo en el costado productivo sino también en el receptivo: quien no tiene las “antenas” o no se encuentra en el “temple anímico” correcto no está en condiciones de captar y entender la profundidad o, mejor dicho, la voz propia de una obra de arte (ya sea un concierto, un poema, una escultura o una pintura). El disfrute artístico, entonces, también va de la mano de un momento de indisponibilidad.
La naturaleza de la fuente de esta indisponibilidad, que puede “llamarnos” de forma repentina e inesperada, ya sea en cuanto productores o consumidores de arte (por ejemplo, cuando sentimos que debemos detenernos frente a una pintura; cuando nos vemos embargados por una escultura, como le ocurrió a Rilke ante el torso de Apolo, que le exigió cambiar su vida; o cuando un poema o una melodía intervienen en nuestra vida como poderes irresistibles),69 es confusa y ambigua; a mi entender, constituye un extraño lugar vacío en la concepción moderna del arte. Por más ubicuos que sean los documentos y los testimonios de epifanías artísticas, aquello que se manifiesta en la obra de arte queda notoriamente poco claro y sin nombrar.70
Christoph Menke planteó hace poco una tesis convincente al respecto: en la comprensión de la modernidad, esta fuente ya no debe buscarse en una musaextrahumana, en corceles alados (como Pegaso), arpas eólicas, dioses o espíritus, sino que constituye de cabo a rabo una fuerza humana. Sin embargo, se trata de una fuente de fuerza que es pre y extrasubjetiva, precisamente porque permanece indisponible: el sujeto es el resultado pensante y actuante del disciplinamiento y la formación, y, de esta manera, adquiere técnicas, capacidades, competencias y poderes.71 En el acto artístico (Menke se refiere con ello a la creación artística), un poder llama al sujeto; este se encuentra con una fuerza que se muestra como independiente y resistente a él. “Este pensamiento estético del arte se sustenta en la experiencia de que en él se desenvuelve una fuerza que conduce al sujeto fuera de sí, así como también detrás y más allá de sí, una fuerza que es inconsciente, una ‘fuerza oscura’ (Herder)”.72 Este hecho, a saber, que el sujeto (artístico) no puede dominar ni controlar esta fuerza, llevó a Thomas Mann a caracterizar la música como un “territorio demoníaco” en su Doktor Faustus. Peter Sloterdijk señala que este demonio es “un poder que reacciona a la invocación: quien llama al espíritu oscuro por su nombre ya lo ha conjurado, y quien lo ha llamado debe saber que puede encontrarse con una instancia que será más fuerte que él mismo”.73
Sin duda, el artista creador se enfrenta con una instancia (subyacente en él como individuo, pero no como sujeto) que le habla; pero también parece cierto que lo que entendemos como obra de arte no es simplemente la voz de aquel demonio o de esa fuerza extrasubjetiva. Antes bien, el arte surge del enfrentamiento o el diálogo entre el sujeto capaz y formador, que dispone del conocimiento necesario para darle forma, de los instrumentos y capacidades de expresión, y esa fuente autónoma que se le enfrenta. El arte es un acontecimiento responsivo precario entre estas dos instancias, algo que el creador experimenta como una lucha artística; en todo momento, el artista está en peligro de perder su voz propia creadora, de verse sobrepasado o de perder la fuente de fuerza inspiradora. Por tanto, siguiendo a Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, Menke resume: “Solo hay arte cuando la embriaguez y la conciencia, el juego de las fuerzas y las imágenes de las formas operan conjuntamente y unas contra otras. [...] El artista está escindido dentro de sí mismo; está dividido en una capacidad autoconsciente y una fuerza ebria desatada”.74
64 Andreas Reckwitz, Die Erfindung der Kreativität: Zum Prozess gesellschaftlicher Ästhetisierung, Berlín, Suhrkamp, 2012.
65 Christoph Menke, La fuerza del arte, Santiago de Chile, Metales Pesados, 2017.
66 Y se encuentra también en las teorías del arte de los presocráticos.
67 Más allá de que estos testimonios reflejen o no los motivos reales que llevaron a los músicos a dejar sus bandas (por ejemplo, en los casos de Peter Gabriel cuando abandonó Genesis, de Robert Plant cuando se negó a regresar a Led Zeppelin, de Fish cuando se bajó de Marillion, de Roger Waters cuando dejó Pink Floyd, de Rob Halford y Bruce Dickinson cuando se separaron de Judas Priest y Iron Maiden, respectivamente, etc.), el hecho de que este sea el relato estándar de la acción artística pone de manifiesto que la idea de la fuerza imperativa del arte se ha convertido en un influyente patrimonio común.
68 Una vez más, esta idea se encuentra enraizada en la música popular; aparece cuando los músicos defienden las formas simples (por ejemplo, el punk o la manera de tocar la guitarra de un David Gilmour o un Ritchie Blackmore) frente al virtuosismo (del rock progresivo o de los guitarristas de alta velocidad que “lustran el diapasón como un limpiaparabrisas”).
69 El escritor Lutz Seiler describe esta clase de vivencia con impresionante brevedad: “El primer poema que leí de Georg Trakl fue ‘El otoño del solitario’, el segundo, ‘Grodek’. Aún conservo los textos transcriptos con la máquina de escribir, hojas sueltas en una carpeta. [...] El encuentro con los poemas de Georg Trakl fue un acontecimiento grandioso y abarcador que al principio no pude comprender. No dormí por dos noches para poder leer todo acerca de ese boticario del ejército, originario de Salzburgo y adicto a la morfina y al opio. Pero no podía decir de dónde provenía el efecto inmediato que estos poemas tenían en mí: ‘Bajo arcos de espinos, / oh hermano mío, ascendemos, ciegas agujas, hacia la medianoche’ [Georg Trakl, Obras completas, Madrid, Trotta, 1994, p. 119]. Sí, ¿sí? No tenía prácticamente experiencia con la lectura, no estaba formado ni ‘preformado’, venía de la construcción (tenía un título de un secundario técnico: había estudiado materias como teoría de la construcción, ciencia de los materiales, estática) y recién hacía un año había comenzado a leer, durante mi tiempo en el ejército. Trakl me magnetizó completamente”; Lutz Seiler, “Der Herbst des Einsamen”, Süddeutsche Zeitung, 2 de noviembre de 2014, disponible en línea: ).
70 Para un tratamiento exhaustivo al respecto, véase Charles Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona, Paidós, 1996.
71 “Tener una capacidad significa ser un sujeto; ser un sujeto significa poder hacer algo. La competencia del sujeto consiste en lograr algo, en llevar algo a cabo. Tener una capacidad o ser un sujeto significa estar en condiciones, por medio del ejercicio y el aprendizaje, de lograr una acción. Lograr una acción, por su parte, significa, poder repetir una forma general en una situación nueva y específica”; Christoph Menke, op. cit
72 Ibid.
73 Peter Sloterdijk, “La musique retrouvée”, en Peter Sloterdijk, Der ästhetische Imperativ. Schriften zur Kunst, Berlín, Suhrkamp, 2014, p. 13.
74 Cristoph Menke, op. cit., p. 37