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La fuerza de la no violencia

Por Judith Butler

"Uno de los desafíos más importantes que enfrentan aquellos a favor de la no violencia es que «violencia» y «no violencia» son términos que no están claramente definidos". Asomate al nuevo libro de la coautora de Desposesión: lo performativo en lo político, esta vez publicado por Paidós.

Por Judith Butler.

 

La defensa de la no violencia se enfrenta a reacciones escépticas de todo el espectro político. En la izquierda están aquellos que afirman que solo la violencia está en condiciones de llevar a cabo una transformación social y económica radical, mientras que otros sostienen, con un poco menos de énfasis, que la violencia debería permanecer como una de las tácticas disponibles para provocar ese cambio. Es posible exponer argumentos a favor de la no violencia o, alternativamente, del uso instrumental o estratégico de la violencia, pero esas posiciones solo se pueden presentar en público si existe un acuerdo general sobre qué constituye violencia y qué no violencia. Uno de los desafíos más importantes que enfrentan aquellos a favor de la no violencia es que «violencia» y «no violencia» son términos que no están claramente definidos. Por ejemplo, algunas personas dicen que el uso del lenguaje como una forma de causar daño es «violencia», mientras que otros sostienen que no se puede considerar que el lenguaje sea un instrumento «violento», excepto en el caso de amenazas explícitas. Y otros se aferran a concepciones más restringidas de la violencia y consideran que el «golpe» es el momento físico que la define; otros hacen hincapié en que las estructuras económicas y legales son «violentas», que operan sobre los cuerpos aun si no siempre adoptan la forma de la violencia física. En efecto, la figura del golpe ha organizado de manera tácita algunos de los debates principales sobre la violencia, y sugiere que es algo que sucede entre dos actores en un enfrentamiento enardecido. Sin discutir la violencia del golpe físico, se puede sin embargo insistir en que las estructuras o los sistemas sociales, incluido el racismo sistémico, son violentos. Efectivamente, en ocasiones el golpe físico a la cabeza o el cuerpo es una expresión de la violencia sistémica, y en ese punto hay que poder entender la relación de ese acto con la estructura o el sistema. Y para entender la violencia estructural o sistémica se necesita ir más allá de los postulados asertivos que limitan nuestra comprensión del modo en que funciona la violencia. Y se necesita encontrar contextos más abarcadores que aquellos que se basan en dos figuras, una que golpea y otra que recibe el golpe. Por supuesto, cualquier postulado sobre la violencia que no pueda explicar el ataque, el golpe, el acto de violencia sexual (incluida la violación), o que no permita comprender el modo en que la violencia puede operar en la díada íntima del encuentro cara a cara no logra aclarar, descriptiva ni analíticamente, qué es la violencia: es decir, de qué hablamos cuando discutimos sobre violencia y no violencia. 

Parecería que debería ser fácil oponerse a la violencia y de esa manera resumir la posición ante el tema. Pero cuando se la debate públicamente vemos que la «violencia» es algo lábil, que es necesario confrontar las distintas apropiaciones de su significado. Los Estados y las instituciones a veces califican como «violentas» distintas manifestaciones del disenso político, o de oposición al Estado o a la autoridad de la institución de la que se trate. Las manifestaciones, los acampes, las asambleas, los boicots y las huelgas pueden llegar a considerarse «violentos» aun cuando no recurran a la lucha física, o a las formas de violencia sistémica o estructural que se mencionaron antes. Cuando los Estados o las instituciones apelan a estas calificaciones, procuran renombrar las prácticas no violentas como violentas, librar una guerra política —por así decirlo— en el nivel de la semántica pública. Si se califica de «violenta» una manifestación en defensa de la libertad de expresión, que precisamente ejerce esa libertad, solo puede ser porque el poder que hace ese uso indebido del lenguaje procura de ese modo asegurar su propio monopolio sobre la violencia al difamar a la oposición, justificar el uso de la policía, el ejército o las fuerzas de seguridad contra aquellos que buscan ejercer y defender así la libertad. El especialista en estudios estadounidenses Chandan Reddy ha sostenido que la forma que asume la modernidad en los Estados Unidos considera el Estado como garantía de una libertad contra la violencia que básicamente consiste en desatar la violencia contra las minorías raciales y contra todas las personas caracterizadas como irracionales o como fuera de la norma nacional. Desde esta perspectiva, el Estado se funda en la violencia racial y sigue ejerciéndola contra las minorías de modo sistemático. Así se concibe que la violencia racial sirve a la autodefensa del Estado. ¿Con qué frecuencia, en los Estados Unidos y en otros lugares, la policía llama o considera «violenta» a personas negras y mestizas, en la calle o en sus casas, aun si no están armadas, aun cuando caminan o se escapan, cuando intentan reclamar o simplemente cuando están profundamente dormidas?Es a la vez curioso y pavoroso ver cómo opera la defensa de la violencia en esas condiciones, dado que el atacado debe ser presentado como una amenaza, un vehículo de violencia real o efectiva, para que la letal acción policial parezca defensa propia. Si la persona no estaba haciendo algo comprobablemente violento, entonces simplemente se la representa como violenta, como una clase violenta de persona, o como violencia pura encarnada en y por esa persona. Esta última afirmación manifiesta racismo en la mayoría de los casos.

Así, lo que surge como un aparente argumento moral sobre si estamos a favor o en contra de la violencia rápidamente se convierte en un debate sobre cómo se define la violencia, a quién se denomina «violento» y con qué propósitos. Cuando un grupo se reúne para oponerse a la censura o a la falta de libertades democráticas y se lo llama «turba», o se lo entiende como una amenaza de caos o destrucción del orden social, entonces se lo llama y se lo representa como potencial o realmente violento, punto en el cual el Estado puede justificar su decisión de defender a la sociedad contra esta amenaza violenta. Cuando a esto siguen la cárcel, las lesiones o el asesinato, la violencia de ese escenario emerge como violencia del Estado. Podemos considerar «violenta» a la violencia del Estado aun cuando ha utilizado su propio poder para nombrar y representar como «violento» el poder disidente de un grupo de gente. De manera similar, manifestaciones pacíficas como las que tuvieron lugar en el Parque Taksim Gezi de Estambul en 2013,o una carta que convoca a la paz como la que firmaron muchos académicos turcos en 20166 se pueden pintar y representar como un acto «violento» solo si el Estado tiene sus propios medios o bien ejerce el control suficiente sobre los medios. En tales condiciones, el ejercicio del derecho de reunión se califica como una manifestación de «terrorismo» que, a su vez, apela a la censura estatal, los golpes y los gases de la policía, el despido del trabajo, la detención indefinida, la cárcel y el exilio.

Simplificar e identificar la violencia de una manera que resulte clara y genere consenso resultaría algo imposible de hacer en una situación política donde el poder de atribuir violencia a la oposición se convierte, en sí mismo, en un instrumento para aumentar el poder estatal, desacreditar los objetivos de la oposición e incluso justificar decisiones extremas como la inhabilitación, el encarcelamiento o el asesinato. En momentos así hay que refutar esa atribución sobre la base de que es falsa e injusta. Pero ¿cómo se puede hacer eso en una esfera pública donde se ha sembrado la confusión semántica sobre qué es y qué no es violento? ¿Debemos quedarnos con una gama confusa de opiniones sobre violencia y no violencia y obligarnos a aceptar un relativismo generalizado? ¿O podemos establecer un modo de distinguir entre una atribución táctica de la violencia, que falsea e invierte su dirección, y aquellas formas de violencia, con frecuencia estructurales y sistémicas, que demasiado a menudo escapan a ser nombradas de modo directo y comprendidas?

Si se quiere hacer un alegato a favor de la no violencia, será necesario entender y evaluar las maneras en que la violencia se representa y se distribuye dentro de un campo de poder discursivo, social y estatal; las inversiones que se realizan de manera táctica; el carácter fantasmático de la atribución misma. Más aún, tendremos que acometer una crítica de las artimañas de las que se vale la violencia estatal para justificarse a sí misma y la relación de esos sistemas de justificación con el afán de mantener el monopolio de la violencia. Ese monopolio depende de una práctica de nombrar que con frecuencia disfraza la violencia como coerción legal o externaliza su propia violencia en su objetivo y la redescubre como violencia del otro.

Argumentar a favor o en contra de la no violencia exige que establezcamos la diferencia entre violencia y no violencia, si es que podemos. Pero, cuando tan a menudo se abusa de la distinción entre ambas para encubrir y extender los objetivos y prácticas violentas, no existe un camino corto para llegar a una distinción semántica estable. En otras palabras, no podemos precipitarnos al fenómeno en sí sin pasar por los esquemas conceptuales que deciden el uso del término en varias direcciones y sin un análisis de cómo operan esas decisiones. Si aquellos acusados de cometer violencia mientras participaban de actos no violentos pretenden plantear que el estatus de la acusación es injustificable, tendrán que demostrar cómo se usa la imputación de la violencia, no solo «qué dice» sino «qué hace con lo que dice». ¿En qué episteme obtiene credibilidad? Dicho de otro modo, ¿por qué a veces se le cree y, de modo más crucial, qué se puede hacer para exponer y superar el carácter efectivo del acto discursivo, su efecto de plausibilidad?

Para comenzar a recorrer ese camino tenemos que aceptar que «violencia» y «no violencia» se usan de forma variable y perversa, sin obligarnos a recurrir a una forma de nihilismo impregnada por la creencia de que violencia y no violencia son lo que quienes están en el poder decidan que deberían ser. Parte de la tarea de este libro es aceptar la dificultad para hallar y afianzar la definición de violencia dado que está sujeta a cuestiones instrumentales que responden a intereses políticos y a veces a la propia violencia del Estado. Desde mi perspectiva, esa dificultad no debería llevar a un relativismo caótico que socavaría la labor del pensamiento crítico de exponer un uso instrumental de tal distinción que es a la vez falso y dañino. Tanto la violencia como la no violencia llegan ya interpretadas a los campos del debate moral y el análisis político, elaboradas en usos anteriores. No hay manera de evitar la exigencia de interpretar tanto la violencia como la no violencia y de evaluar la distinción entre ellas, si es que queremos oponernos a la violencia estatal y pensar con cuidado en la legitimación de las tácticas violentas de la izquierda. Aquí, a medida que nos internamos en la filosofía moral, nos encontramos en el cruce de corrientes donde se encuentran la moral y la filosofía política, lo cual tiene consecuencias respecto de cómo nos planteamos hacer política y qué mundo queremos ayudar a construir.

Desde la izquierda, uno de los argumentos más habituales para defender el uso táctico de la violencia comienza con la afirmación de que mucha gente ya vive en el campo de fuerza de la violencia. Como la violencia es algo que ya sucede, continúa esa línea, no hay una elección verdadera sobre si iniciar o no la violencia por medio de la propia acción: ya estamos ubicados dentro del campo de la violencia. De acuerdo con esa perspectiva, la discusión moral sobre la cuestión de si se actúa o no con violencia es un privilegio y un lujo, y deja ver algo del poder de su propia ubicación. Según esa concepción, considerar la acción violenta no constituye una elección, dado que uno ya está —y de modo involuntario— dentro del campo de fuerza de la violencia. Como la violencia sucede todo el tiempo (y les sucede regularmente a las minorías), tal resistencia no es sino una forma de contraviolencia. Además del alegato general y tradicional de la izquierda sobre la necesidad de una «lucha violenta» para alcanzar la revolución, también operan estrategias de justificación más específicas: la violencia es contra nosotros, por lo tanto, está justificado que actuemos con violencia contra aquellos que (a) iniciaron la violencia y (b) la dirigieron contra nosotros. Lo hacemos en nombre de nuestras propias vidas y de nuestro derecho a persistir en el mundo.

En cuanto a la afirmación de que la resistencia a la violencia es la contraviolencia, podríamos plantear una serie de preguntas: incluso si la violencia circula todo el tiempo, y nos encontramos en un campo de fuerza de violencia, ¿tenemos algo qué decir cuando la violencia sigue circulando? Si circula todo el tiempo, ¿es por eso inevitable que circule? ¿Qué implicaría que discutiéramos la inevitabilidad de su circulación? El argumento podría ser: «Si otros la ejercen, nosotros deberíamos hacer lo mismo»; u «Otros la ejercen contra nosotros, así que deberíamos ejercerla contra ellos, en nombre de nuestra preservación». Son argumentos distintos, pero ambos importantes. El primero se basa en un principio de reciprocidad simple, se me permite llevar a la práctica cualquier acción que realice otro. Esa línea de argumentación, sin embargo, soslaya la pregunta de si existe justificación para lo que el otro hace. La segunda premisa asocia la violencia con la defensa propia y la autopreservación, un argumento que retomaremos en los capítulos siguientes. Por ahora, sin embargo, preguntémonos: ¿quién es este yo que se defiende en el nombre de la defensa propia? ¿Cómo se distingue este yo de otros, de la historia, del territorio y de otras relaciones decisivas? Aquel contra el cual se ejerce la violencia, ¿no es también en algún sentido parte del yo que se defiende mediante un acto de violencia? En cierto modo, la violencia que se ejerce contra otro es a la vez violencia contra el yo, pero solo si la relación entre ambos sirve para definirlos de una manera bastante esencial.

Este último planteo adelanta una inquietud central de este libro. Porque si aquel que practica la no violencia está vinculado con aquel contra quien se ejerce la violencia, parecería que existe una relación social previa entre ellos; son parte el uno del otro o uno está implicado en el otro. La no violencia sería, entonces, una forma de reconocer esa relación social, por tirante que sea, y de afirmar las aspiraciones normativas que se infieren de ese nexo social previo. Por lo tanto, una ética de la no violencia no se puede fundar en el individualismo y debe poner en marcha una crítica del individualismo como base tanto de la ética como de la política. Una ética y una política de la no violencia tendrían que explicar la manera en que un yo está implicado en la vida del otro, ligados por una serie de relaciones que pueden ser tanto destructivas como beneficiosas. Las relaciones que los vinculan y definen llegan más allá de la díada del encuentro humano, razón por la cual la no violencia atañe no solo a las relaciones humanas, sino a todas las relaciones vivas e inter-constitutivas.

Para iniciar esta investigación sobre las relaciones sociales, sin embargo, deberíamos saber qué clase de lazo social potencial o real existe entre los dos sujetos que participan de un acto violento. Si el yo se constituye mediante sus relaciones con otros, entonces parte de lo que significa preservar o negar el yo es preservar o negar las redes sociales extendidas que definen al yo y a su mundo. Por encima y contra la idea de que el yo estará obligado a actuar violentamente en nombre de su conservación individual, esta investigación supone que la no violencia demanda una crítica de la ética egológica así como del legado político del individualismo, a fin de abrirse a la idea del yo como un campo en tensión del orden de lo relacional social. Esta relacionalidad, desde luego, se define en parte por la negatividad, es decir, por el conflicto, la ira y la agresión. El potencial destructivo de las relaciones humanas no nos cierra a toda posibilidad de relación, y las perspectivas vinculares no pueden eludir la persistencia de esta destrucción potencial o real de los lazos sociales. Por lo tanto, la relacionalidad no es algo bueno en sí mismo, un signo de conectividad, una norma ética a la que hay colocar por encima y contra la destrucción; en verdad, es un campo controvertido y ambivalente en el cual la cuestión de la obligación ética se debe resolver a la luz de un potencial destructivo persistente y constitutivo. Independientemente de qué resulte ser «hacer lo correcto», depende de que atraviese la división o la lucha que condiciona esa decisión ética, para empezar. Esa tarea nunca es solamente reflexiva, es decir, dependiente solo de la relación conmigo mismo. De hecho, cuando el mundo se presenta como un campo de fuerza de violencia, la tarea de la no violencia consiste en hallar maneras de vivir y actuar en ese mundo de tal manera que esa violencia se controle, se reduzca o se cambie de dirección, precisamente en los momentos en que parece saturar el mundo y no ofrece una salida a la vista. El cuerpo puede ser el vector de ese cambio, pero también el discurso, las prácticas colectivas, las infraestructuras y las instituciones. Como respuesta a la objeción de que una posición a favor de la no violencia sencillamente no es realista, esta línea de argumentación sostiene que la no violencia requiere una crítica de lo que se considera realidad y afirma el poder y la necesidad del antirrealismo en momentos como este. Tal vez la no violencia requiera cierto distanciamiento de la realidad tal como está constituida en la actualidad, lo cual abre posibilidades que pertenecen a un nuevo imaginario político.

Desde la izquierda muchos plantean que creen en la no violencia, pero exceptúan de su alcance a la defensa propia. Para comprender su argumento, necesitaríamos saber quién es el yo, sus límites territoriales y sus fronteras, sus lazos constitutivos. Si el yo que defiendo soy yo mismo, mis familiares, otros que pertenecen a mi comunidad, mi nación o mi religión o aquellos que comparten mi lengua, entonces soy un comunitario en el clóset y, parece, preservaré las vidas de aquellos que son como yo, pero por cierto no las de aquellos que son diferentes. Además, aparentemente vivo en un mundo en el cual ese «yo» es reconocible como un yo. Una vez que vemos que se considera que ciertos yoes merecen defensa mientras que otros no, ¿no existe un problema de desigualdad que se deriva de la justificación de la violencia al servicio de la defensa propia? Uno no puede explicar esta forma de desigualdad, que adjudica grados de duelidad9 a los grupos en el espectro global, sin tomar en cuenta las estructuras raciales que marcan esas distinciones tan grotescas entre vidas que son valiosas (y que tienen una potencial capacidad de ser lloradas en caso de que se pierdan) y aquellas que no lo son.

Dado que se suele percibir a la defensa propia como la excepción justificable a las normas que orientan la práctica no violenta, tenemos que considerar a la vez (a) a quién se considera como tal yo y (b) hasta dónde llega el «yo» de la defensa propia (una vez más: ¿incluye la familia, la comunidad, la religión, la nación, el territorio tradicional, las prácticas habituales?). En el caso de las vidas a las que no se considera dignas de ser lloradas (aquellas a las que se trata como si no se pudieran considerar como pérdidas o llorar por ellas), ya ubicadas en lo que Frantz Fanon llamó «la zona del no ser», la afirmación de que una vida tiene importancia, como vemos en el movimiento Black Lives Matter, puede romper el esquema. Las vidas importan en el sentido de que asumen una forma física dentro de la esfera de las apariencias; las vidas importan porque deben valorarse por igual. Y, sin embargo, el alegato de defensa propia en la boca de aquellos que ejercen el poder es con demasiada frecuencia una defensa del poder, de sus prerrogativas y de las desigualdades que presupone y produce. El «yo» al que se defiende en tales casos es el que se identifica con otros que perte necen a la gente blanca, a una nación específica, a una de las partes en una disputa fronteriza; y de ese modo los términos de la defensa propia amplían los objetivos de la guerra. Semejante «yo» puede funcionar como una especie de régimen que incluye como parte de su yo extendido a todos los que presentan similitudes de color, clase y privilegio, y que por eso expulsa del régimen del sujeto/yo a todos aquellos que llevan la marca de la diferencia en ese sistema. Aunque pensamos en la defensa propia como una respuesta a un ataque que se inició desde fuera, el yo privilegiado no necesita de instigación alguna para marcar sus límites y decidir sus exclusiones. «Cualquier amenaza posible» —es decir, cualquier amenaza imaginada, cualquier fantasma de amenaza— es suficiente para desatar la violencia autoproclamada. Como ha señalado la filósofa Elsa Dorlin, se considera que solo algunos yoes tienen derecho a la defensa propia. 10 Por ejemplo, en un tribunal, ¿a quién se le creen más fácilmente sus apelaciones a la defensa propia y a quién es más probable que se le descarten y desestimen? En otras palabras, ¿quién posee un yo que se considera defendible, una existencia que se puede presentar dentro de los marcos legales de poder como una vida valiosa, digna de defenderse, que no merece perderse?

Uno de los argumentos más fuertes de la izquierda sobre el empleo de la violencia es que resulta tácticamente necesaria a fin de terminar con la violencia estructural o sistémica o para desmantelar un régimen violento, como el apartheid, una dictadura o el totalitarismo.  Eso puede ser correcto, y no lo discuto. Pero para que ese argumento tenga efecto, necesitaríamos saber qué distingue a la violencia del régimen de la violencia que busca derrocarlo. ¿Es siempre posible establecer esa distinción? ¿Es necesario a veces aceptar el hecho de que la diferencia entre una violencia y otra puede colapsar? Dicho de otro modo: ¿se preocupa la violencia por esa distinción o, para el caso, por cualquiera de nuestras tipologías? ¿El empleo de la violencia redobla la violencia, y en direcciones que no siempre se pueden controlar de antemano?

En ocasiones, el argumento a favor de la violencia es que solo es un medio para lograr otro objetivo. En ese caso cabe una pregunta: ¿es posible que la violencia se limite a ser un mero instrumento o medio para derrotar la violencia —sus estructuras, sus regímenes— y no se vuelva un fin en sí misma? La defensa instrumentalista de la violencia depende de manera crucial de poder demostrar que es posible circunscribir la violencia para que sea una herramienta, un medio, y no se vuelva un fin en sí misma. El uso de la herramienta para alcanzar tales objetivos presupone que guía esa herramienta una intención clara y que se mantiene bajo esa orientación a lo largo de todo su curso de acción. Eso también depende de saber cuándo el curso de una acción violenta llegará a su fin. ¿Qué sucede si la violencia se sale de cauce, si se la usa con propósitos a los que nunca estuvo destinada y excede y desafía esa voluntad rectora? ¿Qué sucede si la violencia es precisamente la clase de fenómeno que constantemente «se sale de cauce»? Por último, ¿qué sucede si el empleo de la violencia como medio para lograr un objetivo permite, implícita o efectivamente, el empleo de la violencia de manera más general, hecho que provocaría más violencia en el mundo? ¿No nos lleva eso a que sea posible una situación en la cual otros con las intenciones contrapuestas se basen en esa autorización revitalizada para llevar a cabo sus propias voluntades, para perseguir objetivos destructivos que se oponen a los fines limitados por el uso instrumental, objetivos que pueden no estar regidos por una voluntad clara o pueden resultar destructivos, escasamente definidos o fortuitos?

Podemos ver que al comienzo de cualquier discusión sobre violencia y no violencia quedamos atrapados en otra serie de cuestiones. Primero, el hecho de que «violencia» se use estratégicamente para describir situaciones que se interpretan de maneras muy diversas sugiere que la violencia siempre se interpreta. Esa tesis no significa que la violencia solo sea una interpretación, caso en el que la interpretación consiste en un modo subjetivo y arbitrario de nombrar. Más bien la violencia se interpreta en el sentido de que se presenta dentro de marcos que a veces son inconmensurables o contradictorios, y por lo tanto ofrece un aspecto diferente —o ninguno en absoluto— según la forma en que la elaboren el marco o los marcos en cuestión. Estabilizar una definición de la violencia depende menos de una enumeración de sus instancias que de una conceptualización que pueda tener en cuenta sus oscilaciones dentro de marcos políticos contradictorios. De hecho, la construcción de un nuevo marco con ese propósito es uno de los objetivos de este proyecto.

En segundo lugar, con frecuencia se entiende la no violencia como una posición moral, un asunto que corresponde a la conciencia individual o a las razones detrás de la elección individual de no actuar de forma violenta. Sin embargo, puede ser que las razones más persuasivas para la práctica de la no violencia impliquen directamente una crítica del individualismo y demanden que recapacitemos sobre los lazos sociales que nos constituyen como seres vivos. No es simplemente que al actuar con violencia un individuo anule su conciencia o sus principios más profundos, sino que ciertos «lazos» necesarios para la vida social, es decir, la vida de un ser social, se ven amenazados por la violencia. De modo similar, el argumento que justifica la violencia sobre la base de la defensa propia parece saber de antemano qué es ese «yo», quién tiene el derecho de tener uno y dónde están sus límites. Si se concibe al «yo» como relacional, sin embargo, los defensores de la defensa propia deben explicar bien cuáles son los límites de ese yo. Si un yo está vitalmente conectado a un conjunto de otros y no se lo puede concebir sin ellos, ¿cuándo y dónde empieza y termina ese yo singular? El argumento contra la violencia, entonces, no solo implica una crítica del individualismo sino una elaboración de esos lazos sociales o relaciones que requieren de la no violencia. La no violencia como una cuestión de moral individual abre paso así a una filosofía social de vínculos vivos y persistentes.

Asimismo, el análisis de los vínculos sociales necesarios se debe pensar en relación con las formas socialmente desiguales en que se articulan en el campo político los «yoes» dignos de defensa. La descripción de los lazos sociales sin los cuales peligra la vida sucede en el plano de una ontología social, para que se la entienda más como un imaginario social que como una metafísica de lo social. En otras palabras, podemos sostener en general que la interdependencia social caracteriza a la vida, y entonces proceder a explicar la violencia como un ataque contra esa interdependencia, un ataque contra personas, sí, pero quizá, de manera más fundamental, es un ataque contra «vínculos». Y, sin embargo, la interdependencia, aunque da cuenta de los diferenciales de la independencia y la dependencia, implica igualdad social: uno es dependiente, se forma y se sostiene a partir de relaciones de las que depende y de las que también dependen otros. De qué depende uno y qué depende de cada uno es algo que varía, dado que no se trata solo de otras vidas humanas, sino también de otros seres sensibles, de ambientes, de infraestructuras: dependemos de ellos y ellos dependen de nosotros a su vez para sostener un mundo habitable. En ese contexto, hablar de la igualdad no es hablar de una igualdad entre todas las personas, si con «persona» queremos decir un individuo singular y diferenciado, cuya definición se construye a partir de sus límites. La singularidad y la diferenciación existen, como los límites, pero constituyen características diferenciadoras de seres definidos y sostenidos en virtud de su interrelacionalidad. Sin ese sentido amplio de lo interrelacional, consideramos que el límite corporal es el borde y no el umbral de la persona, el lugar de paso y porosidad, la prueba de una apertura a la alteridad que es la definición misma del cuerpo. El umbral del cuerpo —el cuerpo como umbral— socava la idea del cuerpo como unidad. De ese modo, la igualdad no se puede reducir a un cálculo que otorga a cada persona abstracta el mismo valor, dado que la igualdad de las personas se debe pensar precisamente en términos de interdependencia social. Por eso, aunque es verdad que debería tratarse a cada persona del mismo modo, el trato igualitario no es posible fuera de una organización social de la vida en la cual los recursos materiales, la distribución de los alimentos, la vivienda, el empleo y la infraestructura busquen procurar condiciones igualitarias de habitabilidad. Es, por lo tanto, esencial referirnos a esas condiciones igualitarias de habitabilidad a la hora de determinar qué es la «igualdad» en cualquier acepción de la palabra.

Además, cuando preguntamos las vidas de quiénes cuentan como «yoes» dignos de defenderse, es decir, quiénes son elegibles para la defensa propia, la pregunta solo tiene sentido si reconocemos las formas ubicuas de la desigualdad que distinguen a algunas vidas como desproporcionadamente más vivibles y más dignas de ser lloradas que otras. Esta desigualdad se establece dentro de un marco particular, pero es histórica y marcos contrapuestos pueden desafiarla. Nada dice sobre el valor intrínseco de cualquier vida. Más aún: cuando pensamos en los modos prevalentes y distintos en que las poblaciones se valoran y se desestiman, se protegen y se abandonan, nos encontramos con formas de poder que establecen el valor desigual de las vidas al fijar su capacidad desigual de ser lloradas. Y aquí no quiero hablar de «poblaciones» como un hecho sociológico, dado que en alguna medida son producto de su exposición común a daños y destrucción y los modos diferenciados en que se las considera en cuanto a su capacidad de ser lloradas (y dignas de sostenerse) o no merecedoras de ser lloradas (ya perdidas y, por eso, fáciles de destruir o de exponer a las fuerzas de la destrucción).

Puede parecer que la discusión de los vínculos sociales y la distribución de grados desiguales de duelidad no tiene que ver con el debate inicial sobre los argumentos que se emplean para justificar la violencia o defender la no violencia. Lo central, sin embargo, es que estos argumentos presuponen ideas sobre qué cuenta como violencia, dado que en ese debate la violencia siempre es algo interpretado. Presuponen también perspectivas sobre el individualismo y la relacionalidad social, la interdependencia, la demografía y la igualdad. Si preguntamos qué destruye la violencia o qué motivos tenemos para nombrar y oponernos a la violencia en nombre de la no violencia, tenemos entonces que ubicar las prácticas violentas (al igual que las instituciones, las estructuras y los sistemas) dentro del ámbito de las condiciones de vida que destruyen. Sin una comprensión de las condiciones de vida y habitabilidad y su diferencia relativa, no podemos saber qué destruye la violencia ni por qué debería importarnos.

En tercer lugar, como Walter Benjamin dejó en claro en su ensayo «Para una crítica de la violencia» de 1920, una lógica instrumentalista ha gobernado las formas predominantes de justificar la violencia. Una de las primeras preguntas que formula en ese complejo ensayo es: ¿por qué se ha aceptado el marco del instrumentalismo como el necesario para reflexionar sobre la violencia? En lugar de preguntar qué fines puede obtener la violencia, por qué no invertir los términos y preguntar: ¿qué justifica el marco instrumentalista para debatir si la violencia es justificable o no, un marco que, en otras palabras, se apoya en la distinción entre fines y medios? De hecho, el propósito de Benjamin resulta ser ligeramente distinto: si solo pensamos en la violencia dentro del marco de su justificación posible o su falta de justificación, ¿no determinamos el fenómeno de la violencia, de antemano, dentro de ese marco? El análisis de Benjamin no solo nos alerta sobre las formas en que el marco instrumentalista determina el fenómeno, sino que nos lleva a las siguientes preguntas: ¿Es posible pensar en la violencia y la no violencia más allá del marco instrumentalista? ¿Qué nuevas posibilidades de pensamiento crítico surgen de esa apertura para abordar la ética y la política? El texto de Benjamin causa inquietud a muchos de sus lectores precisamente porque no quieren dejar en suspenso la pregunta de qué justifica y qué no la violencia.

El temor, parece, es que, si dejamos a un lado la pregunta sobre la justificación, entonces toda la violencia estará justificada. Pero ante esa conclusión, al devolver el problema al esquema de la justificación, no logran comprender qué potencial se abre al cuestionar la lógica instrumentalista. Aunque Benjamin no brinda la clase de respuestas necesarias para una reflexión como esta, su cuestionamiento del marco medios/fines nos permite considerar el debate más allá de los términos de la tekné. Para aquellos que sostienen que la violencia es solo una táctica provisional o una herramienta, se puede plantear así un desafío a su posición: si las herramientas pueden usar a quienes las usan, y la violencia es una herramienta, ¿no se sigue que la violencia puede usar a quien la usa? La violencia como herramienta ya opera en el mundo antes de que alguien la asuma: ese hecho solo no justifica ni descarta el uso de la herramienta. Lo que parece más importante, sin embargo, es que la herramienta ya forma parte de una práctica, lo cual presupone un mundo propicio para su uso; el empleo de la herramienta construye o reconstruye una clase particular de mundo, y activa un legado sedimentado de uso. Cuando cualquiera de nosotros comete actos de violencia, está construyendo, con esos actos y por medio de ellos, un mundo más violento. Lo que en principio parecía ser meramente un instrumento, una tekné, que se podía descartar cuando cumpliera su objetivo, resulta ser una praxis: un medio que postula un fin en el momento en que se concreta, es decir, en el cual el medio presupone y encarna el fin en el curso de su realización. No es posible comprender este proceso dentro del marco instrumentalista. Bastante lejos de los afanes reiterados por restringir el empleo de la violencia a un medio más que a un fin, la concreción de la violencia como un medio puede convertirse, inadvertidamente, en su propio fin, y producir así una nueva violencia, producirla de nuevo, que vuelva a autorizarse y autorizar así que haya aún más violencia. La violencia no se agota a sí misma en el objetivo de alcanzar un fin justo: más bien se renueva en direcciones que superan tanto la intención deliberada como los esquemas instrumentales. Dicho de otro modo, al actuar como si el empleo de la violencia pudiera ser un modo de lograr un fin no violento, uno imagina que la práctica de la violencia no postula, en ese mismo acto, a la violencia como su propio fin. La praxis socavó la tekné y el uso de la violencia solo hace del mundo un lugar más violento, al generar más violencia. La lectura que Jacques Derrida hizo de Benjamin se centró en el modo en el cual la justicia excede la ley. Pero ¿podría la violencia divina inaugurar la posibilidad de técnicas de gobernabilidad que excedan la ley, y de ese modo abrir un debate interpretativo sobre qué se considera una justificación y cómo el marco de justificación determina parcialmente lo que llamamos «violencia»? Analizaremos esta pregunta en el capítulo 3, «La ética y la política de la no violencia».

A lo largo de este libro espero desafiar algunas de las presuposiciones principales de la no violencia. Primero, debemos entender la violencia menos como una posición moral que los individuos adoptan en relación con un campo de acción posible que como una práctica social y política que se acomete en conjunto, lo cual termina en una forma de resistencia a las formas sistémicas de destrucción sumada al compromiso de una construcción del mundo que honra una interdependencia global que encarna ideales de libertad e igualdad económicas, sociales y políticas. Segundo, la no violencia no emerge necesariamente de la zona pacífica o tranquila del alma. Con mucha frecuencia es una expresión de ira, de indignación y de agresión. Aunque alguna gente confunde agresión con violencia, para el planteo de este libro resulta central destacar el hecho de que las formas de resistencia se pueden y se deben militar agresivamente. Una práctica de la no violencia agresiva no es, por lo tanto, una contradicción en los términos. Mahatma Gandhi subrayó que la satyagraha o «fuerza del alma», el nombre que dio a una práctica y a una política de la no violencia, es una fuerza no violenta que consiste en «una insistencia en la verdad […] que arma a los devotos de un poder inigualable». Para comprender esta fuerza o potencia no sirve hacer una mera reducción a la fuerza física. Al mismo tiempo, la «fuerza del alma» asume una encarnadura. La práctica de «relajar el cuerpo» ante el poder político es una postura pasiva y se considera que pertenece a la tradición de la resistencia pacífica; al mismo tiempo, es una manera deliberada de exponer el cuerpo al poder policial, de ingresar en el campo de la violencia y de ejercer una forma firme y personalizada de acción política. Exige su frimiento, sí, pero a los fines de la transformación tanto de uno mismo como de la realidad social.

Tercero, la no violencia es un ideal que no siempre se puede honrar en la práctica. Eso en la medida en que quienes practican la resistencia no violenta ponen su cuerpo ante un poder externo, establecen contacto físico, proceso en el cual imponen una fuerza contra la fuerza. La no violencia no implica la falta de fuerza o la ausencia de agresión. Es, por así decirlo, una estilización ética de la personificación, llena de gestos y modos, de la no acción, de maneras de convertirse en un obstáculo, de usar la solidez del cuerpo y su campo como objeto propioceptivo para impedir que continúe el ejercicio de la violencia o desviarlo. Cuando, por ejemplo, unos cuerpos forman una barrera humana, podemos preguntarnos si lo que hacen es obstruir la fuerza o actuar como fuerza. Aquí, una vez más, nos vemos obligados a pensar cuidadosamente en la dirección de la fuerza y a tratar de volver operativa la distinción entre fuerza física y violencia. A veces puede parecer que la obstrucción es violencia —después de todo, hablamos de obstrucción violenta— así que una pregunta que será importante considerar es si los actos corporales de resistencia implican que tengamos conciencia del punto de inflexión, el lugar donde la fuerza de la resistencia se puede convertir en el acto o la práctica violentos que den pie a una nueva injusticia. La posibilidad de esta ambigüedad no debería disuadirnos de valorar esta clase de práctica.

Cuarto, no existe práctica de la no violencia que no negocie las ambigüedades éticas y políticas fundamentales, lo cual significa que la «no violencia» no es un principio absoluto sino el nombre de una lucha en curso.

Si la no violencia parece una posición «débil», deberíamos preguntarnos: ¿qué se considera fuerza? ¿Con qué frecuencia vemos que la fuerza se equipara con el ejercicio de la violencia o la señal de una voluntad de emplear la violencia? Si en la no violencia hay una fuerza que surge de esta «debilidad» putativa, podría estar asociada al poder de los débiles, que incluye el poder social y político de instituir la existencia de aquellos que han sido anulados conceptualmente, conseguir la duelidad y la valoración de aquellos a los que se ha desechado por prescindibles e insistir en la posibilidad tanto del juicio como de la justicia dentro de los términos de los medios y la política pública contemporáneos, que usan un vocabulario desconcertante y en ocasiones bastante táctico para nombrar, y mal nombrar, la violencia.

Que las mismas autoridades estatales amenazadas por los esfuerzos del disenso y la crítica suelan etiquetarlos como «violentos» no es una razón para desconfiar del uso del lenguaje. Solo significa que tenemos que expandir y refinar el vocabulario político para pensar sobre la violencia y la resistencia a la violencia, tomando en cuenta de qué modo ese vocabulario se tergiversa y se utiliza para proteger a las autoridades violentas de la crítica y la oposición. Cuando se rotula como violenta la crítica de la violencia colonial continua (Palestina), cuando una petición de paz se reformula como un acto de guerra (Turquía), cuando las luchas por la igualdad y la libertad se interpretan como amenazas violentas contra la seguridad del Estado (Black Lives Matter) o cuando el «género» se presenta como un arsenal nuclear dirigido contra la familia (ideología antigénero), en esos casos estamos operando en el meollo de las formas de fantasmagoría políticamente relevantes. Para exponer la trampa y la estrategia de esas posiciones tenemos que estar en condiciones de rastrear los modos en que la violencia se reproduce a nivel de una lógica defensiva impregnada de paranoia y de odio.

La no violencia es menos una falta de acción que una afirmación física de las reivindicaciones de la vida, una afirmación viva, un reclamo que se hace con la palabra, los gestos y la acción, mediante redes, acampes y asambleas, con el fin de redefinir a las personas como dignas de valor, como potencialmente dignas de ser lloradas, precisamente en las condiciones en las cuales se las borra para que no se las vea o se las abandona a formas irreversibles de precariedad. Cuando las personas en condiciones de precariedad exponen su estatus de personas frente a esos poderes que amenazan su propia existencia, participan de una forma de persistencia que tiene el potencial de derrotar uno de los objetivos rectores del poder violento: considerar que aquellos que están en los márgenes son desechables, empujarlos más allá de esos márgenes hacia la zona del no ser, para usar la expresión de Fanon. Cuando los movimientos no violentos operan dentro de los ideales del igualitarismo radical, la misma reivindica ción de una vida vivible cuya pérdida merece ser lamentada funciona como un ideal social rector, fundamental para una ética y una política de la no violencia que avance más allá del legado del individualismo. Es lo que abre una nueva reflexión sobre la libertad social, tal como la define en parte nuestra interdependencia constitutiva. Para semejante lucha, se necesita de un imaginario igualitario que lidie con el potencial de destrucción de todos los vínculos vivos. En este sentido, la violencia contra el otro es violencia contra uno mismo, algo que se ve claramente cuando comprendemos que la violencia ataca la interdependencia que es, o debería ser, nuestro mundo social.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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