La experiencia expansiva del lenguaje
Por David Abram
Jueves 20 de enero de 2022
"Solo a raíz del alfabeto se empieza a experimentar el lenguaje como un poder exclusivo del humano". Un extracto de la asombrosa novedad de Editorial Sigilo, con traducción de Virginia Higa: Devenir animal.
Por David Abram. Traducción de Virginia Higa.
La propensión de nuestros hermanos y hermanas indígenas a consultar a la tierra animada que los rodea, a escuchar con atención el terreno –a mirar cuidadosamente los patrones de movimiento de los otros animales, a poner atención a sus diversos cantos, signos y gestos–, todo esto es una consecuencia obvia de la experiencia expansiva del lenguaje como una propiedad que pertenece a todas las cosas, y no solo a la humanidad. Dada la casi universalidad de esta experiencia entre las culturas nativas, y dado el hecho de que el abundante conocimiento de los pueblos indígenas se transmitía tradicionalmente de manera oral y no escrita, podemos sospechar que la alfabetización –la lectura y la escritura– trae una transformación dramática en la experiencia humana del lenguaje.
Y, de hecho, es así. Sin embargo, nuestra experiencia del significado lingüístico se ve afectada de maneras diferentes de acuerdo con los diferentes sistemas de escritura. Las culturas alfabetizadas pero no alfabéticas, que poseen sistemas de escritura más cercanos a la imagen –ya sean jeroglíficos (como los que están inscriptos en las paredes y las estelas de piedra del antiguo Egipto y las diferentes escrituras glíficas desplegadas por los escribas mayas antes de la conquista europea), o sistemas ideográficos (como los caracteres que se usan en China)– muestran una mayor distancia reflexiva hacia la naturaleza que las culturas más puramente orales que las rodean. Sin embargo, esa distancia se atenúa por la derivación pictórica de muchos de los glifos o caracteres, que suelen tomar su forma (o parte de ella) de elementos del paisaje circundante. En esas escrituras se mezclan imágenes muy estilizadas de humanos y artefactos humanos con caracteres derivados de las siluetas de monos, serpientes y árboles, del sol naciente y la lluvia que cae. A quienes leen esos caracteres se les recuerda todo el tiempo la unión entre el lenguaje y el campo más que humano de la naturaleza expresiva. Si el advenimiento de la escritura otorga una nueva visibilidad a las palabras humanas –una visibilidad algo estática que empieza a encerrar nuestra mirada en la casa estructurada del lenguaje humano–, muchos caracteres escritos con esas letras funcionan no obstante como ventanas abiertas a un paisaje vivo que todavía habla, a un cosmos sensorial que todavía guarda una especie de significado primario.
Solo cuando se difunde en una cultura un sistema completamente fonético de escritura sus miembros empiezan a dudar de la agencia expresiva de los otros animales y de la tierra animada. Solo a raíz del alfabeto se empieza a experimentar el lenguaje como un poder exclusivo del humano. El cambio en la experiencia puede atribuirse en gran medida al modo en que la escritura fonética centra su atención en los sonidos específicos producidos por la boca humana. Las formas estilizadas de las letras de un alfabeto ya no se asocian con las diversas entidades y eventos de la tierra circundante. No hay referencia indirecta en los caracteres escritos al mundo sensorial. En cambio, las letras solo remiten al lector a su propia boca. Es decir, cada letra se asocia directamente con un conjunto particular de gestos y sonidos que deben realizar la lengua, los labios y el paladar humano.
Por ende, en lugar de ventanas a través de las cuales se puede ver el paisaje más amplio, las letras de un alfabeto funcionan más como espejos que reflejan al humano. Otros animales –por no mencionar a los árboles, montañas y ríos– no tienen ningún lugar en este nuevo sistema de signos, ningún poder expresivo en esta nueva semiótica. Al aprender el abecedario, una persona humana puede empezar a dialogar por entero con sus propios signos sin necesidad de mediación de la tierra que la rodea.9
Claro que una tecnología tan potente no obliga a sus usuarios a olvidar el poder animado y expresivo de la naturaleza terrena. Pero sí hace que, por primera vez, ese olvido sea posible.
Por otra parte, cuando se lee un texto alfabético, el lector se encuentra a sí mismo en relación no solo con un conjunto de órdenes escritas o un manojo de historias bien contadas sino también con una voz extrañamente parecida a la suya, que sin embargo parece hablar desde una dimensión inmutable, al parecer, inmune al crecimiento y la decadencia de la vida corporal. El alfabeto, en otras palabras, abre una nueva zona dentro de la experiencia humana, una dimensión lingüística que no parece verse afectada en absoluto por el flujo del tiempo.
Es solo en relación con esta magia nueva y poderosa (esta tecnología que aísla y cosifica el habla humana al separar la lengua humana de los cantos, aullidos y susurros del cosmos animado) como es posible intuir un Dios semejante al ser humano por completo fuera del mundo cambiante, una Voz omnipotente con la cual nosotros, únicos entre todos los demás animales, estamos en deuda. De hecho, es esa misma magia la que catalizó la emergencia del monoteísmo, y la fe monoteísta de los tres «Pueblos del Libro». Esa misma frase, «Pueblos del Libro», debería llevarnos a reconocer la naturaleza de estas tres tradiciones ligada a la copia escrita, cada una de las cuales tiene su origen codificado en una versión diferente del alfabeto (el alefato hebreo de la Torá, el alfabeto griego del Nuevo Testamento y el alfabeto arábigo del Corán).
El monoteísmo es una noción noble en muchos sentidos, y trajo abundantes dones a la humanidad. Al distender nuestro embeleso con el resto de la naturaleza animada, el monoteísmo (siempre acompañado por su sirviente, el alfabeto fonético), encendió una nueva curiosidad, más despegada de nuestro entorno material, un nuevo espíritu de indagación y experimentación prácticas que catalizó un flujo de creatividad hacia las artes, la filosofía y las ciencias, y en la invención de nuevas tecnologías. Sin embargo, hoy en día, la relativa distancia de la realidad terrena inaugurada por el monoteísmo parece haberse endurecido para convertirse en una insensibilidad cruel frente al sufrimiento de otras criaturas y el desasosiego de la tierra viva. Incluso cuando discernimos el peligro inminente para nosotros mismos, parecemos incapaces de localizar una salida del salón de espejos, tan absortos estamos en nuestro propio reflejo.
Nuestra inteligencia se esfuerza por hallar pensando una salida del laberinto de espejos, pero la salida real solo puede encontrarse desviándonos cada tanto del fárrago del pensamiento y dejándonos caer por debajo del encanto del habla interior para escuchar el silencio sin palabras. Solo al frecuentar esas profundidades, una y otra vez, podrán nuestros oídos empezar a recordar las múltiples voces que habitan ese silencio, los cantos pendulantes y los ritmos y movimientos que ronronean, suaves como astas, para articularse en el reino elocuente que está más allá de las palabras. Solo así recordaremos nuestra presencia en el campo más profundo de la inteligencia, donde el pensamiento sopla como un viento que no es nuestro, y del cual depende todo otro modo de pensar.10
El Uno inefable y sagrado al cual se dirigen todos los monoteísmos –la intuición de una unidad que durante mucho tiempo atrajo a nuestros ancestros, la misteriosa totalidad que parecía susurrar desde detrás de los espíritus, demonios y dioses locales– sigue susurrando aún hoy, llamándonos desde más allá del monótono zumbido de nuestros pensamientos puestos en palabras, invitándonos a liberar los sentidos de la cáscara verbal a la cual se han retraído. Nos llama desde más allá de las paredes tapizadas de estos ataúdes huecos que hemos creado con las fes de Abraham, Jesús y Mahoma.
La voz misteriosa a la que el monoteísmo le abre su corazón no es monótona ni es un monólogo: habla a través de cada aliento y cada pico y cada rama, a través de la llamada de un alce y del parpadeo líquido de un petirrojo. Durante muchos siglos pareció hablar desde un reino completamente más allá de lo tangible, ya que prometía una totalidad que excedía el alcance del terreno que percibíamos a nuestro alrededor, una eternidad flotante a la cual nuestras vidas efímeras podrían regresar. Pensábamos que una unidad tan luminosa solo podía ser de otra dimensión, de una dimensión desencarnada, pues aquí en el mundo físico reina la pesadez: todo es una carga, un peso que nos ata dolorosamente al suelo. No podíamos imaginar que los cuerpos sólidos pudieran flotar en el espacio, o que el paisaje agreste que veíamos a nuestro alrededor supusiera solo una mera fracción o atisbo de un inmenso Cuerpo luminiscente, de una forma tan perfecta e infinita como una esfera que gira.
Hoy sabemos, sin embargo, que el mundo tangible es en efecto esta esfera iridiscente que gira en silencio entre las estrellas, un misterio redondo cuya vida es eterna en comparación con la nuestra, pues de su vastedad nacen nuestras vidas momentáneas, y a su inmensidad vuelven –y también las vidas de nuestros ancestros, de nuestros enemigos y de nuestros hijos–, como las olas sobre la superficie del mar.
Una eternidad que pensábamos que estaba en otra parte ahora nos llama desde cada grieta de cada piedra, desde cada nube y cada montículo de tierra. Prestar los oídos al goteo de los glaciares, despertar a las voces del silencio es volvernos hacia afuera, descubrir, para nuestro asombro, que la totalidad y la santidad que soñábamos alcanzar ha estado todo el tiempo entre nosotros; que el Uno sagrado y secreto que se mueve detrás de las diversas tradiciones no es otro que esta inmensidad viva que nos envuelve, esta eternidad esférica vista por fin en su totalidad y su complejidad insondable, en su sensibilidad y su sentiencia.
9. Esta tesis se desarrolla de forma detallada y profunda en los capítulos 4 a 7 de mi libro The Spell of the Sensuous. Perception and Language in a More- Than-Human World (Nueva York, Pantheon, 1996; La magia de los sentidos, Barcelona, Kairós, 2000, traducción de David Sempau).
10. La constante sujeción de la experiencia a un comentario interno e interminable está estrechamente relacionada con los cambios que trajo la palabra escrita, más específicamente la aparición de la lectura silenciosa. La habilidad de leer en silencio es una adquisición relativamente reciente en la historia del alfabeto. Durante muchos siglos, los textos en griego y latín se escribieron con mínima o nula puntuación, sin siquiera espacios entre las palabras. Como consecuencia, los lectores tenían que hacer sonar el texto –leerlo en voz alta o al menos murmurarlo en silencio para sí mismos– para poder distinguir los términos y descubrir el sentido. Era como encontrarse con unahilerainterminabledeletrassinsaberdóndeempiezaoterminaunapalabra; la mayoría de las personas necesitaba leer en voz alta para poder desambiguar el texto visual. (Los textos hebreos antiguos, en cambio, sí empleaban espacios entre las palabras. Aun así, los lectores de esos textos tenían que hacer sonar el texto de manera oral, pues las escrituras semíticas no tenían letras dedicadas a los sonidos vocálicos. Dado que la estructura consonántica de las palabras se escribía en el pergamino, el lector tenía que pronunciar el texto en voz alta para poder entender el significado preciso que se expresaba, animando esos huesos sobre la página con su propio aliento, para darles vida y hacerlos hablar).
A partir del siglo vii, los monjes copistas de textos en los monasterios (el método principal de producción de libros antes de la invención de la imprenta) adoptaron gradualmente varias innovaciones en la escritura, incluyendo la innovación vanguardista de introducir espacios entre las palabras. Al dar aire de este modo a los textos, fue posible que los lectores más habilidosos descifraran el texto escrito sin necesidad de pronunciarlo en voz alta, lo que inauguró la práctica de la lectura silenciosa. A medida que más y más monasterios fueron adoptando la práctica de espaciar y puntuar los textos, la habilidad de leer en silencio se difundió poco a poco por toda Europa. Sin embargo, no fue sino hasta el siglo xii cuando la lectura silenciosa se convirtió al fin en algo común entre los europeos letrados.
Por lo tanto, aprender a leer en silencio es un logro bastante reciente y obtenido con gran esfuerzo, que forjó en el organismo humano una nueva asociación entre el foco visual y el discurso interno. Incluso mientras leen estas líneas impresas, presten atención, si pueden, a las sensaciones auditivas fantasmales que conllevan, a la «escucha» silenciosa de una secuencia de palabras en su cabeza. La «escucha» fantasmal de esas frases suele ser rápida como un relámpago, mucho más rápida de lo que llevaría pronunciar las palabras de manera audible, y sin embargo, está ahí. Ahora consideren cuán similar es esa sensación a la experiencia común del pensamiento (verbal). Noten lo mucho que se parece la sensación de pensar –la conciencia muchas veces involuntaria de los pensamientos puestos en palabras que se despliegan veloces dentro del cráneo– a la sensación de las palabras que surgen internamente mientras deslizan la vista sobre estas letras.
Es probable que la cháchara interior del pensamiento verbal, que para muchas personas es tan incesante como repetitiva, se haya amplificado (si no inaugurado) con el surgimiento popular de la lectura silenciosa en la Baja Edad Media. A medida que nuestros ojos, al moverse por el texto, aprendieron a provocar un flujo interno de palabras, surgió en el cerebro una estrecha unión neurológica entre el foco visual y el habla interna. Dado el creciente énfasis en la práctica de la lectura para el cultivo del yo, fue inevitable que esta empezara a influenciar –e interferir con– otras formas de la mirada. Muy pronto, nuestro foco visual, incluso al vagar por un paisaje, empezó a soltar un flujo constante de comentarios verbales que a menudo no tenían nada que ver con ese terreno. Se trata del interminable monólogo interior que confunde a tantas personas contemporáneas, el «cassette interno» o el incesante «parloteo del cerebro» que la meditación budista busca volver a disolver en el silencio de la conciencia del momento presente.
Acerca de la necesidad de los espacios entre las palabras para la adquisición cultural de la lectura silenciosa, ver el libro de Paul Henry Saenger, Space Between Words. The Origins of Silent Reading (Stanford, Stanford University Press, 1997). Sobre la historia de los espacios y la puntuación, ver Pause and Effect. An Introduction to the History of Punctuation in the West, de M. B. Parkes (Surrey, Ashgate, 2008). Otras dos obras clave acerca de la influencia de esas innovaciones textuales en la experiencia moderna del yo fueron escritas por el imprescindible historiador y crítico cultural Ivan Illich: me refiero a In the Vineyard of the Text. A Commentary to Hugh’s Didascalicon (Chicago, University of Chicago Press, 1996), y a su libro anterior, escrito con Barry Sanders, abc. The Alphabetization of the Popular Mind (Nueva York, Vintage, 1989). Para más evidencia acerca de los efectos perceptuales de la palabra escrita, ver The Spell of the Sensuous, ob. cit.