La escritura extranjera
Por Clara Obligado
Lunes 27 de diciembre de 2021
"Sólo quien haya vivido un destierro comprende cabalmente lo que es". Compartimos un texto de Una casa lejos de casa de escritora la argentina radicada en España, editado por EME.
Por Clara Obligado.
Llegué a Madrid en un avión de Iberia. En el asiento contiguo había un señor de unos sesenta años que parecía muy nervioso, así que nos pusimos a conversar. Era gallego, había dejado su tierra y ahora, cuarenta y cinco años más tarde, decidía regresar a la aldea para ver a su madre.
—¿Le avisó que llegaría?
—No —me dijo el hombre—, quiero darle una sorpresa.
—¿Una sorpresa? Lo que le va a dar es un infarto.
Como en un reestreno, como en un viaje hacia atrás, vi editar por primera vez las poesías completas de Miguel Hernández, estrenar Viridiana, que había visto en un cine estudio de Buenos Aires, Canciones para después de una guerra, y en el cine, protegida por la oscuridad, lloré por primera vez desde que había llegado. Vi regresar a Alberti seguido por una maltrecha Teresa León, cuyos cuentos había leído en Argentina. En uno y otro sentido, nos cruzábamos sobre el mar, los que llegábamos al exilio con los españoles que regresaban de él, Ayala, Zambrano, Gila. Nicolás Sánchez Albornoz, de algunos creía que eran de allá. Cuando vivía en Argentina, ¿había pensado alguna vez en su historia, en su destino? Qué transparente es la vida de los otros. Sólo quien haya vivido un destierro comprende cabalmente lo que es.
Había tantos puntos en común, pero a la vez nada parecía semejante, como esa falsa proximidad del castellano. Me esforzaba por comprender la literatura pero, ni la forma de estudio, donde la filología imperaba sobre la literatura, ni las obras, ni la crítica, me resultaban familiares. Sentía una emoción profunda al ver el río Tormes, tantas veces imaginado, al leer Fuenteovejuna, una vez más, en el jardincito de la casa de Lope de Vega, al pasearme por las callejas que, siglos atrás, había recorrido Cervantes. Es indudable que los gobiernos autoritarios no ayudan al desarrollo de las artes y la España a la que llegué estaba detenida en el tiempo, era oscura, triste, malherida, su literatura también lo estaba. Claro que no todo era lo mismo, conocía a Valle Inclán, adoraba el Lazarillo, Max Aub, pero vagaba entre textos que no terminaban de interesarme. Un día, encontré una tabla de salvación: El laberinto de las aceitunas y El misterio de la cripta embrujada, de Eduardo Mendoza, una ventana vacía de solemnidad. El esperpento, el gran género español.
Debido a su historia, España había sido tradicionalmente un país de expulsión, es decir, un territorio desde el que se emigraba o se huía. No estaba preparado para recibirnos, no era hospitalaria, como Suecia o México. No había un estatuto de refugio ni nada que se le pareciera, por lo que conseguir papeles no resultaba sencillo. Había pasado de ser una niña de educación francesa y universidad privada a una trabajadora extranjera. Mi apellido no tenía ya ninguna resonancia literaria sino que parecía portugués, así, poco a poco, una cadena de equívocos fue horadando las certezas y resquebrajándome la identidad. No se nace extranjero, es una condición que se nos va pegando, como una segunda piel, como una costra, extranjero es siempre el otro, en sí mismo el sustantivo implica negación. Forastero, meteco, ajeno, extraño, etimologías excluyentes, ninguna de estas palabras suena bien. Ser definido por no pertenecer.
Dicen que nuestro cerebro emite una señal de alarma cuando ve a alguien de fuera, como si un temor ancestral nos protegiera del diferente. Contra esos prejuicios todos tenemos que luchar.
Todavía hoy, cuando alguien me conoce, inicia su conversación preguntándome sobre Argentina o ironizando mi acento. «¡Qué bueno que viniste!», y una gran sonrisa. Tienen un pariente allá, o han viajado y qué bonito país. Cataratas, Patagonia, Buenos Aires. Pretenden ser cariñosos, lo sé, no hay mala intención, pero en esa charla late algo incómodo, excluyente, llevo más de cuarenta años viviendo en Madrid y lo que sobresale siempre es mi condición de extranjera.
Pero entonces, en aquellos primeros años, me daba igual, no me planteaba quedarme, vivía una existencia en pausa. Regresar es el sueño de todo exilado.
La hostilidad que se siente hacia el país al que llegas, la obligación de esconderla. Como si estuvieras en casa de alguien muy severo y temieras que, si dices algo impropio, te regañen. Ser sumiso, estar de acuerdo, asentir. No dar cuenta de las diferencias. Aceptar sonriendo las generalizaciones más torpes. Dar por hecho la supremacía del otro. Agradecer siempre lo que te han dado. No criticar jamás. ¿Qué te han dado? ¿Agradecer qué? Escuchar cómo analizan la política de tu propio país con una petulancia arrolladora, atragantarte con obviedades repetidas como si fueran grandes ideas, callar, irritarte en silencio, aprender a no escuchar. «¿Cómo puede ser?, Argentina, un país tan rico…». Sentirte inferior y superior a la vez. España es alegre y abierta, recibe bien a todo el mundo. En Madrid todos somos iguales, porque nadie es de Madrid. Un tópico detrás del otro. Los mitos. Y tú asientes y sonríes, agitas la cabeza como esos perritos de los coches.
En esos años había una edición de Pedro Páramo «mejorada». Donde decía «Eduviges», el corrector había puesto «Eduvigis», marcando así la superioridad de su idioma con respecto al idioma de Juan Rulfo. Eso no se dice así, el castellano de Valladolid es el mejor. Los gallegos tienen mucho acento, los andaluces sesean. «Normalizar» el idioma, considerar que algunos acentos son de segunda incluso dentro del propio territorio. Aprender a decir «vale», «vosotros», «tú», «tío». Conjugar de otra manera. Explicar lo que querías decir, no compartir el humor ni entender muchas cosas. Eso no se dice así, será en tu tierra. Tragicómico.
Ya no me quedaba casi dinero para comer pero, mientras me despedía de mis últimas pesetas, decidí ir a la Cervecería Alemana a festejar mi ruina. Recorrí con el dedo la lista hasta encontrar algo nutritivo, contundente, barato, alegre, y señalé con esperanza «panchitos», soñando con esas deliciosas salchichitas porteñas. Mostaza, pedí. Y pan. Pan. El camarero me miró sorprendido, y me trajo un platito de maníes. En ese mismo período de nutrición deficiente una amiga me anunció: «Te llevo pastas». Como provengo de un país con tradición italiana, puse el agua a hervir. Pero «pastas», en Madrid, no era un suculento plato de espaguetis, sino una bandejita raquítica de dulces que mi amiga me ofreció con una gran sonrisa.
He escrito bastante sobre estos desencuentros del idioma, se puede explotar su faceta cómica, pero la verdad es que no tiene ninguna gracia reconocer que no te entiendes. Cuando digo «he escrito bastante» vuelvo a verme situada frente a esta incomprensión. «Bastante» es un adverbio que, en argentino, señala «más bien poco». Está «bastante bien», en mi castellano natal, quiere decir que falta un punto para que esté bien, hay que mejorar, incluso resulta un tanto peyorativo. Pero, en castellano peninsular, «bastante» quiere decir «suficiente», más bien «mucho». El adverbio se usa, en ambos castellanos, exactamente en la misma situación. Tardé décadas en darme cuenta del matiz. Y la temible sospecha: ¿Cuántas palabras, de las que uso día a día con absoluta naturalidad, esconden un equívoco?
Si se escribe en otra lengua, nuestro idioma natal permanece cobijado por el paraguas del afecto, ovillado en un rincón. Si se traduce, en cambio, del castellano peninsular a cualquier otro castellano, el idioma natal choca, se tensiona, se disuelve. Y esas palabras, las tiernas palabras de mi historia que había que matar, porque acá, o aquí, no querían decir nada: canchero, chupetín, escuerzo, tero.
Desplazar el idioma, convertirlo en un problema. Traducirlo. Prolijo quería decir detallado, y no ordenado, polla no era ni una gallina pequeña ni la lotería, pararse era detenerse, y no ponerse de pie.
«Todo nos une», escribí. Todo, menos el idioma.