La belleza no tiene nada que agregar
Por Alberto Silva
Martes 25 de febrero de 2020
"Es propio de la poesía humanizar algo que en realidad solo sabría nacer de agua y barro". Zen, poesía y botánica: compartimos algunos extractos de Libro de las flores, la primera publicación del sello cordobés Las Enredaderas, a cargo de Cecilia Afonso Esteves.
Por Alberto Silva.
De puntillas anduve, canta el inglés John Keats de la mano de Julio Cortázar en un libro célebre. Modo especialmente conveniente si se quiere recorrer prados con flores. Grave andar de caminante, pasito a paso.
Mientras, nuestro lado ángel da brazadas, arraigadas sus alas en la brisa despierta, como clavel del aire.
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Es propio de la poesía humanizar algo que en realidad solo sabría nacer de agua y barro. Sor Juana Inés de la Cruz se refiere a la rosa como amago de la humana arquitectura. Su fragante sutileza (la de la flor, la de Juana) acaba impregnando el ámbito en que luego surge y cobra forma a fin de constituir un mundo humano. Lleva razón la monja-poeta. Y, a la vez, se queda corta. Porque siempre manca un poco el intento de pintar en palabras lo que, amable y dispendiosa, Doña Natura nos regala.
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Si persiste hasta el final ese impulso de acercarse a las flores, son ellas las que arrastran hacia shiki, mundo de «formas y colores». Allí se hermana lo viviente con lo sintiente, y lo animado se entrevera con lo inanimado.
En la vida todo es shiki, apariencia real de lo que somos, de lo que son ellas también (¿apariencia real?: o al menos realista, majestuosa, consciente, realizada). Comunidad de lo creado inscripta en la significación profunda de lo superficial. Ámbito, este, poco apreciado (por ignorancia). Pero único en que la razón acaba dando razón a la aparente sinrazón de existir y ser «sin más» (shikan).
¿Podría ser ese el mensaje silencioso de las flores? Alguien lo escucha y decide tornarlo lenguaje articulado, zaguán de poesía. No sin riesgos.
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No existen flores en general. Solo capullos que aparecen y pugnan por revestir dignamente su singularidad, hasta llegar a ser lo que aparentan.
La rosa que apenas tiembla ante nuestra mirada deja entonces de existir como flor (pensada, clasificada, cosificada). Bajo esa expresa condición renace de a poco un capullo vivido, que crece en su espontáneo y característico sin-pensar (hi-shiryo).
Hasta que el tiempo, que todo lo marchita, le brinda la belleza final propia de lo mustio, lo ajado, lo sabio, y también lo feliz por haber realzado con gloria la naturalidad de su periplo.
La existencia lozana (la de las flores, la de las personas) consiste en dirigirse hacia la alegre plenitud de lo gastado, hacia lo gustosamente derrochado en el dispendioso y siempre renovado oficio de vivir: con esta lozanía y dramatismo pasó sus días el italiano Cesare Pavese, autor del hermoso lema que da título a sus memorias de poeta.
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Posa la rosa con sinuosa y atractiva concreción. Suprema libertad la de la rosa, nunca del todo abarcada.
Tal vez por eso muchos poetas le dedicaron sus asedios. Tantos que Juan Ramón Jiménez los recrimina con severidad, lanzando una advertencia contra la demasía:
¡No le toques ya más, que así es la rosa!
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La cercanía de las flores nos deja en silencio. Al caer una tarde de otoño del siglo XVIII, Ryôta Oshima (蓼太) compone este haiku viajero:
ni una palabra
el anfitrión, su visita
y el crisantemo blanco
ものいはず客と亭主と白菊と
mono iwazu kyaku to teishu to shiragiku to
La belleza no tiene nada que agregar, salvo exhibir su desnudez. Al nacer un crisantemo, conviene abrir un lapso de admiración, observación, contemplación. Se abre paso el deseo de escuchar el rumor de las flores.
Como es propio de aquello que llamamos «ámbito humano», al silencio de las cosas le seguirán sin falta algunas palabras. Ojalá prudentes, sigilosas. Ojalá certeras, como estas de Ryôta, restaurador del estilo de Bashô en el siglo XVIII.