Jorge Barón Biza: historia natural de la autodestrucción
Por Pablo Maurette
Jueves 05 de julio de 2018
"En El desierto y su semilla no hay vaivén porque no hay ni repetición ni incertidumbre, ni momento alguno de esperanza real". La carne viva (Mardulce) es el nuevo libro de Pablo Maurette y está compuesto por cinco ensayos sobre diversos temas que vinculan la literatura y el cuerpo. En este adelanto, el ensayista y docente escribe sobre la autodestrucción en Barón Biza.
Por Pablo Maurette.
Hágase la membrana. Recúbrase de placenta. Envuélvase con mucosa. Que las capas superpuestas pulsen, se expandan, se deformen y floten formando una matrioshka de burbujas. Y, suspendido en la matriz abismal, que este cúmulo palpitante implosione, que deje una estela de genes, un acervo de vida. Que se haga la luz del núcleo, que comience el tiempo y que se abran las inmensas extensiones de lugar para que el entramado de carne, trémulo y flamante, arranque la carrera solitaria, desahuciada, peligrosa, brutal y corta de la vida. No se trata de una quimera, hablo de un milagro cotidiano.
1. Die Herzogin von Chicago
Todo empezó en Chicago. Mejor dicho, todo empezó con Chicago. O, más bien, con “La duquesa de Chicago”. En el elenco original de la opereta de Emmerich Kálmán, estrenada en Viena en abril de 1928, había una joven actriz suiza de veintitrés años, nariz afilada y ojos tristes, cuya mera aparición en escena desvió para siempre el rumbo en la vida de uno de tantos espectadores que asistieron a la obra. Dicho espectador era un dandi porteño de polainas, cuello duro y bigote engomado de los que abundaban en la Europa de los años locos. Yates, casinos, autos de carreras, teatros, fiestas y festines, Grand Tours de uno o dos años, picos pardos, ranadas, bacanales y manteca al techo. Este espectador que había ido a Europa con el saludable (y perfectamente argentino) objetivo de dilapidar una fortuna, era Raúl Barón Biza y la actriz de la que se enamoró perdidamente y con la que se casó menos de dos años después en la Basílica de San Marcos en Venecia, se hacía llamar Myriam Stefford. Setenta años después de aquel encuentro, su hijo, Jorge Barón Biza, publica un intento de reconstrucción de intenciones, un testimonio que lo ayude a entender la voluntad de su padre. La obra es el corolario de una tragedia que se desarrolló a lo largo de siete décadas. En mayo de 1931 fue el accidente aéreo que le costó la vida a Stefford, aviadora temeraria y amateur –un golpe del que Raúl jamás se repondría–. Cuatro años más tarde, el escritor se casó con Clotilde Sabattini con quien tuvo tres hijos. En 1953, se separaron después de casi dos décadas marcadas por el exilio, por el maltrato y por violentas disputas familiares. El 14 de agosto de 1964 la pareja se dio cita para finalizar los trámites de la separación y Raúl atacó a Clotilde con ácido, desfigurándola. Esa misma noche, Barón Biza se suicidó de un disparo en la sien. En 1978, tras una larga y penosa convalecencia, Clotilde se tiró por la ventana del mismo departamento de la calle Esmeralda, en Buenos Aires, donde había sido atacada. Una década después, la hija menor, Cristina, también se quitaría la vida. A Jorge, el hijo del medio, la voluntad paterna, ese caos primigenio que da origen a la cadena de desgracias, se le manifiesta como un afán impostergable de penetrar la carne “de cualquier manera”. En la ficción de El desierto y su semilla (1998) el nombre del padre es Arón, la madre (Clotilde) es Eligia y el narrador, Mario, se identifica como el anti-Arón. En su rol de antagonista, el objetivo del narrador a lo largo de la novela será abandonar la carne, huir hacia arriba, hacia el reino de la alegoría, o hacia un costado, donde operan la metáfora y la metonimia, o hacia adentro, al redil de su inquietante idiosincrasia, o incluso hacia adelante, a los brazos de un lector piadoso que, con suerte, lo recibirá rescatándolo del abismo al que lo arrastra una coalición fatídica formada por el fantasma del pasado y el demonio del destino. Desde luego, la huida no se produce. El velo de misterio sobre la historia de la voluntad de su padre, cuyo punto cero es aquel primer encuentro con Myriam Stefford (¿Fue realmente en un teatro? ¿Fue en Viena, o fue en Venecia?) que dio comienzo a una de las fábulas más espeluznantes de nuestra historia, no se termina de correr nunca. “Mi fracaso por comprenderlo me ata a él”, concluye vencido el narrador.
2. El parto indoloro
En su atrapante estudio sobre Raúl Barón Biza, Christian Ferrer da en el clavo respecto de El desierto y su semilla: “es una obra singular y notable que se integra a los pocos libros argentinos que interrogaron el drama de la carne”. La idea ya se la había anticipado Jorge Barón Biza a Ferrer cuando se refirió a su novela como un “mal de carne”. Para la imaginación tormentosa de Raúl, nuestro humilde Marqués de Sade, el drama de la carne empieza en las glándulas. Las leyes que gobiernan el sistema endocrino preceden a toda afectación cultural y a todo prurito moral. Y los genitales, nuestros lazarillos a través del desierto ciego de la existencia biológica, según Raúl Barón Biza, solo obedecen órdenes de las glándulas; su misión es mantener activo el flujo de secreciones que sustenta la salud y fomentar los exabruptos de efervescencia libidinal que aseguran la preservación de la especie. En consecuencia, el coito humano poco tiene de humano, es cosa de artrópodos y de cefalópodos, es un affaire violento y primordial, es un acto de guerra y un entrenamiento en la muerte, son “ocho tentáculos entremezclados, agitados epilépticamente en forma de una monstruosa araña que agoniza”. La consecuencia inmediata de este horror, la gestación, es un asunto del que la novela de Jorge Barón Biza solo se ocupa tangencialmente, pero no por ello con menos agudeza. La trabajosa y delicadísima reconstrucción del rostro de Eligia, esta laboriosa segunda fundación de la urbs de carne materna cuya crónica funciona como hilo de Ariadna a través del desierto oscuro de la novela es, a la vez, una recuperación arqueológica de la prehistoria del narrador, de su gestación, y una historia natural de la autodestrucción. “Fue en su carne que –me guste o no– Arón me concibió”, dice Mario, el narrador. A la brutalidad de las leyes de la naturaleza, de acuerdo con las cuales incluso el placer es una variante retorcida del dolor y de la destrucción, el narrador enfrenta el impulso reconstructivo del arte, que es (o que aspira a ser), a un tiempo, quirúrgico y analgésico. A la brutalidad sub-humana de la ley del padre, el hijo opone el legado de compasión que heredó de su abuelo materno, Amadeo Sabattini, quien estudió medicina en Córdoba, se especializó en ginecología y escribió una tesis titulada “Medicación hipofisiaria y sueño crepuscular en obstetricia” donde investiga el parto indoloro.
3. Esta idea de carne
El epígrafe de la novela, un poema de Federico Gorbea, empieza así: “Estás aquí por ti, acaricia esta idea de carne como la libertad en el vaivén de las tinieblas”. La acción de El desierto y su semilla transcurre de comienzo a fin en las tinieblas, se trata de una novela subterránea que se desarrolla en vuelos transatlánticos nocturnos, habitaciones cerradas, noches interminables y tugurios oscuros. A riesgo de incurrir en un antiguo cliché humanista, se podría decir también que el hecho mismo de la existencia de la novela es una afirmación de libertad (creativa, en lo que respecta al autor; individual, o exploratoria de las vicisitudes de lo individual, en relación con el narrador). Libertad en las tinieblas, o, mejor dicho, libertad y tinieblas. Pero el movimiento no es de vaivén. El de vaivén es un movimiento en dos tiempos: se recorre una trayectoria y luego se vuelve atrás describiendo el mismo camino. La trayectoria se construye para destruirse inmediatamente después. Esto implica dos tipos de afecciones diametralmente opuestas que se alternan, las unas proyectivas, las otras retrospectivas. Esperanza, miedo o entusiasmo en el ir, desilusión y resignación (y tal vez alivio) en el venir. El movimiento de vaivén en la literatura, y en el arte en general, encarnado en técnicas como la repetición, y en personajes como el doppelgänger y el payaso, produce resultados perturbadores y humorísticos. Tal movimiento resulta estéticamente efectivo cuando la balanza de alternancia de afecciones (miedo-resignación, esperanza-desilusión y, sobre todo, incertidumbre-certidumbre) se inclina ligeramente del lado de la incertidumbre, pues es solo entonces que, en el venir desde donde el ir nos acaba de llevar, la decepción de no solo no haber ido a ningún lado, sino de estar volviendo una vez más al punto de partida, produce la mezcla justa de suspenso y desazón que logra el efecto buscado. En otras palabras, cuando el sabor que predomina es el de lo incierto, pues solo entonces se genera un suspenso real, solo entonces la inevitable desilusión desilusiona, y solo entonces se puede repetir el truco logrando que vuelva a causar el mismo efecto una y otra vez. En El desierto y su semilla no hay vaivén porque no hay ni repetición ni incertidumbre, ni momento alguno de esperanza real. La novela es una crónica aciaga de “los momentos que siguieron a la agresión” y, como en la carta de un suicida, uno sabe que hay un solo final posible, la destrucción completa e irreversible del precario universo que la obra (re)creó con tanto esfuerzo. El movimiento es rectilíneo y unidireccional, de arriba hacia abajo, cada vez a mayor velocidad por la densidad y el peso mismo de la narración que van aumentando página tras página, cada vez con mayor violencia por la inminencia del final, como un cuerpo en caída libre desde la terraza de un rascacielos.
...continúa en