El producto fue agregado correctamente
Blog > Ensayos > George Steiner: "Ibsen y Chéjov fueron revolucionarios"
Ensayos

George Steiner: "Ibsen y Chéjov fueron revolucionarios"

Un ensayo de La muerte de la tragedia

"T. S. Eliot señala que Ibsen y Chéjov han logrado en prosa determinados efectos de los que él sólo había creído que era capaz la poesía. Pero el modo de hacer esta concesión implica que sólo se trata de éxitos momentáneos debidos a la buena suerte o al talento individual. No advierte que tienen su fundamento en una poética teatral revolucionaria y coherente". Tomado de La muerte de la tragedia, una coedición entre Ediciones Siruela y Fondo de Cultura Económica.

Por George Steiner. Traducción de Enrique Luis Revol.

 

Ibsen y Chéjov fueron revolucionarios cuyos logros deberían haber hecho imposible una vuelta a las quimeras del pasado. Mostraron que la prosa y la economía del realismo —los accesorios seculares de la experiencia común, a la luz del día— podían producir convenciones teatrales apropiadas para el mundo moderno pero tan ricas y persuasivas como las de la tragedia en verso. Ibsen elaboró formas dramáticas adecuadas a la falta de una mitología central y al aislamiento nervioso del temperamento moderno. Chéjov fue el explorador de un espacio interior, de una zona de turbulencia social y psicológica a medio camino entre los antiguos polos de lo trágico y lo cómico. Es un terreno delicado y para dominarlo se requiere sutileza espiritual, pero es el dominio más adecuado para el carácter seco y privado del sufrimiento moderno. Las agonías de la razón no exigen palacios ni plazas públicas, pues tienen lugar en los cuartos de las casas de familia. Los espectros que rondan el espíritu secular no temen la luz eléctrica. Además, ambos dramaturgos introdujeron en la prosa los recursos dramáticos que Berlioz, Wagner y Richard Strauss llevaron a la orquesta moderna. Después de Juan Gabriel Borkmann y El jardín de los cerezos el teatro debería haberse levantado de entre los muertos.

Pero en su boca la ceniza era demasiado espesa. Al entrar al siglo XX las viejas sombras y los ideales rancios vuelven a acosarnos. La aspiración contemporánea a la tragedia está viciada por una gran falta de coraje. Los poetas trágicos de nuestro tiempo son saqueadores de tumbas y conjuradores de fantasmas que reposaban en sus antiguas glorias. Con Yeats, Hofmannsthal, Cocteau y T. S. Eliot estamos nuevamente en nuestro punto de partida. Volvemos a encontrarnos en medio de los conflictos de propósito y tradición que afligieron a Dryden. Discusiones sobre la naturaleza de la tragedia, rivalidades entre el verso y la prosa, entre la forma clásica y la forma abierta: todo el bagaje de teorías polvorientas es invocado una vez más, mucho después de que Ibsen y Chéjov evidenciaran su ineficacia para el espíritu moderno. Los ídolos derribados tras la bancarrota del teatro romántico están de nuevo en el mercado. Es una reversión extraña e irritante. La imagen del teatro que está implícita en Electra, La máquina infernal y Reunión de familia es un noble fantasma. Al poeta de hoy lo ronda como rondó a Dryden y a Goethe. Pero nunca se lo debería haber hecho volver a la luz eléctrica, bajo la cual aparece desnudo e ineficaz. Las tragedias en verso escritas por poetas europeos y estadunidenses contemporáneos son ejercicios arqueológicos e intentos de infundir fuego a cenizas frías. La cosa no tiene éxito.

¿Qué hizo volver al teatro a los viejos dioses muertos? Si Ibsen y Chéjov hubieran escrito en idiomas de más fácil acceso para otros dramaturgos, si hubieran trabajado más cerca de los centros geográficos del gusto —en París, en Londres o en Viena— todo el curso del teatro contemporáneo podría haber sido diferente. Sus logros podrían haber actuado con la fuerza sustentadora del ejemplo. Pero quienes les sucedieron vieron sus obras a través del velo de la traducción y la lejanía cultural. Vieron en los dos maestros a diestros artesanos del realismo y no a los grandes creadores de mitos y formas simbólicas que en realidad eran. Observaron el andamiaje de convenciones realistas y escenas de salón, pero permanecieron ciegos a la vida poética que había en su interior. El realismo de Ibsen y de Chéjov es una disciplina de la visión intensificadora que lleva, con su autoridad, de la realidad de la letra a la aún más real del espíritu. Las paredes de la sala en una obra de Ibsen son transparentes al brillo o a la negrura de la visión simbólica rectora. Una marea profunda y sombría de significado parece elevarse hasta el borde de los jardines y las casas de campo en el teatro de Chéjov. El realismo del teatro comercial es algo grotescamente diferente. Es mero reportage que se limita a hacernos saber los colores, los olores y los ruidos que hay en esta casa de vecindario o a lo largo de aquel muelle. La perspectiva del teatro comercial realista es ciega como una cámara fotográfica y cada año se acerca más al corazón mismo de la monotonía. En él no hay lugar para la tensión y la resonancia interiores que dan al arte de Ibsen y de Chéjov su maravillosa pluralidad.

No obstante, los poetas contemporáneos han confundido los dos modos. T. S. Eliot señala que Ibsen y Chéjov han logrado en prosa determinados efectos de los que él sólo había creído que era capaz la poesía. Pero el modo de hacer esta concesión implica que sólo se trata de éxitos momentáneos debidos a la buena suerte o al talento individual. No advierte que tienen su fundamento en una poética teatral revolucionaria y coherente. Esta falta de comprensión ha tenido vastas consecuencias. Ha llevado a los poetas-dramaturgos de nuestra época a volver las espaldas a la prosa y al futuro del teatro vivo. Yeats, Hofmannsthal y Eliot están perfectamente justificados cuando rechazan ese realismo plano que hiede a cebolla y que rige la estética del teatro comercial. Pero también rechazaron la riqueza imaginativa y la significación para la vida moderna de la tradición dramática que lleva de Büchner a Strindberg. Al proceder así volvieron a un pasado fantasmal.

Pero el teatro en verso no sólo reacciona contra las crasas limitaciones del “realismo socialista”. En su tentativa por recobrar la nobleza del estilo trágico, el poeta dramático trata de hacer frente al desafío que le ha lanzado la novela. Un autor que opta por el teatro serio en el siglo XX tiene que contar con el hecho de que la ficción en prosa constituye la forma más vital y predominante de presentación literaria. Más que cualquier género rival, sustenta el hábito de la conciencia estilística y organiza, en virtud de su profusa vida, la defensa general de la imaginación. En el Renacimiento y en la época neoclásica el dramaturgo es la figura simbólica de la literatura; en el curso del romanticismo ese puesto le corresponde al poeta lírico. Pero, desde la época de la Revolución industrial, el autor por excelencia, el hombre que tipifica hasta al primer vistazo la profesión de las letras, es el novelista.

La esfera de la novela es la prosa y la ficción moderna ha extendido enormemente sus alcances. La decadencia de la tragedia y de la poesía narrativa —de la cual es prueba decisiva el fracaso de la épica después de Milton— devolvió al campo común del lenguaje dominios de retórica e invención que otrora estuvieron reservados al dramaturgo y al poeta. Flaubert se dio cuenta de este hecho; y escribió una prosa tan bruñida, intrincada y ceremoniosa como la poesía del gran estilo. La novela moderna ha seguido esa senda enriquecedora. Es en la ficción en prosa donde vemos llegar el lenguaje al más vasto margen de significado posible. Joyce era un poeta, un hacedor de palabras que correspondieran al ímpetu y a la peculiaridad del sentimiento cuando se precipita sobre nosotros por las puertas, abiertas de par en par, del inconsciente. Extrajo del idioma metales nuevos para la lengua, unos acres e impuros, pero otros aleados con oro antiguo. Ulises amplía el margen de las experiencias posibles en la misma medida en que aumenta el tesoro de la lengua. Proust infundió a la prosa la simultaneidad y el movimiento interior de la música. Como la frase melódica, la sintaxis proustiana recurre por igual a la rememoración y a la expectativa, rodeando el hecho actual con la estructura del tiempo gobernado. En las novelas de Hermann Broch el idioma alemán logra evadirse, algo que rara vez consigue, de las tentaciones de la afirmación sistemática. En La muerte de Virgilio este idioma, tan rígido por la abstracción, asume una vitalidad eléctrica, sutil, y pasa como un brillante tiralíneas por la línea de sombra del inconsciente. Se trata de un dominio cuyo guardián era tradicionalmente la poesía lírica. Pero desde Flaubert hasta Broch los aventureros del verbo han sido los novelistas. Cada forma artística procura definir su propio idioma, sea mediante el realce de los modos existentes, sea mediante reacción contra ellos. Yeats, Claudel y sus sucesores han vuelto a la tradición del teatro en verso a fin de marcar más la distancia entre su arte y la prosa chillona y plana de los teatros comerciales, así como para separarlo del medio mismo de la prosa, la cual lleva el sello de la novela. Como hace a menudo, T. S. Eliot habló en nombre de muchos al definir su objetivo:

Tengo ante mis ojos una especie de visión del perfecto teatro en verso: su naturaleza es tal que presenta al mismo tiempo los dos aspectos del orden dramático y el orden musical... Ir tan lejos como sea posible en esta dirección, sin perder ese contacto con el mundo cotidiano y corriente que el teatro debe aceptar, es, en mi opinión, el objetivo adecuado de la poesía dramática.

Las palabras no son las mismas que usó Dryden. Pero el ideal que Eliot describe y las dificultades prácticas que se encuentran en el camino son precisamente los que preocupan a Dryden y a toda la tragedia inglesa después del siglo XVII. Mas convertir la visión en realidad es ahora mucho más difícil que en los días de Todo por amor.

El contacto de una poesía dramática y musical con el mundo cotidiano se ha hecho cada vez más precario y menos frecuente. No es fácil describir el proceso, pero representa uno de los principales cambios en la sensibilidad occidental. El verso ya no está en el centro del discurso comunicativo. Ya no es, como lo fuera desde Homero hasta Milton, el almacén natural del conocimiento y los sentimientos tradicionales. Ya no le proporciona a la sociedad el principal registro de la pasada grandeza o su marco natural para la profecía, según sucediera con Virgilio y Dante. El verso se ha vuelto asunto privado. Se trata de un lenguaje especial que el poeta individual insinúa, a fuerza de talento personal, en la conciencia de sus contemporáneos, convenciéndolos de que aprendan y acaso transmitan sus propios usos de las palabras. La poesía se ha vuelto esencialmente lírica; es decir, se trata de poesía de la visión privada y no del acontecimiento público o nacional. La epopeya de la conciencia nacional rusa es Guerra y paz, y no un poema de estilo heroico. La crónica del descenso del alma moderna al infierno no es una Divina comedia sino la ficción en prosa de Dostoievski y Kafka. Ahora es la prosa el lenguaje natural de la exposición, la justificación y la experiencia registrada. No significa esto que la poesía contemporánea tenga menos fuerza o importancia para la subsistencia de la cultura literaria y la captación sensorial. Pero sí significa que la distancia hoy existente entre el verso y las realidades de la acción común que el teatro debe considerar es mucho mayor que nunca.

Y el hecho de haberse alargado la distancia ha tenido un efecto decisivo para la historia del teatro. En cada uno de los principales idiomas modernos llega un momento histórico preciso en que el verso se aleja de las tablas. En la lengua inglesa ese momento se da durante la primera parte del siglo XVIII; en la poesía dramática de Addison y Johnson ya se encuentra la frialdad de la putrefacción. Pese al virtuosismo de Rostand, la autoridad del sentimiento directo parece alejarse del alejandrino después de Vigny. Kleist es el último de los dramaturgos alemanes que hicieron de la forma poética una condición esencial del argumento y del significado, y no un adorno secundario. Se sigue escribiendo poesía dramática a lo largo del siglo XIX, y lo hacen poetas notables como Browning y Hebbel. Pero cada vez tiene menos importancia en relación con la actividad teatral efectiva y con el tipo de teatro que se produce para el público corriente. Y a medida que el verso se aparta más y más de los escenarios populares, surge lo que Eric Bentley ha definido como la crisis del teatro moderno: el divorcio entre la literatura y las tablas.

Sófocles, Shakespeare y Racine fueron dramaturgos orientados hacia el género de representación teatral que era el normal y el central en sus respectivas sociedades. El rey Lear estaba destinado al Broadway de su tiempo. Goethe y Schiller estuvieron íntimamente vinculados, también en un nivel financiero y técnico, con la vida teatral de Weimar. Los melodramas heroicos de Victor Hugo y de Vigny corresponden todavía a la esfera de la producción comercial. Tras ellos el abismo se hace mayor. Las postrimerías del siglo XIX y los primeros años del siglo XX son la época clásica de las piezas “de capilla”, destinadas a la representación ante públicos especiales y en teatros especiales. Es la época del atelier, del “estudio” o el “taller” teatral, del teatro leído y el escenario experimental. Yeats escribió sus piezas para una especie de teatro danzante japonés, cuyas convenciones de máscaras y músicas han sido establecidas deliberadamente para distanciarse todo lo posible del teatro comercial. Strindberg, Maeterlinck y Cocteau trabajaron con elencos de actores especialmente adiestrados para lograr efectos esotéricos. Incluso cuando busca un público más vasto, el teatro poético contemporáneo está a menudo relacionado con un marco ritual y no teatral: Eliot escribió Asesinato en la catedral para una festividad religiosa en Canterbury y Hofmannsthal concibió Cada cual para representaciones rituales ante las puertas de la catedral de Salzburgo. La literatura se aleja del teatro a medida que la poesía se retira del centro de la actividad moral e intelectual.

 

Continúa en...

 

Artículos relacionados

Miércoles 24 de julio de 2019
La sabiduría del gato

El texto de apertura de El tiempo sin edad (Adriana Hidalgo): "La edad acorrala a cada uno de nosotros entre una fecha de nacimiento de la que, al menos en Occidente, estamos seguros y un vencimiento que, por regla general, desearíamos diferir".

Por Marc Augé

Lunes 23 de agosto de 2021
La situación de la novela en la Argentina

“El problema de discutir las tradiciones de la narración en la Argentina plantea, al mismo tiempo, la discusión acerca de cómo la literatura nacional incorpora tradiciones extralocales”. Un fragmento de la primera clase de Las tres vanguardias (Eterna Cadencia Editora).

Por Ricardo Piglia

Martes 16 de febrero de 2016
Morir en el agua

La sumersión final: algunas ideas en maelstrom alrededor de Jeff Buckley, Flannery O'Connor, John Everett Millais, Edvard Munch, Héctor Viel Temperley, Alfonsina Storni y Virginia Woolf.

Martes 31 de mayo de 2016
De la fauna libresca

Uno de los ensayos de La liberación de la mosca (Excursiones) un libro escrito "al borde del mundo" por el mexicano Luigi Amara, también autor de libros como Sombras sueltas y La escuela del aburrimiento.

Luigi Amara
Lunes 06 de junio de 2016
Borges lector

"Un gran lector es quien logra transformar nuestra experiencia de los libros que ha leído y que nosotros leemos después de él. (...) Reorganiza y reestructura el canon literario", dice el ensayista y docente en Borges y los clásicos.

Carlos Gamerro
Martes 07 de junio de 2016
La ciudad vampira

La autora de La noche tiene mil ojos, quien acaba de publicar El arte del error, señala "un pequeño tesoro escondido en los suburbios de la literatura": Paul Féval y Ann Radcliffe, en las "fronteras de la falsa noche".

María Negroni
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar