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Gabriela Cabezón Cámara: "La literatura es el reino de la libertad"

Fotos de Jiniva Irazábal

Leé el discurso de la autora de Las niñas del naranjel al recibir el Premio Fundación Medifé - Filba de novela.



Por Gabriela Cabezón Cámara.




Gracias. Lo que tengo para decir es gracias. Lo anduve diciendo bastante estos días, gracias. A mi mamá y mi papá que se dieron cuenta de que me gustaba leer y compraron —pese a su escaso presupuesto— mis primeros libros. Eran de esos de, creo, editorial Sigmar tipo Aladino y la lámpara maravillosa. Tenían tapas duras y dibujos de colores. A quien sea que haya dirigido la colección Robin Hood, gracias. A mi abuela Catalina que de algún modo logró hacerse con unos treinta o cuarenta de esos libritos, que me contaba historias, quisiera saber más de su abuelo indio, ¿cómo se llamaba, abuela, tu abuelo?, que me pedía que robara masitas y se las llevara a su dormitorio y yo lo hacía encantada aunque después siempre me descubrían y se armaba porque la abuela no podía comer dulces y porque me quedaban los bolsillos llenos de crema y dulce de leche y migas. Gracias, abuela. A los vecinos que me regalaban libros porque vieron que, eso, leer, era lo que más me gustaba hacer. Eran medio cualquiera los libros: Harold Robbins, Sidney Sheldon, Corín Tellado, por ejemplo. También me cayó alguno de Silvina Bullrich. Gracias, vecinos. A la señora que me tiró de la colita, yo tenía trece y todavía no elegía mis cortes de pelo, cuando me quedé paralizada en el medio de las vías y se me venía la locomotora encima. Gracias, señora. Caminaba leyendo, práctica que se me reveló, ese día, poco conveniente. Pero igual lo seguí haciendo: el deseo, cuando arde, es así, imprudente. A todos los profesores de literatura que tuve, gracias. Si hubiera sido por ellos, nunca me hubieran echado de ningún colegio. A las librerías de usado, gracias: confieso que les birlé algunos fondos a mis padres para gastarlos en sus anaqueles. También les robé algunos libros, usados y nuevos. Perdón, era una niña, no sabía lo que hacía, y gracias. A Puán, porque si no nunca hubiera leído las cosas locas que terminé leyendo: gracias, educación pública argentina, te debemos la mayor parte de lo mejor de la literatura argentina. Y de la Argentina a secas. A todos los amigos hermosos que aparecieron por el fuego de andar leyendo y escribiendo, todos los que quieren hablar de eso. De lo que están leyendo. De lo que están escribiendo. Pero sobre todo de lo que estamos leyendo. A las, los y les lectores, gracias: un libro es un bichito en estado latente e inacabado que sólo cobra vida, y sentido, en la lectura. Gracias, lectores. Y las amigas santas que leen las distintas versiones de lo que sea que esté intentando. A los editores, a mis editoras, gracias. A mis colegas, que son la gente con la que más conversé en la vida. Converso ahora. Y conversé siempre, con cada uno, incluso con los que llevan siglos muertos. Conversé con ellos cuando leía caminando por la calle y por las vías. Antes de dormir. Bajo las mantas, con linterna, cuando ya era hora de estar durmiendo. Cuando debería haber estado haciendo cualquier otra cosa. Trabajar, por ejemplo, trabajé siempre con un libro escondido y leyendo cada vez que podía —no me voy a disculpar por eso, vaya a cuenta de la plusvalía—. Cuando el mundo era horrible y parecía que iba a ser horrible para siempre. Cuando es glorioso. Al sol, en la playa, por ejemplo. En la isla, en el bote meciéndose entre los juncos. 

Gracias al mundo, los mundos, que se nos abren cuando leemos y escribimos. La literatura es el reino de la libertad, que tiene algo de individual y mucho de colectivo. Es ahí en la escritura —que siempre es una lectura— donde el imaginario colectivo se sirve de una autora, de un autor, de une autore para cristalizar algunas de las formas que está alucinando para sí misma la humanidad. Pueden ser un buen o un mal trip, pero siempre se escapan de lo que se nos impone como única realidad posible. Esta práctica, la de las artes, tal vez sea el resto que nos queda, a los que fuimos formados por la cultura tanática de Occidente, de la forma de soñar de los pueblos originarios: ese espacio-tiempo en el que el soñador puede ser otro, incluso no humano o más que humano, comunicarse con los ancestros, con los otros seres de la Tierra y concebir lo antes inconcebible. Concebir, por ejemplo, imágenes que sean semilla de otros futuros posibles para la vida de la Tierra, es decir para nosotros, la humanidad, también. Otras imágenes para el 99%, para los que no estamos incluidos en la “humanidad” que, por ejemplo, va a “salvar” Elon Musk colonizando Marte. Concebir lo inconcebible, crear mundos-otros, torsionar la lengua, revolcarnos en su música, en su semiosis infinita. Salir del universo, la sinécdoque es la figura retórica favorita del amo, para ir a lo pluriverso. Así que, gracias, trip de leer y escribir. 


Y gracias y gracias a estos tres grandes colegas, María Moreno, María Sonia Cristoff y Juan Mattio que, qué suerte, eligieron a Las niñas del naranjel para darle este premio. A María Moreno, la mejor de todos nosotros los escritores y lectores, por todo y por estar hoy acá, mi agradecimiento infinito, siempre. 

Gracias, María. A Filba y a Medifé, también, claro, gracias. 

Y bueno, eso, gracias.

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