Estrés y libertad
Por Peter Sloterdijk
Jueves 27 de julio de 2017
"Una civilización como la nuestra, que se basa en la integración de poblaciones individualistas en grandes cuerpos políticos, es una realidad existente muy improbable. Relegamos la existencia de los unicornios al ámbito de la fábula, pero damos por sentada a la 'sociedad', un animal fantástico de mil cabezas, aunque real".
Por Peter Sloterdijk.
Decir que la filosofía y la ciencia surgen del asombro es un lugar común. Platón, en boca de Sócrates, manifiesta que la admiración o el asombro es el único origen de la filosofía[1]. Aristóteles le responde con un conocido fragmento: “Los hombres —ahora y desde el principio— comenzaron a filosofar al quedarse maravillados ante algo”[2]. Debo confesar que estas frases grandilocuentes siempre me han parecido un poco sospechosas. Aunque ya hace casi cincuenta años que trato con literatura filosófica y científica, y he conocido, en todo este tiempo —ya sea como lector o en persona— a un gran número de autores de diversos campos científicos, nunca me he topado (salvo alguna excepción) con una persona de quien se pudiera decir en rigor que el origen de su labor intelectual fuera el asombro. Al contrario, más bien daría la impresión de que la ciencia organizada y la filosofía convertida en institución han emprendido una campaña contra el asombro. El personal sabio, los actores de la campaña, se esconden desde hace mucho tiempo tras la máscara de la impasibilidad, que en alguna ocasión también se denominó “resistencia a la perplejidad”. A grandes rasgos, la cultura científica contemporánea se ha apropiado, sin excepción, de la postura estoica del nihil admirari, pero a pesar de que la antigua doctrina inculcaba a sus adeptos que no debían asombrarse de nada, esta máxima no llegó a su punto álgido sino hasta en la época moderna. En el siglo XVII, Descartes caracterizó el étonnement como un afecto negativo del alma, como un desconcierto de lo más desagradable e inoportuno, que debía superarse mediante un gran esfuerzo espiritual[3]. El desarrollo de nuestra cultura de la racionalidad secunda en este punto a uno de sus fundadores. Si en la actualidad se llega a detectar el menor rastro del supuesto thaumazein, de la interrupción ante la sorpresa que provoca un tema desatendido, debemos asegurarnos de que se atribuya a una voz marginal o a la palabra de un lego: los expertos se encogen de hombros y siguen con el orden del día.
Esto vale sobre todo para las ciencias sociales. Según sus criterios internos, estas deben remitirse a un terreno absolutamente libre de asombro. Pensándolo bien, se trata de una premisa extraña, ya que si hay algo que puede despertar sin condiciones el asombro del lego y la admiración del erudito es la existencia de grandes cuerpos políticos, que en el pasado se denominaban “pueblos”, y que hoy en día, como consecuencia de una convención semántica sospechosa, reciben el nombre de “sociedades”. Este término suele referirse a las poblaciones de los Estados-nación modernos, es decir, a unidades políticas ingentes, con un volumen demográfico que oscila entre los varios millones y los miles de millones de miembros. Nada debería sorprendernos más que la existencia de estos conjuntos de millones y miles de millones de personas envueltos en capas culturales nacionales y múltiples divisiones internas.
Deberíamos estar perplejos ante estos ejércitos de grupos políticos que siempre consiguen convencer a sus miembros —sin que nunca sepamos cómo— de que, en virtud de un emplazamiento común y una prehistoria en común, forman parte, en la actualidad e inevitablemente, de una misma sociedad, que disfrutan de los mismos derechos y que participan en proyectos locales de supervivencia. Aquello que sorprende de estos objetos sobrepasa el límite de lo concebible cuando advertimos que no pocos de los grandes cuerpos políticos se constituyeron en la época moderna —podríamos decir que con el comienzo de las culturas liberales occidentales en el siglo XVII— con poblaciones de tendencias individualistas cada vez más marcadas. Entiendo por individualismo la forma de vida que relaja la inserción de cada persona en lo colectivo y cuestiona el absolutismo de lo común, algo aparentemente impensable hasta entonces, al atribuir a cada ser particular la categoría de un absoluto sui generis. No hay nada más sorprendente que la perpetuación de civilizaciones, la mayoría de cuyos miembros están cabalmente convencidos de que su existencia propia es en cierta medida más auténtica que todo aquello que envuelve a lo colectivo.
Aquí me gustaría —en contra de la corriente predominante de la politología y la sociología, sumidas en el no-asombro— llevar a cabo un ejercicio de admiración para poder entender un poco mejor el asombro inconmensurable frente a las formas de vida contemporáneas. Una civilización como la nuestra, que se basa en la integración de poblaciones individualistas en grandes cuerpos políticos, es una realidad existente muy improbable. Relegamos la existencia de los unicornios al ámbito de la fábula, pero damos por sentada a la “sociedad”, un animal fantástico de mil cabezas, aunque real. Al menos hemos comprendido que la estabilidad de estas grandes formaciones no está garantizada. Los propios integrantes son cada vez más conscientes de que la perdurabilidad de su forma de vida resulta problemática; si no fuera así, las élites de los subsistemas sociales no estarían discutiendo constantemente desde hace tiempo sobre la sostenibilidad de su modus vivendi. No cabe duda de que la palabra “sostenibilidad” se presenta como el síntoma semántico fundamental de la crisis cultural de hoy en día: asoma en los discursos de los responsables como si fuera un tic nervioso que nos lleva a deducir tensiones no resueltas en nuestros sistemas de accionamiento (Antriebssystemen). Responde a un malestar, que impregna nuestro ser en la civilización técnica de un sentimiento de fugacidad cada vez más intenso. Este sentimiento es indisociable de la conciencia de que nuestra “sociedad” —vamos a hacer uso de este concepto sospechoso sin detenernos demasiado en él— está estresada a causa de su autoconservación, que exige de nosotros un rendimiento insólito.
Así pues, nos sobran los motivos que nos invitan a pensar en un cambio de perspectiva en relación con la “sociedad”, este animal fantástico y real. Una teoría social plausible solo puede aplicarse a grandes cuerpos improbables o, si se prefiere, en tanto que física social de agentes conectados. La teoría de los grandes cuerpos constituye un compositum en el que se integran la teoría del estrés, la teoría de medios, la teoría del crédito, la teoría de la organización y la teoría de las redes. Me gustaría centrar mi atención en la extraordinaria importancia del concepto de estrés, en especial en su contexto actual. En mi opinión, los grandes cuerpos políticos, a los que denominamos sociedades, deben entenderse en primer lugar como campos de fuerzas constituidos por el estrés, a la vez que como sistemas de preocupaciones que se estresan a sí mismos y se precipitan hacia adelante permanentemente. Estos solo existen en la medida en que logran conservar su tono específico de inquietud a lo largo de la sucesión de temas día a día, año a año. En este sentido, una nación es un colectivo que consigue mantener la inquietud común. Debe abrigar un intenso flujo constante de temas más o menos estresantes que se ocupe de la sincronización de las preocupaciones de las conciencias para integrar a la población correspondiente en una comunidad de preocupaciones y estímulos renovados a diario. De ahí que los medios de información resulten absolutamente indispensables para la producción de coherencia en las comunas nacionales y continentales de estrés. Solo ellos son capaces, con una oferta que es un torrente incesante de temas irritantes, de mantener unido por medio de “contratensiones” (Gegenspannungen) a un colectivo dispar. La función de los medios en una sociedad multi-milieu conformada por el estrés consiste en evocar y provocar al colectivo en tanto tal, presentando propuestas nuevas cada día, a cada hora, para que este se excite, se indigne, se llene de envidia, se exalte: una multitud de posibilidades que apuntan al sentimentalismo, al miedo y a la indiscreción de sus miembros. Los receptores eligen entre esta oferta todos los días. La nación es un plebiscito diario, en el que sin embargo no se consulta sobre la constitución, sino sobre la prioridad de las preocupaciones. Al decantarse entre las posibilidades ofertadas por una excitación sincrónica, los grandes grupos, que no dejan de temblar de los nervios, reproducen el éter de la comunidad, sin el cual no puede originarse la cohesión social —o al menos la apariencia de esta— a lo largo de la extensión de los grandes Estados. Está claro que todo sistema social requiere de una base formada por instituciones, organizaciones y medios de transporte: esta debe velar por la producción y el intercambio de bienes y servicios.
La actualización del lazo social en el sentir de sus miembros solo puede llevarse a cabo mediante la creación simbólica de un estrés tematizado de manera crónica. Cuanto más grande es el colectivo, más fuertes deben ser las fuerzas de estrés que operan contra la descomposición del colectivo, en realidad imposible de reunir, en un patchwork de claves y enclaves introvertidos. Si un colectivo se enfurece ante la idea de su propia desaparición, indica que tiene un buen nivel de vitalidad. Hace aquello que mejor saben hacer los colectivos sanos: exaltarse; al exaltarse demuestra aquello que debe demostrar, es decir, que bajo el estrés da lo mejor de sí. En este sentido, desde hace ya algún tiempo, no tiene ninguna importancia preguntarse si se trata de un colectivo cerrado monoculturalmente o de una composición multicultural.
[1] Platón, Diálogos, vol. v, Madrid, Gredos, 1988, pág. 202.
[2] Aristóteles, Metafísica, Madrid, Gredos, 1994, I, 2, pág. 76.
[3] Descartes, R., Las pasiones del alma, Madrid, Tecnos, 1997, pág. 146: “El asombro es un exceso de admiración, que es siempre y forzosamente malo.”
Tomado del libro que acaba de editar Godot