Entre la fragilidad y la violencia
Cuatro voces narradoras
Lunes 11 de julio de 2016
Las obras de Alejandra Zina, Mariana Travacio, Acheli Panza y Claudia Sobico: desde lo fragmentario hasta lo más clásicamente construido, lo familiar, la religión y lo doméstico se encuentran en sus novelas y cuentos para salir de un mundo y pasar a otro.
Por Gonzalo León.
Desde lo fragmentario hasta lo más clásicamente construido, lo familiar, la religión y lo doméstico predominan en los trabajos de Alejandra Zina, Mariana Travacio, Acheli Panza y Claudia Sobico, narradoras que han publicado sus libros en los últimos dos años y que tienen algunas cosas en común. A excepción de Zina, todas empezaron a editar tarde, como tomándose un tiempo, entrenándose en talleres y en la lectura de sus textos y los de otros.
En tres de estos libros, los personajes principales son mujeres: en los cuentos de la última autora mencionada, Hay gente que no sabe lo que hace (Paisanita, 2016), se muestran tías, abuelas y madres con una fragilidad que inquieta; en la novela de Sobico, La Grafa (Alto Pogo, 2015), la narradora es una niña que nos adentra en la historia de una familia obrera; en la historia que le da nombre al libro de relatos Santoral, de Acheli Panza (Blatt & Ríos, 2014), vemos el mundo interior y exterior de una empleada doméstica que llega a trabajar a la casa de una familia de nuevos ricos. Sólo en Como si existiese el perdón (Metalúcida, 2016), la novela de Travacio, también autora de Cotidiano, hay una opción por un mundo de varones. Entre estas autoras hay otras cosas en común: citas o referencias a autores canónicos como José Hernández, Juan José Saer y Hebe Uhart, y a otros más contemporáneos, como Julián López.
Mariana Travacio construye una historia en la que reverbera de algún modo la gauchesca. Es la historia de una muerte y de sus consecuencias: en un barcito improvisado del interior, uno de los hermanos Loprete saca un cuchillo. El dueño, un parroquiano y el narrador de la historia reaccionan matando a Loprete. Días después de enterrarlo, aparecen los hermanos de Loprete. El dueño del bar y el narrador huyen, pero ambos saben que los buscan y se empieza a planear la venganza, una vuelta de mano. La narración es fragmentaria, con pequeños capítulos, da la sensación de que la historia no se termina de contar del todo. Aquí la violencia actúa como detonante del relato, es lo que hace que un personaje vaya hacia un lugar u otro. Como decía Piglia: “El momento inicial de una narración es salir de un mundo y pasar a otro”. En este sentido Travacio hace que su narración permanentemente esté comenzando, porque cada vez hay un nuevo destino. “Un día le pregunté al Tano qué hubiera pasado si en vez de venirnos nos hubiésemos quedado”, se lee, pregunta que demuestra que las decisiones narrativas son irremediables, sin vuelta atrás.
La autora, nacida en Rosario, reconoce que la intención primaria fue “la de narrar la violencia y, aún más específicamente, la violencia de la muerte. Me importaba hacerlo en un contexto americano y en ausencia de marcas temporales y geográficas. Me tomé todas las libertades durante la escritura de este texto, supongo que debo haber ignorado una buena parte de mis lecturas canónicas; entre ellas, acaso, la de Saer”. Aunque la violencia fuera el detonante del relato, pensó en ella como un problema de lenguaje, de sintaxis. ¿Cómo narrar la violencia sin caer en el lugar común? De ahí que se interrogara alrededor de qué se hace con un muerto: “O, dicho de otro modo, cómo se responde frente a lo que no tiene remedio. De modo que la violencia, en este caso, pretendió encarnar una suerte de sublevación menor: la sublevación del inerme, algo bastante precario y absurdo. Quería, por tanto, que estos personajes se movieran en un escenario hecho de imposibilidad y sinsentido”.
Quizá haya un rasgo que una a Alejandra Zina y a Mariana Travacio, y sea cierto guiño a Juan José Saer. En un pasaje del cuento “En obra”, Zina hace una referencia a “Sombra sobre un vidrio esmerilado”, cuando escribe: “La silueta borrosa de un hombre solo, preocupado o aliviado, adentro de un baño prestado. Cintia formó un rectángulo con los pulgares y los índices delante de sus ojos, encuadró el vidrio esmerilado y disparó”. Pese a lo evidente que pudiera parecer la referencia, y a que Zina efectivamente leyó a Saer cuando estudiaba Letras, hoy siente lejano al escritor santafesino y se inclina a pensar que “‘En obra’ tiene más de mi gusto por la fotografía que referencias literarias. Me fascinan las fotos, la mirada de ciertas mujeres especialmente. Veo mucho por Internet y cada tanto me mando a algunas muestras”. La otra referencia literaria que sí se ve, básicamente por el trabajo con lo doméstico, es Hebe Uhart: “Las cosas en las que ella se fija, de las personas y de los lugares, cómo hace entrar las voces de los otros, su humor”, destaca.
Sin embargo, hay un rasgo que atraviesa los cuentos de Hay gente que no sabe lo que hace y es la fragilidad de los personajes. Muchos están a punto de romperse y de eso se trata, de cómo viven esta fragilidad en el erotismo, en la locura y en la vejez. Zina dice que en algunos esto fue premeditado y en otros inconsciente, pero que en cualquier caso fue producto de la búsqueda de un tono, de una atmósfera que inevitablemente la llevaba a ese lugar: “Hay una sensación de que las cosas se están por romper, o de que el cuento se está por deshacer. O de que los límites se vuelven imprecisos. Dónde empieza esta historia, dónde termina. Me gusta sentir eso cuando leo cuentos de otros. La fragilidad es algo muy humano”.
Al igual que Como si existiese el perdón, La Grafa (y también el relato “Santuario”), es un texto fragmentario aunque menos preciso y condensado que los otros. Sobico indica se debe a que, tal como los ritmos de vida, “las expresiones artísticas se fueron acortando. Ahora se miran series de treinta minutos, las noticias en radio, impresas o digitales son más cortas, las novelas ya no suelen ser de trecientas páginas y abunda el microrelato”. La Grafa trata de las desventuras de una familia obrera y su narradora es una niña: a veces aparece una voz más política, todo lo cual hace recordar Una muchacha muy bella, de Julián López que, no por casualidad, fue su profesor de taller.
El relato familiar, para Sobico, a diferencia de otros autores y aunque esté ficcionalizado, “se ciñe a lo real porque es una reconstrucción; no está atravesado, como la ficción, por el engranaje consciente de un escritor que construye una historia voluntariamente. El relato familiar fluye desde el inconsciente y eso es, para mí, lo que lo hace más rico”. La mezcla con el relato político se le dio de manera natural y también inconsciente. Si bien se acerca a la mentada literatura de hijos, ella tomó la decisión de no abordar “el terror que nos oscureciera en esa época” y optó por contar “la problemática de una familia obrera en todos sus aspectos”. Su propuesta entonces huye hacia otro lugar y se muestra más original, aunque la cantidad de voces de la familia, siempre con personajes que llegan o se van a visitar a otros familiares, provoque más de una confusión.
Santoral, de Acheli Panza, está compuesto por cinco relatos y es el libro más extenso de todos. Como ya se indicó, el cuento que da nombre al libro trata de una empleada doméstica que llega a trabajar a una casa de nuevos ricos compuesta por un apático matrimonio, que desconfía de los pobres y que cumple con casi todos los pecados de su clase social. Sin embargo, Panza opta por no hacer un retrato de clase, aunque a veces parezca encaminarse hacia allá. Lo que hay es un trabajo con el tiempo, condensando las acciones de la protagonista y narradora en un diario, en repeticiones de una vida sin sentido que rápidamente se va mostrando reducida a la nada. Sin tiempo no hay vida, pareciera decir Panza. A la vez, cuestiona ese viejo y engañoso refrán que dice que el trabajo dignifica; aquí no hay dignificación, pese a que cada día de este diario se recuerde a un santo, como en los calendarios católicos. La vida de la protagonista es una vida casi monacal y su ingreso a la casa de estos nuevos ricos se parece mucho a un ingreso a un convento: hay obediencia irrestricta a los patrones, como el voto de obediencia de sacerdotes y monjas. Para hacer más evidente el gesto, en sus días libres la protagonista va a misa. Es el Diario de un aspirante a santo, de Georges Duhamel cuando escribe también en formato diario: “La humildad de los santos es paradójica. Consiste en una competencia por quién será el más pobre, el más modesto, el más oscuro”. En contrapartida, Panza escribe:
“A las 7:08 me despierto, me siento en la cama. Cuando levanto la cabeza, en ese preciso momento, siento un pitido en el oído izquierdo.
10:55, el pitido sigue con la misma intensidad, los nenes ya están despiertos, juegan, gritan, pero yo escucho poco, sólo del oído derecho.
16:30, mi hermana me pide que vaya al hospital por mi oído, le digo que sí, aunque pienso que esto es temporal y que en cualquier momento se me va a pasar”.
Acheli Panza cuenta, sin embargo, que a la hora de escribir “Santoral” no tuvo como modelo ningún referente de diario. El formato, como dice ella, se fue dando en el taller de escritura de Damián Ríos, de este modo “podía avanzar por semana mandando un capítulo o dos”. Como es de imaginar, en “Santoral” cobra importancia la fe y eso recuerda al personaje del pastor en El viento que arrasa, de Selva Almada, aunque no llega a constituirse como una voz: “Creo que la fe, o el pensamiento mágico, es a lo que las personas se aferran cuando caen otros recursos. También la fe en un lugar de expiación de la culpa. En este cuento la protagonista tiene una culpa enorme y rezar alivia esa culpa. La fe tiene un lugar similar a la locura, es decir da una frontera a un contenido que desborda”. La enajenación es importante en el relato, porque tanto el mundo de los empleadores como el de las empleadas está en disolución, como si en algún punto fuera a aparecer la locura; se trata de un mundo inestable que camina como un funámbulo sobre la cuerda floja.
¿Qué colegas recomendarían estas escritoras?
Tanto Alejandra Zina como Claudia Sobico destacan el trabajo de Carina Radilov Chirov (Zina agrega también a Gabriela Cabezón Cámara), como una autora muy interesante y a tener en cuenta. La autora de La Grafa encuentra que los cuentos de Radilov Chirov “se empapan de alcohol, drogas y el sexo de las mujeres, sin escandalito, sin hacer de eso el centro de la historia, sino el escenario de una realidad actual de pueblo poco narrada aún”. A Sobico le gustan Selva Almada, Bibiana Ricciardi, Alejandra Zina y Gabriela Borrelli Azara, quien la “ha marcado en este último tiempo por diversos motivos”. Zina concluye que hay un grupo de escritoras que está escribiendo “sin pudor, sin juicios de valor, entregadas al mundo que narran y al lenguaje que pide ese mundo. No es tanto qué temas tocan, qué escenarios, qué personajes, si es autobiográfico o no, sino la vitalidad de lo que cuentan”. Aparecen más nombres: Samanta Schweblin, María Sonia Cristoff, Dalia Rosetti, Romina Paula. Por su parte, Travacio rescata el trabajo que viene haciendo Ariana Harwicz y no sólo recomienda sino que va más allá. Dice que la narrativa argentina “está en estado de ebullición. Me parece que hay una enorme pluralidad de voces en este momento y que esa pluralidad da cuenta de un estado de búsqueda”, principalmente del lado de las editoriales independientes.