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El diseño de una novela

May Sarton explora las vicisitudes del proceso creativo en Sobre la escritura, publicado por Salta el pez con traducción de Ivana Romero.



Por May Sarton. Traducción de Ivana Romero.



Muchas veces me preocupa el despropósito de haber emprendido la exploración de dos oficios en vez de uno, dos oficios difíciles, cada uno capaz de exigir la imaginación y el esfuerzo de una vida entera. Pero hay algunas cosas que la novela puede hacer y la poesía no; la poesía lírica se ocupa principalmente de la visión intensa del momento, la visión singular; la novela se ocupa de la interrelación de algunas –y a menudo varias–psiques y del impacto de unas sobre otras. Se ocupa de cómo evolucionan esas relaciones. La novela requiere un largo aliento, un long souffle como dirían los franceses. Puede ser, hasta cierto punto, planeada con anticipación durante un período determinado de tiempo. Una puede decir «voy a escribir una novela el año próximo» pero una no puede decir «voy a escribir un poema el año próximo». El intelecto y el deseo no controlan la poesía en la misma medida. Sin embargo, navegamos aguas misteriosas cada vez que intentamos analizar un proceso creativo. Déjenme por un momento mirar por sobre el hombro de E. M. Forster. Cuando uno de los periodistas de The Paris Review le preguntó «¿Cuán consciente es usted de sus conocimientos técnicos?», Forster respondió: «La gente no se da cuenta de la poca conciencia que uno tiene sobre estas cosas; de qué modo uno tambalea. Quieren que estemos mucho más atentos de lo que estamos. Ojalá los críticos pudieran hacer un curso sobre cómo los escritores no resuelven sus cosas pensándolas, un curso de conferencias». 

Quisiera ser más específica: la idea de mi novela A Shower of Summer Days llegó más de un año antes de que yo la reconociera como una idea fértil. Llegó bajo la forma de un pequeño incidente o imagen puntual. Sucedió que fui invitada a pasar unos días en la antigua casa de Elizabeth Bowen en County Cork, Irlanda: Bowen's Court. Mi cuarto estaba en una esquina dela casa y tenía cuatro grandes ventanas; recuerdo los jarrones Lowestoft llenos de rosas en mesas diminutas, candelabros de plata, un gran cubrecama de satén rojo. Pero no había ningún escritorio. Lo primero que hace un escritor cuando entra en una habitación es buscar el escritorio. Así que en pocos minutos saqué la vajilla, el espejo, las rosas y el candelabro que había sobre una de las mesas y la acerqué a la ventana que daba al este. Trabajé muy feliz durante días. Pero después de irme, me sentí perturbada. Aparentemente, al quebrar el noble orden ancestral en esta magnífica casa del siglo XVII, había cometido un ultraje. ¿Un ultraje a qué? «A las costumbres y el ceremonial» habría respondido Yeats, propios de esta casa que tenía una fuerte personalidad. La semilla de la novela era una perturbación psíquica aparentemente banal que comenzó a asediarme. ¿Por qué la casa era tan poderosa? Rápidamente empezó a quedar claro, mientras la novela comenzaba a cuajar, que el tema estaría vinculado a los efectos que una casa tenía sobre un grupo de personajes. Lo consciente y lo inconsciente empezaban a trabajar juntos. Ahora puedo poner en palabras lo que en ese momento solo podía sentir: si la casa iba a ser la protagonista, alguien tenía que sentirse confrontado por ella de un modo u otro, tener sentimientos encontrados por esa gracia formal que ella encarnaba. Alguien debería entrar en esa casa en un momento crucial de su vida, alguien que se sintiera afectado, incluso a tal punto que esto cambiara su vida. Así es como nació Sally, una chica norteamericana en rebelión contra todo, que se embarcaba hacia la casa de su tía en Irlanda para dejar atrás un romance desdichado, que llega luciendo sus jeans azules, y tropieza y cae frente los grandes escalones de piedra de la entrada en esa casa señorial. 


Si la casa era sinónimo de valores inalterables, de una larga tradición de ceremonial y formalidades, ¿no tendrían los personajes, en el fondo, una relación ambigua con ella? ¿Porqué? Porque la novela debe darle textura dramática a su propio tema. Así que Violet y Charles, sus actuales propietarios, empezaron a delinearse en mi imaginación; son víctimas de un Imperio Británico que comienza a extinguirse y retornan a su lugar ancestral como refugiados de Birmania en el momento de su liberación. Es, por lo tanto, una suerte de jubilación temprana y un momento de ajustes. Sentí que debía haber alguien que representara los antiguos valores, su continuidad; por eso Annie, la cocinera, y Cammaert, el jardinero gruñón, siempre recordando los grandiosos años cuando él dirigía a cinco jardineros que tenía a su cargo. Mucho más tarde, cuando ya había escrito unas cien páginas, llegué a la conclusión de que el trío (Violet, Charles y Sally) tendría que convertirse en un cuarteto y así es como importé a Ian, el joven novio de Sally, desde Norteamérica. 

Pero desde el principio –porque esa era la semilla de la experiencia, la verdad personal en este libro para mí– sabía que el tema sería el efecto de la casa sobre un grupo de personas. Solo encuentro una larga nota sobre esta novela en mis apuntes. Supongo que en ese entonces tenía en mente un cuento. Sobre Sally apunté «enviada a Irlanda para superar un enamoramiento. Pero era el lugar menos adecuado para no recordar. El pasado fluía por todas partes, asaltaba los nervios como una corriente de aire». 

Creo que se empiezan a dar cuenta de lo que vengo diciendo de un modo desordenado: que el tema y los personajes determinan la trama. Tengo la intuición de que algunos principiantes asesinan sus novelas adelantándose demasiado cuando crean la trama. La trama es, en definitiva, lo que ocurre solo porque determinados personajes se meten en determinada situación. Me voy un poco por las ramas para indicar que si el tema –la inquietante pregunta que el escritor espera responder en el proceso de escritura– se acelera, la trama –demasiado pronto– muere.

Así que acá tenemos un tema estimulante imantando a los personajes a su alrededor. Quizás hayamos escrito algunos capítulos tentativos dejando que el viento sople en la dirección que quiera. Pero llega un momento en que el elemento crucial está o no: la novela se debe mover en una dirección definida. Alguien podría sugerir que hay una bomba plantada en la novela (lo que debe ocurrir). Podría ser simplemente una bomba de tiempo: lo que vaya ocurriendo posiblemente sea el paso del tiempo, pero es una bomba en el sentido de que cuando explota el significado de la historia queda claro. Todos sus elementos caen en el lugar indicado y el gran diseño de la novela se torna visible para el lector. O, para cambiar la metáfora, una podría decir que una novela es una máquina en movimiento. Se mueve hacia su destino.

(…)

Esta anticipación de un destino posible brota, he sugerido, de lo que una quiere decir, de la pregunta hecha. Prácticamente no puede descubrirse hasta que el escritor no haya imaginado el conflicto específico que pondrá a los personajes en movimiento. El tema, los personajes y el conflicto crean la trama. En La peste, de Camus, por ejemplo, los personajes están prisioneros dentro de una ciudad infectada por la peste. En El señor de las moscas, de William Golding, los jóvenes náufragos se encuentran en una isla, sin posibilidad de contacto con los adultos, y vemos cómo las fuerzas primitivas, anárquicas y violentas, terminan controlando a las fuerzas civilizadas. En Al faro, de Virginia Woolf, el conflicto es simplemente si el clima estará lo suficientemente bueno como para hacer un viaje al faro. 

El viaje se concreta pero no por el grupo original; algunos murieron, todos cambiaron con el paso del tiempo. Por supuesto que el problema de analizar un proceso complejo de manera abstracta es que se sobre-simplifica y sobre todo, se sobre-intelectualiza. Las novelas no son un rompecabezas de palabras. Una puede volver atrás y darse cuenta después cuál fue el suceso que le hizo tomar tal decisión o tal otra, pero el hecho es que una está, literalmente, soñando con una novela y los sueños vienen de un nivel inconsciente. Recuerdo con qué placer llegué, en los diarios de Virginia Woolf, a las primeras aproximaciones de su novela más grandiosa, Alfaro. Esto es lo que anotó: «Esto será bastante corto; tener el personaje del padre completo; y la madre; y St. Ives; y la infancia; y todas las cosas que usualmente busco incluir: vida, muerte, etcétera. Pero el centro es el personaje del padre, sentado en un bote mientras recita ‹Morimos en soledad› y aplasta un pez moribundo». 

En el instante en que esa imagen precisa saltó del lápiz al papel, ella debe haber sabido que ese embrión viviría. Qué espléndido es el «etcétera» porque se trata de una visión de la vida, que hace de ese libro el gran poema y la gran crítica que es: «vida, muerte, etcétera».

(…)


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