El automóvil de la novela
Ernest Hemingway por Robert Capa
Lunes 04 de marzo de 2024
¿Cómo condujeron sus proyectos de escritura Kerouac, Tabucchi o Gabriel García Márquez? En Cómo dibujar una novela (Factotum), Martín Solares se lo pregunta.
Por Martín Solares.
Mientras Jack Kerouac escribió las 320 páginas de On the road en tres semanas, mecanografiando 15 páginas diarias sobre un rollo de papel de teletipo que medía 36 metros de largo, Marcel Proust generó los más de un millón y medio de palabras de À la recherche du temps perdu a lo largo de 14 años, avanzando al cómodo ritmo de 300 palabras o media cuartilla al día, si se hace un promedio. Dostoievsky se vio obligado a interrumpir la escritura de Crimen y castigo a fin de pergeñar las casi doscientas páginas de El jugador en el angustioso plazo de 27 días, y dictándolas, ante la amenaza de perder las regalías del conjunto de sus obras durante nueve años. Hemingway escribió El viejo y el mar en ocho semanas, y Tabucchi su Sostiene Pereira en tres meses, pero ambas parecen escritas sin prisas, como resultado de una larga destilación.
Si bien se acepta que un narrador con experiencia requiere en promedio dos años para terminar una novela publicable, algunas de las representantes más renovadoras de este género requirieron lapsos más grandes: las 265 mil palabras del Ulysses de James Joyce requirieron 15 años de arduos trabajos; A sangre fría, seis; Madame Bovary, cinco; la imponente Ana Karénina, cuatro; Don Quijote, alrededor de dieciocho, desde el momento en que Cervantes tuvo la idea original.
No todos pueden escribir un libro perdurable a la misma velocidad. Mientras que Louis Aragon podía redactar una decena de páginas diarias de cualquiera de sus novelas en proceso, André Breton avanzaba a cuentagotas en el mismo lapso, pariendo media cuartilla de Nadja a lo mucho. De un lado los orfebres que buscan una o media cuartilla diaria, y del otro los novelistas que buscan escribir por lo menos dos, aspirando a cuatro. Y no hablemos de Charles Dickens, Lev Tolstói, Haruki Murakami o Stephen King.
Uno tiende a creer que la ficción es ingobernable, pero Hemingway no abandonaba su mesa de trabajo hasta no haber acumulado al menos 500 palabras diarias, y Georges Simenon, que podía escribir una novela en un mes, llegó a escribir una entera en doce horas, sentado en el escaparate de una librería, a fin de ganar una apuesta. Al morir Simenon se creyó que sólo había publicado ciento noventa y dos novelas, pero la lectura de su testamento reveló que el autor belga además había escrito y publicado ciento setenta y seis novelas adicionales, amparado bajo 27 seudónimos distintos.
Entre los mexicanos, Carlos Fuentes tardaba entre seis meses y nueve años en terminar una novela; Fernando del Paso ha requerido en promedio una década para escribir cada uno de sus cuatro monumentales relatos, de alrededor de mil páginas; Daniel Sada requirió seis años ininterrumpidos para las 900 rítmicas cuartillas de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, y Élmer Mendoza asegura que termina un primer borrador de cualquiera de sus obras en poco más de tres meses, aunque las siga corrigiendo durante tantos años como sea necesario. A nadie le importa que la novela que está leyendo se haya escrito con rapidez o lentitud sino que nos arrebate y nos lleve a un sitio más interesante que la vida de todos los días.
Para que nuestras historias se transformen en literatura, la novela exige algunas paradojas: que nos olvidemos del tiempo y que trabajemos con él, que traduzcamos varios años de trabajo en un solo instante escrito, y que pensemos en el tiempo como si fuera un elemento tangible. En esto debió pensar Andrei Tarkovski cuando sostuvo que el tiempo es “la llama en la que vive la salamandra del alma humana”. Lo que Tarkovsky dice de un director de cine funciona también para un narrador:
¿Cuál es el trabajo más importante de un director? Esculpir el tiempo. Al igual
que un escultor toma un pedazo de mármol y, consciente de la forma buscada, le retira todo lo que sobra, de la misma manera el cineasta se apropia de un pedazo de tiempo, de una masa enorme de hechos de la existencia, elimina todo aquello que no necesita, y conserva sólo aquello que se revelará como los componentes de la imagen cinematográfica. Se trata de una operación de selección, común a todas las artes.
En su Libro de quizás y de quién sabe, Eliseo Diego confesó que escribir equivale a capturar a un ser vivo en un material que realce su apariencia:
Negra, precisa, delicada, allí quedó la hormiga presa en el ámbar y, a la vuelta de veinte millones de años, está aquí ahora como un trocito congelado de qué tiempo increíblemente remoto […]. Un azar difícil si no extremo llevó la criatura al ámbar, el ámbar a la imagen impresa, la imagen a tus ojos para que fuese tuya el ansia de escuchar aquel rumor soplando entre las impasibles coníferas, en lo inmóvil –allá por lo oculto del tiempo.
Entre los teóricos que han estudiado las leyes a que obedece el tiempo en el universo de la ficción están Umberto Eco (De Supermán al superhombre), Roland Barthes (en especial en su “Introducción al análisis del relato”, en Poética del relato), Gérard Genette (Figures III) y el ya citado Mijaíl Bajtín (Estética y teoría de la novela).
Bajtín propuso el concepto de cronotopía para describir las diversas combinaciones de elementos espaciales y temporales que requieren los distintos tipos de novela; Eco subraya que para existir plenamente ciertos personajes de ficción deben vivir en una suerte de instante onírico, en donde el tiempo no transcurre, y Barthes nos invita a dudar de lo que llama “la ilusión cronológica” en la prosa de un relato. Mientras Bajtín os invita a reconocer la manera como se repiten ciertos hechos en la narración novelesca, al grado que podemos hablar de familias de novelas, emparentadas por sus hallazgos y contenidos, Umberto Eco devela las contradicciones lógicas que suenan escandalosas, pero permiten que un personaje ficticio cobre vida. Y luego de convencernos de que desde el punto de vista del relato eso que llamamos tiempo no existe, Roland Barthes invita a tomar una obra literaria y desarmarla pieza por pieza.
Pero de entre todos ellos sólo Gérard Genette consiguió diseñar un método para medir la velocidad a la que avanza la prosa de ficción.
En su Discours du récit, Genette propone comparar dos elementos: la duración de cada hecho contado y las estrategias para contarlo.
Según Genette, sólo hay cuatro vías mediante las cuales un escritor puede tomar el tiempo y volverlo una materia maleable.
La primera consiste en que la prosa que estamos escribiendo se comporte como un espejo y refleje fielmente, a medida que ocurre, cada uno de los hechos importantes del universo imaginario. Con ello se busca crear la ilusión de que estamos contando acciones que suceden en tiempo real. Esto implica que el relato avance a una velocidad que corresponda con la intensidad de los hechos narrados, no demorarse mucho en las descripciones, sólo prestar atención a los gestos, recuerdos y premoniciones que tengan consecuencias precisas sobre el resto de la trama. Con este sistema se podría contar Los tres mosqueteros pero también una historia policial. En algunas de las novelas de Mario Vargas Llosa o Santiago Roncagliolo podríamos encontrar ejemplos de este recurso, la velocidad del espejo:
El autobús estaba detenido. Se fijó en la hora: cuatro de la mañana. Vio los cristales empañados del interior. Pulió el suyo para mirar hacia fuera. La lluvia caía horizontalmente azotada por el viento. Granizaba. Reparó en que su compañero de asiento había desaparecido, junto con muchas otras personas (Roncagliolo, Abril rojo, p. 93).
La segunda manera de afrontar el tiempo consiste en resumir al mínimo la narración de los hechos, contar sólo lo esencial, como hacemos en un telegrama. La lectura de este relato duraría menos que los hechos invocados: las acciones evocadas en Crónica de una muerte anunciada o en Salón de belleza, de Mario Bellatin, durarían más que los textos que pretendieron contenerlos. Alejandro Zambra es ducho para construir este tipo de relatos, capaces de contener una historia mayor:
Julio escabullía las relaciones serias, se escondía no de las mujeres sino de la seriedad, ya que sabía que la seriedad era tanto o más peligrosa que las mujeres. Julio sabía que estaba condenado a la seriedad, e intentaba, tercamente, torcer su destino serio, pasar el rato en la estoica espera de aquel espantoso e inevitable día en que la seriedad llegaría a instalarse para siempre en su vida (Bonsái, p. 16).
La tercera estrategia ante el tiempo es la de las tijeras: consiste en recortar deliberadamente ciertas acciones de los personajes, incluso aquellas que pueden ser muy importantes dentro de la trama, de manera que el lector deba imaginar los secretos o los cabos sueltos a medida que se topa con los huecos: el narrador de El asesinato de Rogerckroyd, de Agatha Christie, por ejemplo, evita contar por pudor un hecho esencial para la resolución del enigma, que determina el remate de esta novela.
La voz del anciano en Un artista del mundo flotante, de Kazuo Ishiguro, elude constantemente abordar aquellos episodios de su vida familiar que le resultan reprobables o vergonzosos, pero la elegancia con que se realizan estas omisiones nos permite imaginar tales hechos en su dolorosa dimensión, sin necesidad de presenciarlos.
La cuarta vía de Genette podríamos llamarla el globo de la descripción: esos relatos en los que el narrador se esmera en registrar detalle por detalle de los objetos, personas o hechos que forman parte de su universo de ficción. Gracias a los trabajos de Philippe Hamon (entre ellos, Du Descriptif) podemos preguntarnos si a lo largo de la historia de la novela la descripción efectivamente ha evolucionado, y cómo ha sido empleada. Actualmente los narradores tienden a usar la descripción como si fuera un microprocesador: buscando que ocupe el menor espacio posible. Pero en las novelas del siglo xix era uno de los recursos más socorridos: cuando la descripción abundaba, la narración de los hechos duraba mucho más que los hechos mismos: un relato del tamaño de una ballena para contar la forma de un botón, cosa que a algunos no les parecería tan importante para construir el estilo del narrador o las consecuencias de la trama.
A Genette se le puede objetar que él mismo tarda demasiado en explicar los casos que describe, pero la solidez de su aportación está fuera de toda duda. Se podrá decir que uno puede contar una novela saltando del punto de vista de un personaje a otro, mezclándolos incluso, o yendo en reversa como Alejo Carpentier, pero la velocidad a que avanza cada una de esas prosas hipotéticas siempre termina por corresponder a una de estas cuatro variantes. Incluso los recuerdos o las premoniciones de los narradores, cuando ocurren, obedecen a alguna de estas cuatro velocidades del automóvil –que rara vez se dan de manera pura, sino que tienden a combinarse entre ellas, según lo que requiera la historia o el estilo de cada narrador.
En América Latina algunos de estos recursos adquieren una gran complejidad. Rulfo, por ejemplo es un aficionado a la elipsis, como
bien demuestran los espacios en blanco que desliza con frecuencia. Pero hay otras elipsis más radicales en Rulfo, que nos sorprenden a mitad de una frase:
Y ya se iba cuando apareció la figura de Pedro Páramo.
–Pasa, Fulgor.
Era la segunda ocasión que se veían. La primera nada más él lo vio; porque el Pedrito estaba recién nacido. Y ésta. Casi se podía decir que era la primera vez. Y le resultó que le hablaba como a un igual. ¡Vaya!
Toda la infancia, adolescencia y parte de la edad adulta de Pedro Páramo transcurrieron de un salto entre dos frases. Otro ejemplo, menos dramático pero más taimado:
–¿No están ustedes muertos? –les pregunté.
Y la mujer sonrió. El hombre me miró seriamente.
–Está borracho –dijo el hombre.
–Solamente está asustado –dijo la mujer.
Había un aparato de petróleo. Había una cama de otate, y un equipal en que estaban las ropas de ella. Porque ella estaba en cueros, como Dios la echó al mundo. Y él también.
–Oímos que alguien se quejaba y daba de cabezazos contra nuestra puerta. Y allí estaba usted.
De los cabezazos, como de muchas cosas que hace el protagonista, no teníamos noticia en las páginas previas. Todo indica que Rulfo prefiere ocultar las acciones más reveladoras que realiza Juan Preciado mientras camina por Comala, de manera que los únicos capaces de percibirlas y comentarlas sean los otros personajes, todos fantasmas.
Entre los narradores que brillan por su capacidad de síntesis, basta citar el relato de Augusto Monterroso, que sorprendió incluso a Italo Calvino por su velocidad: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Y no está de más aclarar que según Monterroso no es un cuento, sino una novela. Si el relato hiperbreve se puso de moda a finales del siglo xx, Twitter fue su vehículo a principios del xxi. Autores como Francisco Hinojosa, Alberto Chimal o José Luis Zárate avanzan en la escuela de Monterroso.
Como Jorge Harmodio: “Y al tercer día, la curiosidad resucitó al gato”.
Pero la velocidad a la guatemalteca o el carácter taimado de los narradores de Comala no son los únicos hallazgos en la velocidad de la prosa narrativa latinoamericana. Es probable que en Argentina hayan inventado una nueva forma de usar el automóvil.
De entrada se diría que Borges es de los que siempre avanzan en cuarta velocidad, sintetizándolo todo, incluso la descripción, con frases como “Nadie lo vio descender en la unánime noche”. Pero habría que decir que con sus enumeraciones cósmicas, que parecen arbitrarias e incluso desordenadas al lector distraído, Borges en realidad inventó la quinta velocidad. ¿Quién puede darse el lujo de revelar el alma de un personaje mediante una enumeración, de contar su vida a través de una lista de objetos o instantes? El Aleph como método narrativo.
La prosa de la novela funciona como un automóvil. Quien pretenda conducir está obligado a conocer todas las variantes que ofrece el motor.
Un escritor distraído es incapaz de mantener la velocidad adecuada, que él mismo estableció: de repente acelera y pasa por alto los hechos más interesantes de la historia, o bien se demora páginas y páginas para contar anécdotas o detalles que tienen escasa influencia sobre el tema principal. No es raro que anuncie cosas extraordinarias, pero olvide visitarlas, o que recuerde inmensos bloques de su propio pasado, que no vienen al caso en las páginas de su ficción. Tomar en cuenta las distintas velocidades del automóvil nos permite reconocer si estamos errando el camino o si el vehículo que tratamos de poner en movimiento ha dejado de avanzar.
En una novela el tiempo es una ficción, construida con el mismo cuidado con que se inventaron la historia, los personajes o el lugar en el que ocurren los hechos. Sobre esa ficción crecen los mundos imaginarios de la novela, desde los cuales se observa mejor nuestra vida.