Cuatro consignas de escritura
Un edificio en llamas
Jueves 08 de junio de 2017
"En el fondo cualquier escritor piensa a través de consignas, incluso de las más tontas", dice el autor de La maestra rural, quien imparte talleres desde hace más de trece años. "Cada texto contiene una consigna implícita, un modo de abordarse que es propio de cada escritor".
Por Luciano Lamberti.
Es conocida (es demasiado conocida) la anécdota que narra la consigna literaria que John Cheever le presentaba a sus alumnos en el taller de escritura de Iowa: escribir una carta de amor desde un edificio en llamas. Con un ejercicio así Cheever quería conseguir, me imagino, que sus alumnos abandonaran la lengua literaria, las disgresiones (a las que él tanto adoraba) y todo planteamiento inútil y fueran de una buena vez por todas al hueso del asunto: ese que solo podemos comenzar a imaginar cuando el humo está subiendo desde el primer piso. Me gustaría ver los resultados de un ejercicio semejante: probablemente contengan confesiones algo impúdicas, ideas que no se atreven a pensarse siquiera fuera de una situación así, evaluaciones que van más allá de la vida ordinaria. “Vivimos postergando lo impostergable”, escribió Borges en alguna parte, pero en un edificio en llamas todo es urgente. Podemos pensar, también, en una actualización histórica del ejercicio. Escribir una carta desde una de las Torres Gemelas, por ejemplo, cuando la estructura comienza a flaquear y ya adivinamos el final de esa película y saltamos al vacío con la carta bien segura dentro de los bolsillos del saco.
Hay dos ejercicios más, clásicos, que Cheever les proponía a sus alumnos. Uno era el de pensar en siete lugares y siete personajes que no tuvieran, aparentemente, ninguna conexión entre sí, y tratar de cruzarlos en un cuento. En el otro, debían llevar el diario completo de una semana, otorgándole a “completo” una categoría total, que iba desde el menú del almuerzo hasta los sueños, desde la calidad de los orgasmos hasta los encuentros casuales. La idea era la de afinar la percepción, la de lograr transmitir a un hipotético lector la espesura de lo real, con sus planos y sus detalles ínfimos (en general, los más importantes). Si alguien se toma el trabajo de llevar el diario de un día en su vida, lo más completo posible, notará de inmediato todo lo que ha pasado, que ha sido mucho, sin lugar dudas, aunque parezca un día igual a todos. La riqueza sucede cuando lo escribimos.
Nunca necesité de una consigna para escribir. Tengo más ideas, algunas buenas, otras muy buenas, otras malísimas, de las que necesito para toda una vida de sana literatura, si pudiera encerrarme a escribir durante seis horas diarias (cosa que no puedo hacer). Hace más de trece años que doy talleres de escritura, desde la vez que con Falco comenzamos en una sala de teatro que se llamaba, jocosamente, Cirulaxia. Es el nombre de un famoso y antiguo laxante, y nuestro taller tenía un poco esa función: servir de laxante para las ideas (pido disculpas por esta última frase). Desde esos lejanos tiempos me dediqué, con algunas intermitencias, a dar clases (en el medio tuve un breve pero horrible período en el que di clases en la secundaria, para adolescentes que en su mayoría odiaban minuciosamente la literatura) y durante todos estos años tuve que pensar, con una frecuencia semanal, consignas literarias. No fue difícil y no estuvo exento de placer. Se relacionó, más bien, con las lecturas que tuve en cada etapa de mi vida. Si leía a Saer, por ejemplo, hacía que mis alumnos escribieran con el mayor detalle posible el camino que realizaban desde su casa hasta el taller. Si andaba con alguna novelita de Aira a cuestas, entonces el ejercicio consistía en tomar un camino divergente para la narración (ejemplo: un hombre se entera de que su madre va a morir, tiene que viajar hasta el pueblo donde nació, en el camino se encuentra con una jirafa al costado de la ruta, etcétera). Cada texto contiene una consigna implícita, un modo de abordarse que es propio de cada escritor, y para alguien que hace sus primeras armas en la literatura comenzar imitando procedimientos, incluso voces, siempre es saludable. Si la alienación de los astros es favorable, el escritor terminará encontrando eso que no se puede buscar, que es una voz propia (hay algo zen en ese gesto: te olvidás de buscar tu voz y entonces ella aparece sola).
Las consignas son disparadores, formas de juego, pero también metas y desafíos que el escritor en ciernes debe sortear. Fogwill decía que en un taller literario, mano a mano con Pauls, él le ganaba. Más allá de la chicana, y de quién sería el hipotético Profesor de ese grandioso taller, creo que lo quería decir es que en el fondo cualquier escritor piensa a través de consignas, incluso de las más tontas (a veces las más tontas son las mejores). Como es una hermosa mañana helada que ya anuncia el invierno, y hoy me levanté generoso y dicharachero, acá van algunas consignas de mi propia cosecha. Espero que les sirvan a ustedes, mis siempre monstruosos lectores, para escribir cuentos vibrantes, llenos de sentido y honestidad, que conmuevan a sus propios lectores y sigan resonando largamente en ellos.
1. Tomar un libro cualquiera de tu biblioteca. Leer el principio. Copiarlo. Buscar otro libro y leer el final. Escribir todo lo queda en el medio. Acordarse de borrar el principio y el final por obvias razones.
2. Escribir un cuento a partir de la pregunta presente en este maravilloso cuento de Bradbury: ¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?
3. Leer “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, de Borges. Escribir la vida de un personaje desde que nace hasta que se muere. Después pensar en el momento en el que ese personaje “sabe para siempre quién es”, dejar lo necesario para que se entienda ese momento y eliminar todo lo demás.
4. Leer este cuento de Hebe Huart y escribir una confesión de un personaje a un desconocido.
En mayor o menor medida, todo texto contiene una consigna. Es el “Y si…” del que se habla en tantos manuales de guión. A veces es una chispa que se apaga enseguida, pero a veces un incendio que termina por consumirlos a todos, empezando por el mismo escritor. Entonces escribir es como flotar en el aire, y no hay nada más placentero.Dice Carson McCullers: “Cuando el trabajo no marcha bien, no hay vida más miserable que la de un escritor. Pero cuando marcha bien, cuando la iluminación ha puesto en foco una obra de modo que ésta crece límpidamente y fluye, no existe felicidad comparable”.
Y tiene razón: toda la felicidad y toda la tristeza está contenida en la redacción de libros.