El arte de la narrativa personal: un ensayo de Vivian Gornick
Lunes 26 de febrero de 2024
"Del periodismo a las memorias pasando por el ensayo autobiográfico: el viaje que acomete un personaje de no ficción se intensifica y se vuelve cada vez más hacia dentro": Vivian Gornick en su ultimo libro, publicado por Sexto Piso.
Por Vivian Gornick. Traducción de Julia Osuna Aguilar.
En el responso de una mujer pionera en el campo de la medicina que había fallecido hablaron no pocas personas. Uno tras otro, colegas, pacientes y activistas de la reforma del sistema sanitario describieron a la médica como una persona de carácter, humana, brillante; estimulante e imperiosa; una maestra severa, una investigadora extraordinaria, una mujer con una asombrosa capacidad de escucha. Yo estaba entre los dolientes callados. Todos los que dijeron algunas palabras provocaron en mí una dosis de cavilación, de sentir, de pesar incluso, pero tan solo una persona –una médica de cuarenta y tantos años que había sido discípula de la fallecida– me conmovió hasta suscitarme esa melancólica evocación de «el mundo y el yo» como entidad que hace que la muerte de una sola persona parezca abarcar más. Esta oradora no había conocido a la difunta doctora mejor o más íntimamente que los demás, ni tampoco tenía nada nuevo que aportar al retrato colectivo que ya nos habían brindado. Y, sin embargo, sus palabras, y no las de otros, habían intensificado el ambiente y me habían llegado al corazón. ¿Por qué?, me pregunté mientras ya incluso me enjugaba las lágrimas. ¿Por qué esas palabras y no otras habían hecho mella?
La pregunta debió de quedárseme flotando por dentro porque a la mañana siguiente me desperté y me incorporé de golpe en la cama con el elogio fúnebre suspendido ante mí como una composición. Eso era, comprendí. Lo habían compuesto. Por eso había logrado hacer mella.
La panegirista se había evocado a sí misma cuando era una joven médica que se sometía a la influencia formativa de la más veterana. Ese recuerdo actuó como un principio organizador que determinó la estructura de sus comentarios. La estructura impuso a su vez un orden. El orden volvió más armónicas las frases. La armonía aumentó la expresividad del lenguaje. La expresividad intensificó la asociación. En última instancia, se dio una acrecencia dramática, una injertada en el texto por el tiento descriptivo del aprendizaje de una persona joven, de las prácticas médicas en una época de cambios sociales, así como un apego con sentimientos ambivalentes hacia una mentora que solo era capaz de corregir, jamás de alabar. A esa acrecencia la llamamos textura. Había sido la textura lo que me había revuelto por dentro; lo que me había hecho sentir, con poderosa inmediatez, no solo la realidad de la mujer que era recordada sino –e incluso con más viveza– la presencia de quien recordaba. El esfuerzo de la oradora por evocar con exactitud cómo habían sucedido las cosas entre la difunta y ella –su necesidad sincera de extraer sentido de una relación fuerte pero desconcertante– la había llevado a decir tanto que por fin me percaté de todo lo que no había sido dicho; de lo que jamás podría decirse. Sentí con agudeza la cálida y dolorosa insuficiencia de las relaciones humanas. Ese sentir resonó en mi interior. Era la resonancia lo que se había quedado flotando, justo como cuando se pasa la última página de un libro que te ha llegado al corazón.
Cuanto más pensaba en lo efectivo del panegírico, con más claridad entendía lo crucial que había sido la propia panegirista en su efectividad. La oradora había «compuesto» sus pensamientos para evocar mejor a la aprendiz que había sido, y a la que esa relación fuerte pero desconcertante había dado forma. Mientras hablaba, la veíamos a ella en presencia de su mentora, muy sensible a las maneras y la apariencia de una maestra tan sumamente inteligente como sumamente hiriente. Ahí la teníamos, por momentos entusiasta, por momentos reculando, por momentos atrincherada. Fue el acto de imaginarse cómo había sido en otra época lo que enriqueció su sintaxis y expandió no solo sus imágenes, sino también el coherente flujo de asociación que conducía directamente a la tarea que la ocupaba.
Cuanto mejor se imaginaba la oradora, con más viveza cobraba vida la médica fallecida. Al fin y al cabo, lo que estaba describiéndose era un bautismo de fuego. Para ver al ambicioso yo de su juventud, que con tal fervor deseaba saber lo que sabía su mentora, teníamos que ver asimismo a la mentora: agente de amenaza y promesa: una figura de idéntica complejidad. La volatilidad de los intercambios entre ambas nos llevó al meollo de la reminiscencia. La veterana había estado tan sumida como la joven en una lucha de voluntades y temperamento que había acabado uniéndolas por la cadera. Allí la historia no era ni la oradora ni la médica en sí: era lo que le había pasado a cada una en compañía de la otra. El lugar en el que se encontraron como talentosas beligerantes era donde tenía la mira puesta la panegirista. Era eso lo que la había atraído. Era eso lo que la había dotado de un equilibrio central.
Me pareció muy notable la magnífica relación que había entre esa narradora y esa narración. La oradora no perdió de vista en ningún momento por qué estaba hablando… o –y quizá sea esto más importante– de quién estaba hablando. De los varios yos que tenía a su disposición (a fin de cuentas, era muchas personas: una hija, una amante, una aficionada a la ornitología, una neoyorquina), supo, y no lo olvidó, que el único yo adecuado que había de invocar era el que había vivido el aprendizaje. Era el yo en el que residía la historia. Un yo –y esto no es nada común– que nunca perdió el interés por su propia existencia animada, al tiempo que cobraba vida solo para hacer un elogio de la doctora difunta. Esto último, me dije, era fundamental: el elemento más clave en la impresionante claridad de intención de la que había hecho gala el panegírico. Al saber la narradora en todo momento quién estaba hablando, siempre supo por qué estaba hablando.
Los textos a los que llamamos de narrativa personal están escritos por personas que, en esencia, están imaginándose solo a sí mismas: en relación con el tema que las ocupa. La conexión es de carácter íntimo; de hecho, es crítica. De la materia prima del propio yo indisimulado de un escritor, se moldea un narrador cuya existencia sobre la página es fundamental para el relato que se nos cuenta. Este narrador se convierte en personaje. Su tono de voz, el ángulo de su visión, el ritmo de sus frases, lo que escoge observar o ignorar, se elige con la idea de servir al tema; aunque al mismo tiempo la forma en que el narrador –o el personaje– ve las cosas es, en gran medida, la cosa que es vista.
Moldear un personaje a partir de un yo indisimulado no es tarea fácil. Una novela o un poema facilita protagonistas o voces creados que funcionan como sustitutos del escritor. Sobre esos sustitutos se verterá todo lo que el autor no es capaz de tratar directamente –anhelos inapropiados, vergüenzas defensivas, deseos antisociales–, pero que ha de tratar para lograr una realidad sentida. En la narrativa autobiográfica el personaje no es un suplente. En ella, el escritor ha de identificarse abiertamente con esas mismas defensas y vergüenzas con las que el novelista o la poeta ponen distancia. Es como tenderse en el diván en público (y si bien un escritor podría estar dispuesto a hacer eso, se trata de una estrategia que en la mayoría de los casos simple y llanamente no funciona). Imaginen la cantidad de años de diván que cuesta hablar de uno mismo, pero sin tanta queja y tanta protesta, sin tanto desprecio por uno mismo y tantos pretextos que conviertan al analizado en un tedio para el mundo entero salvo para su analista. El narrador no suplente tiene la monumental misión de transformar un interés de baja intensidad por sí mismo en esa solidaridad desafecta que se exige de un texto que pretende ser de algún valor para el lector desinteresado.
Pese a todo, la creación de un personaje así es vital en un ensayo autobiográfico o en unas memorias. Es el instrumento que ilumina. Sin él no hay ni tema ni historia. Para lograrlo, quien escribe narrativa personal pasa por un aprendizaje que indaga tanto en el alma como pueda hacerlo una novelista o un poeta: el doble esfuerzo que supone saber no solo por qué se habla sino quién habla.
La belleza de lo trasmitido por la panegirista había brotado de la claridad de su intención. Si empezamos por el final, podemos imaginarnos lo duro que ha debido de ser lograr esa claridad. Cuando la invitaron a hablar sobre una experiencia con la que había convivido más de veinte años, la panegirista debió de pensar: «Pan comido, la historia se escribirá sola». Luego, cuando se puso a la tarea, seguramente no tardó en verse frustrada para su propia sorpresa. Veamos: ¿qué pasa con la experiencia? ¿Cómo fue exactamente? ¿Y dónde fue? La vivencia se antoja una vasta extensión de territorio. ¿Cómo habría de adentrarse en ella? ¿Desde qué ángulo y en qué posición? ¿Con qué estrategia y hacia qué fin? A la panegirista la embarga entonces la confusión. Se da cuenta de pronto de que eso a lo que ha estado llamando experiencia no es más que materia prima.
Ahora es cuando empieza a pensar. ¿Quién era exactamente la médica para ella? ¿Y ella para la médica? ¿Y qué significa haberla conocido? ¿Qué quiere ilustrar esta evocación? ¿O qué quiere que encarne, que invoque? ¿Qué es lo que en realidad está deseosa de decir? Cuestiones nada fáciles de plantearse para una panegirista y menos aún de responderse, como demuestran tantas conmemoraciones fallidas, entre ellas, la tan cacareada de James Baldwin sobre Richard Wright, un caso en que un talentoso escritor va a honrar a su mentor muerto y acaba poniéndolo como un trapo porque no sabe cómo afrontar sus sentimientos encontrados.
Justo el lugar por donde por fin nuestra panegirista ve cuál es el camino: sus sentimientos encontrados. Primero se da cuenta de que los tiene. Luego se los reconoce a sí misma. Luego los analiza como una forma de adentrarse en la vivencia. Luego comprende que son la vivencia en sí. Empieza a escribir.
Penetrar en lo conocido no es en absoluto un hecho consumado. Más bien al contrario, es una labor ardua, muy ardua. Yo misma empecé mi carrera profesional en la década de 1970 escribiendo lo que por entonces se llamaba «periodismo personal», un término híbrido que significaba en parte ensayo autobiográfico, en parte crítica social. Estando como estaba en las trincheras del feminismo radical, desde el primer momento que me senté ante la máquina de escribir me pareció natural utilizarme a mí misma –es decir, utilizar mi reacción a una circunstancia o un acontecimiento– como medio para extraer un sentido más amplio de las cosas. En esa época, claro está, fue un instinto que muchos compartimos. Cantidad de escritores sintieron esa misma pulsión. Lo personal se había vuelto político y los titulares, metáfora. Todos nos sentimos apelados. Todos sentimos que la experiencia inmediata importaba. Allá donde cualquier escritor miraba, había un hilo narrativo que extraer del relato político que se contaba en una manifestación, en una fiesta o durante un encuentro fortuito. En esos años hubo tres autores que lo hicieron con especial brillantez: Joan Didion, Tom Wolfe y Norman Mailer.
Desde el principio vislumbré los riesgos de escribir así, la concentración tan increíble que exigiría mantener el equilibrio justo entre la historia y el yo. El periodismo personal ya había vomitado muchos ejemplos de quienes se precipitaban y publicaban sus obras sin una idea clara de la relación entre el narrador y el tema; un autor tras otro iba cayendo en la poza del confesionalismo, en la terapia sobre el papel o en el ombliguismo puro y duro.
No sé cuán bien o con qué coherencia practiqué aquello que había empezado a pregonarme a mí misma, pero, siempre sin falta, asumí como mi labor la de mantener al yo narrador subordinado a la idea que me ocupaba. Sabía que no debía contar jamás una anécdota, moldear una descripción, caer en una especulación cuya mira estuviera puesta en mí. Debía utilizarme a mí misma tan solo para arrojar luz sobre el argumento, para desarrollar el análisis, hacer avanzar la historia. Mi percepción de la situación me parecía fiel y la consciencia de mí misma, la justa. La reportera de confianza que habitaba en mí avalaría a la narradora fidedigna.
Cierto día una editora me abordó con una idea que me tocó una fibra reactiva. Yo le había confiado el relato de la amistad íntima que había trabado con un egipcio cuya infancia en El Cairo guardaba un estrecho parecido con la mía en el Bronx. La similitud había alentado una ardiente curiosidad por «ellos»; y ahora me invitaban a ir a Egipto para escribir sobre los cairotas de clase media.
Acepté con gusto y sin pegas, dando por hecho que en El Cairo habría de hacer lo mismo que en Nueva York: a saber, me plantaría en el centro de la ciudad, conocería a sus gentes, convertiría a estas personas en encuentros, utilizaría mis miedos y prejuicios para dejarlas ser ellas mismas y luego «sacaría» algo de todo eso.
Pero El Cairo no era Nueva York, y periodismo personal resultó no ser la descripción más adecuada del trabajo.
La ciudad era un bombardeo de estímulos –polvorienta, masificada, ruidosa, viva y dolorida–, y la gente, opaca, nerviosa, inteligente; ignorante, volátil, necesitada; familiar, muy familiar curiosamente, a fin de cuentas, ¿tan distinta era la forma de expresarse de unos apasionados judíos de gueto de la de unos musulmanes de ciudad? La familiaridad fue mi perdición. Me enardeció y me confundió. Me enamoré de ella y la idealicé, rodeé de un aura de misterio el decorado y a mí misma dentro de él. ¿Quién era yo? ¿Quiénes eran ellos? ¿Dónde estaba yo y de qué estaba hablando? El problema fue que yo en realidad no quería las respuestas a esas preguntas. Me atraía ese estado de ignorancia sobre las cosas. Me pareció que lo que tenía que hacer era perderme en él. Pero cuando uno idealiza la ignorancia, la reportera fidedigna se arriesga a convertirse en la narradora indigna de confianza. Y en gran medida eso es lo que le pasó.
Fueron seis meses de arduo trabajo en El Cairo. Me pasaba la mañana, el mediodía y la noche en la calle con egipcios: médicos, amas de casa, periodistas; estudiantes, abogados, guías turísticos; amigos, vecinos, amantes. A mí me parecía que no había nada más interesante en esta vida que pasar el rato con aquellas personas que fumaban con pasión, hablaban con intensidad, se alteraban con facilidad y parecían consumidas por una ternura nerviosa que aplicaban sobre sí mismas y entre sí. Su idiosincrasia se me antojaba profunda, y me identificaba con ella. En lugar de analizar mi tema, me fusioné con él. Los egipcios estaban encantados con su propia angustia, pensaban que los volvía poéticos. Yo me metí de lleno en ella, y la amé y la dramaticé tanto como ellos. Anécdota tras anécdota reunida en mis notas, cada una permeada como si tal cosa en la fiebre de la cotidianeidad de El Cairo. Con tan solo reproducirla, me dije, ya estaría contando una historia.
En la escritura una identificación tal tiene sus usos y sus dificultades, y en mi libro sobre Egipto la narración refleja ambas cosas. Por un lado, la prosa es un dechado de energía, abarrotada de descripción y reacción. Por otro, las frases son a menudo retóricas; el tono, jaculatorio; la sintaxis, sobrecargada. Donde bastaría con un adjetivo, sin duda aparecerán tres. Donde vendría bien un poco de calma, la agitación embarga la página. Egipto era un país de una expresividad indiscriminada y rebosante. Mi libro hace algo curioso: remeda al propio Egipto. Esa es su fuerza y su limitación.
Durante mucho tiempo me pareció que el problema había sido el desapego: no lo había puesto en práctica, ni siquiera había sido consciente de que debía considerarlo un bien muy preciado; de que, de hecho, sin desapego no puede haber historia; descripción y reacción sí, pero no historia. Aun así, la confusión iba más allá. Cuando trabajaba como periodista, la política me había proporcionado una situación y la polémica me había dado la historia. Ahora, en Egipto, me hallaba en caída libre, confundida por una clase de escritura cuyas exigencias no entendía y que me vapuleaba con su energía. Lo que estaba intentando escribir no era periodismo personal: era narrativa personal. Pasarían años antes de que pudiera sentarme al escritorio con el suficiente dominio de esa distinción como para controlar el material. Esto es, para servir a la situación y contar la clase de historia que entonces yo quería contar.
Toda obra literaria tiene tanto una situación como una historia. La situación es el contexto o las circunstancias, en ocasiones la trama; la historia es la experiencia emocional que interesa a quien escribe: el discernimiento, la sabiduría, la cosa que uno ha venido a decir. En Una tragedia americana la situación es el Estados Unidos del autor, Theodore Dreiser; la historia es lo patológica que resulta el ansia de mundo. En las memorias de Edmund Gosse, Padre e hijo, la situación es la Inglaterra fundamentalista de la época de Darwin; la historia es la traición de la intimidad que exige el acto de convertirse en uno mismo. En un poema titulado «En la sala de espera», Elizabeth Bishop se describe a la edad de siete años, durante la Primera Guerra Mundial, en la consulta de un dentista, volviendo las páginas de la National Geographic mientras escucha los gritos enmudecidos que su asustadiza tía profiere en la habitación de al lado. Esa es la situación. La historia es la primera experiencia de aislamiento de la niña: la suya, la de su tía y la del mundo.
Las Confesiones de san Agustín siguen siendo una suerte de modelo a seguir para quienes escriben memorias. En ellas, san Agustín narra el relato de su conversión al cristianismo. Esa es la situación. En ese relato pasa de una consciencia de ser incipiente a una consciencia de ser coherente, de una existencia ociosa a una con un propósito, de un estado de ignorancia a uno de verdad. Esa es la historia. Y es una historia, inevitablemente, de descubrimiento personal y autodefinición.
El tema de la autobiografía es siempre la definición del yo, pero no es posible la autodefinición en el vacío. Quien escribe narrativa personal, como el poeta o el novelista, debe implicarse con el mundo, porque esa implicación crea experiencia, la experiencia crea sabiduría y al final es la sabiduría –o quizá el movimiento hacia ella– lo que cuenta. «La buena escritura se caracteriza por dos cosas –me dijo en cierta ocasión un talentoso profesor de escritura–: está viva sobre la página y el lector está convencido de que el autor se halla en plena travesía de descubrimiento». El poeta, el novelista, quien escribe narrativa autobiográfica, todos ellos convencen al lector de que tienen un saber y de que, además, están escribiendo con toda la honestidad que les es posible para llegar a lo que saben. El escritor de narrativa personal, aparte de todo esto, ha de convencer al lector de que el narrador es fidedigno. En ficción, un narrador puede ser poco fiable –y a menudo son famosos por ello–, como el de El buen soldado de Ford Madox Ford, el de El gran Gatsby o el de las novelas de Zuckerman de Philip Roth. En no ficción, jamás. En no ficción el lector ha de creer que el narrador está diciendo la verdad. Siempre sin falta, uno se pregunta de la no ficción: ¿es de fiar este narrador? ¿Puedo creer lo que me está contando? ¿Cómo puede un narrador de no ficción llegar a ser digno de confianza? Es una pregunta que como mejor se responde es a través de ejemplos.
En «Matar a un elefante»,* George Orwell escribe:
«En Moulmein, en la baja Birmania, fui objeto de odio por parte de gran número de personas. Ha sido la única vez en toda mi vida en que he sido tan importante como para que me sucediera una cosa así. Yo era el oficial de policía de la subdivisión responsable de la localidad, donde, aunque de un modo difuso y mezquino, eran entonces muy agrios los sentimientos contrarios a los europeos. Nadie tenía agallas suficientes para alzarse en rebeldía abierta, pero si una mujer europea iba sola a pasear por los bazares, lo más probable era que alguien le lanzara un escupitajo de jugo de betel ensuciándole el vestido. Como oficial de policía, yo era diana evidente de ese odio y, siempre que no hubiera riesgo para el provocador, víctima de un constante hostigamiento. Cuando un ágil birmano me zancadilleó en el campo de fútbol, y el árbitro (otro birmano) miró hacia otro lado, el gentío que presenciaba el partido prorrumpió en repugnantes carcajadas. Esto me sucedió en más de una ocasión. Al final, las caras burlonas y aceitunadas de los jóvenes que me salían al paso en cualquier parte, los insultos con que me increpaban cuando estaban a distancia segura, terminaron por atacarme los nervios muy en serio. Los jóvenes monjes budistas eran de largo los peores. Eran varios miles los que había en la ciudad y ninguno parecía tener otra cosa que hacer, aparte de plantarse en las esquinas a mofarse de los europeos.»
Todo esto era para mí motivo tanto de perplejidad como de irritación. Por aquel entonces, yo había tomado ya la determinación de que el imperialismo era mala cosa, y de que cuanto antes renunciara a mi empleo y me largara de allí, mejor que mejor. Teóricamente –y en secreto, claro está–, estaba a favor de los birmanos y en contra de sus opresores, los británicos. En cuanto al trabajo que desempeñaba, lo odiaba con más amargura de la que posiblemente sabré expresar con claridad. En un empleo como ese, uno ve muy de cerca el trabajo sucio del Imperio. Los desdichados prisioneros que se hacinaban en las apestosas jaulas de las cárceles, las caras grises y acobardadas de los presos con largas condenas, las nalgas destrozadas de quienes habían sido azotados con cañas de bambú, todo ello me causaba una opresión redoblada por un intolerable sentimiento de culpa. Pero no era capaz de poner nada en su justa perspectiva. Yo era joven, carecía de una educación apropiada, había tenido que resolver mis problemas en el total silencio que se impone sobre cada inglés en Oriente. Por no saber, ni siquiera sabía que el Imperio británico se está muriendo, y menos aún que es bastante mejor que los jóvenes imperios que vienen a suplantarlo. Todo cuanto alcanzaba a saber con claridad es que estaba atrapado entre mi odio contra el imperio a cuyo servicio trabajaba y mi ira contra el espíritu malvado de las bestezuelas que trataban de hacerme la vida imposible. Una parte de mi ánimo consideraba el Raj británico como una tiranía de la que era imposible huir, algo cerrado a cal y canto, in sécula seculórum, impuesto sobre la voluntad de los pueblos postrados; con otra, pensaba que la mayor alegría del mundo sería seguramente clavarle una bayoneta en las entrañas a un monje budista. Esa clase de sentimientos son efectos normales del imperialismo; pregúnteselo el lector a cualquier funcionario angloindio, si logra encontrarlo cuando no esté de servicio».
El hombre que dice estas frases es la historia que se cuenta: un hombre civilizado al que la situación en que se encuentra lo vuelve homicida. Nos lo creemos de él porque la escritura hace que nos lo creamos. Un párrafo tras otro –compuestos en casi igual proporción de narración, comentario crítico y análisis– dan fe de una naturaleza reflexiva que está contemplando en esos momentos sus propias pasiones airadas con un desagrado visceral pero contenido. El narrador registra su ira, pero la escritura no está llena de rabia; el narrador odia al Imperio, pero su odio no está descontrolado; el narrador no quiere ni acercarse a los nativos, pero su repulsión está teñida de compasión. En todo momento lo posee un sentido de la historia, la proporción y la paradoja. En resumidas cuentas, una inteligencia de lo más respetable confiesa haber sido mermada en una situación que habría vuelto incívico a cualquiera, incluido al lector.
Ese hombre se convertiría en el personaje de Orwell en innumerables libros y ensayos: el que dice la verdad sin querer, el que se involucra a sí mismo no porque quiera, sino porque no le queda más remedio. Es el narrador creado para demostrar el efecto deshumanizante que ejerce el Imperio sobre todo lo que tiene a su alcance, ese cuya sola presencia –«yo soy el hombre, estuve allí»– es un pliego de cargos.
Era la política lo que Orwell perseguía: la política de su época. Esa fue la situación en la que injertó a su personaje: la única que podía contar la historia que él quería contar. El propio Orwell –en una realidad que le favorecía poco– era un hombre que a menudo se dejaba llevar por sus crueles inseguridades. En vida era capaz de actuar y hablar con malicia: biografías revisionistas lo retratan ahora no solo como un machista y un redomado anticomunista, sino seguramente también como informante. Sin embargo, el personaje que creó en sus ensayos autobiográficos –una personificación de la decencia democrática– era algo auténtico que sacaba de sí mismo y que luego amoldaba a su propósito como escritor. Este George Orwell es una fusión plenamente exitosa de experiencia, perspectiva y personalidad que está muy presente en la página. Y es porque él está tan presente por lo que tenemos la sensación de saber quién habla. La capacidad para hacernos creer que sabemos quién nos está hablando se da porque se ha logrado un narrador fidedigno.
Del periodismo a las memorias pasando por el ensayo autobiográfico: el viaje que acomete un personaje de no ficción se intensifica y se vuelve cada vez más hacia dentro.
Uno de los memorialistas más interesantes de nuestra época es otro inglés, J. R. Ackerley. Cuando Ackerley murió en 1967, a la edad de setenta y un años, nos legó un notable escrito confesional en el que había estado trabajando casi treinta años. Es, en apariencia, el relato de una vida familiar. Él fue hijo de Roger Ackerley, un comerciante de fruta que fue conocido durante casi toda su vida como el Rey de los Plátanos. Este padre suyo era un hombre corpulento, afable y generoso, a la vez que expansivo y agradable, aunque ladino en sus maneras, sumamente ladino. Ackerley hijo acabó siendo literato y homosexual, ensimismado en sus propios intereses y secretos, dado a esconder su verdadera vida a su familia. Tras la muerte de su padre en 1929, se enteró de que este había llevado una doble vida: mientras los Ackerley se criaban con las comodidades de la clase media en Richmond, el padre había mantenido a una segunda familia en la otra punta de Londres: una amante y tres hijas. La revelación de este «huerto secreto», por utilizar el eufemismo victoriano, asombró hasta tal punto a Joe Ackerley que se obsesionó con sondear en más profundidad la opacidad de los inicios de su padre. Con el tiempo acabó convenciéndose de que en su juventud Roger se había prostituido y de que había sido un hombre rico enamorado de él quien le había dado el empujón inicial en su vida.
Esta es la historia que J. R. Ackerley está dispuesto a contarnos. ¿Por qué le llevó treinta años contarla? ¿Por qué no tres? Porque lo que les he contado no es su historia: era su situación. Fue la historia lo que tardó treinta años en conseguir contarse.
Ackerley creía estar simplemente juntando las piezas del puzle de la vida de su familia. Lo único que tengo que hacer, se dijo, es entender bien la secuencia de los hechos, no equivocarme con los detalles, y todo lo demás caerá por su propio peso. Pero nada cayó por su propio peso. Después de un tiempo pensó: no estoy describiendo una presencia, estoy describiendo una ausencia. Es el relato de una relación que no se ha vivido. ¿Quién era él? ¿Quién era yo? ¿Por qué estuvimos tanto tiempo sin lograr encontrarnos? Después de otro tiempo comprendió: siempre pensé que mi padre no quería conocerme, pero ahora entiendo que era yo quien no quería conocerlo a él. Y luego: no es a él a quien no quería conocer, es a mí mismo.
Mi padre y yo tiene una extensión de poco más de doscientas páginas. Su prosa es sencilla y lúcida, maravillosamente seductora desde su ahora célebre primera frase: «Yo nací en 1896 y mis padres se casaron en 1919». La voz que dice esa frase abordará con garbo y candor todo lo que sea necesario examinar. De ahí surgirá un sentimiento potente y una inteligencia fértil, un fraseo original y una franqueza increíble. Es la franqueza lo que aturde, viniendo como viene –y estamos ante un pequeño milagro– desde justo la distancia perfecta: ni demasiado cerca, ni demasiado lejos. Desde esta distancia todos y todo se vuelven comprensibles, y por ende interesantes. Porque todos y todo son interesantes, creemos que el narrador nos está contando todo lo que sabe.
A menudo Ackerley, tal y como yo lo he vivido a él a través de escritos sobre él, se nos presenta como una mala persona o un ser pusilánime; el Ackerley que nos habla aquí en Mi padre y yo es un hombre de sumo atractivo no porque él se haya propuesto ser sincero, como es la moda, sino porque el lector lo siente trabajando activamente en desmontar la angustia, hasta que logra acceder a algo serio y verdadero bajo la lisa superficie del engreimiento sentimental. A Ackerley le llevó treinta años aclarar la voz que podía contar su historia: treinta años lograr el desapego, convertirse en un hombre honesto, volverse un narrador fidedigno. Los años están grabados a fuego en su escritura. Incidente tras incidente, párrafo tras párrafo, frase tras frase, experimentamos la gloria de cuando se logra un personaje. Puede que Ackerley no tenga los poderes de un poeta, pero en Mi padre y yo sin duda tiene el afán.
Mi viaje a Egipto y el libro que surgió de él se me antojan ahora una encarnación de mi propia lucha por clarificar, por liberar de la angustia a la narradora que había de servir a la situación y encontrar la historia: algo de lo que por entonces no fui capaz. Era una época en que mis propios deseos psicológicos estaban tan encontrados que impidieron que ese instinto se obedeciera. Yo quería clarificar al tiempo que desconcertar. El afán se vio así comprometido y resultó ser fatal. El problema no era ya el desapego; el problema era que nunca supe quién estaba contando la historia. Por ende, nunca tuve una historia. Unos doce años después de lo de Egipto, me propuse escribir unas memorias sobre mi madre, yo y una mujer que fue vecina nuestra cuando yo era pequeña. Ahí, por primera vez, me esforcé por aislar la historia de la situación; ahí me enseñé a mí misma lo que era un personaje; y ahí empecé a entender lo que tenía que ver lo uno con lo otro.
Esa historia –la de mi madre, yo y la vecina– se basaba en un discernimiento previo que yo había tenido: que esas dos mujeres, entre las dos, me habían hecho a mí mujer. Ambas habían enviudado jóvenes, ambas se habían dejado llevar por la desesperación; una dedicó el resto de su vida a rendir culto al amor perdido, la otra se convirtió en la Ramera de Babilonia. Tanto daba. En ambos casos la lección que se desprendía era que lo más importante en la vida de una mujer era un hombre. Desde pequeña le había tenido manía a esa lección y había decidido escapar de ella y dejar atrás tanto esa idea como a ambas mujeres. Escapar sí que escapé, pero conforme el tiempo avanzó descubrí que no había dejado atrás nada de eso. Lo que menos, a esas dos mujeres. Lo que menos de todo, a mi madre. Yo me había decidido a separarme de su teatral ensimismamiento, pero, cuando los años se acumularon, vi que mis modales airados y cortantes eran, en realidad, solo una versión de su menesteroso dramatismo. Más adelante comprendí que para ambas la dramatización del yo era un sustituto de la acción: una obra de despotrique chejoviano no resuelto, tanto en mí como en ella. Me vino como un fogonazo: yo era incapaz de dejar atrás a mi madre porque me había convertido en mi madre.
Esa era la historia que quería contar sin sentimentalismo ni cinismo; la que creía que justificaba el decir verdades amargas. El fogonazo de discernimiento que había tenido –que no podía dejar atrás a mi madre porque me había convertido en ella– era mi saber: un relato de embrollo psicológico al que me moría de ganas por seguirle la pista.
Para contar ese relato, como no tardaría en descubrir, debía encontrar el tono adecuado de voz; aquel con el que habitualmente convivía no iba a funcionarme en absoluto: se dedicaba a quejarse, a crispar, a acusar; ante todo, acusaba. Luego estaba el asunto de la sintaxis: mi fraseo corriente y cotidiano –fragmentado, presto a interrumpir, a quedar por encima– tampoco iba a servirme; había que alterarlo, modificarlo, controlarlo. Y entonces me di cuenta, nada más ponerme a escribir, de que necesitaba apartarme –apartarme mucho– de esas personas y esos acontecimientos si quería hallar el lugar donde la historia pudiera respirar hondo y tomarse las medidas a sí misma. En definitiva, había que conjurar un punto de vista útil, uno que permitiera una mayor libertad de asociación; al fin y al cabo, eso era lo que había estado describiendo. Lo que no vi, y seguiría sin ver durante mucho tiempo, fue que ese punto de vista solo podía surgir de un narrador que era yo y a la vez no lo era.
Empecé a corregir para mí misma. El proceso fue lento, doloroso y, para mi sorpresa, surcado por un autocuestionamiento paralizante. Encontré un diario que había escrito un verano de hacía diez años; contenía información que sabía que podría serme útil. Lo abrí deseosa de leerlo, pero pronto le di la espalda, conmocionada. La escritura estaba impregnada de una especie de autocompasión infantil –«¡sola de nuevo!»– que me resultaba odiosa. Más que aborrecible, un peligro. Conforme seguí leyendo, sentí cómo me succionaba de vuelta a esa atmósfera, incapaz de aferrarme a la voz oradora que yo tanto estaba esforzándome por desarrollar. Tiré el diario, aterrada, y luego me sentí confundida y derrotada. Unos días después volví a intentarlo, pero de nuevo sentí que me iba a pique. Al final, lo guardé.
Un día que había estado repasando un cúmulo de páginas que me pareció que poseían un tono adecuado de sobra, sintaxis y perspectiva, volví a abrir el diario, leí un poco, me reí, me atrapó, lo leí incluso absorta y, al cabo de unos minutos, estaba tomando notas. No me estoy perdiendo, pensé con alivio. De pronto comprendí que no había ningún yo que perder. Tenía una narradora sobre la página lo suficientemente fuerte para plantar batalla por mí. La narradora era el yo que no podía dejar a su madre porque se había convertido en su madre. No se dejaba amilanar por ese «sola de nuevo». Ni tampoco, ahora que lo pensaba, estaba muy influenciada por el yo que se dedicaba a andar por la ciudad, o el que era una feminista de mediana edad divorciada o el que era una escritora sin estabilidad económica. Al parecer era solo su ser sólido y limitado…, y ella estaba al mando. Me di cuenta de lo que había hecho: había creado un personaje.
La devoción hacia esa narradora –ese personaje– se volvió, durante el tiempo que estuve escribiendo el libro, algo absorbente que acabaría resultando sin parangón. Cada día deseaba volver a encontrarme con ella, con esa otra que estaba contando la historia que yo sola –en mi persona cotidiana– jamás habría sido capaz de contar. Apenas creía mi suerte por haberla encontrado (así me sentía, afortunada). No era solo que admirara su estilo, su generosidad, su desapego –¡todo un descanso del yo que era yo!–, era que se había convertido en el instrumento de mi iluminación.
Tiempo después, al leer y releer a Edmund Gosse, Geoffrey Wolff o Joan Didion, entré en un trance de reconocimiento del que no creo haber emergido aún. Comprendí que la escritura de todos ellos era sobre algo en prácticamente el mismo sentido que la mía. En todos los casos, quienes escribían poseían un discernimiento en torno al cual organizaban la escritura, y en todos los casos se habían creado un personaje que había de estar al servicio de este discernimiento. Me quedé embelesada, siguiendo la pista del desarrollo del personaje en memorias tras ensayo autobiográfico tras memorias (fue gracias a este embeleso como comprendí que yo era una autora de no ficción). Empecé a leer a los grandes de la narrativa personal, y no era ante sus voces confesionales ante lo que yo reaccionaba, sino ante sus personajes portadores de verdad. Y con esto me refiero a esa innata plenitud del ser en un narrador que el lector siente como fidedigno; uno en el que podemos confiar que nos llevará en un viaje, que hará que el texto llegue, que nos llevará a un claro en el bosque donde el sentido de las cosas abarca más de lo que abarcaba antes.
Viviendo como empecé a vivir entonces con la idea del personaje de no ficción, empecé a pensar con más profundidad de lo que lo había hecho hasta la fecha sobre esa necesidad tan común, tan viva en todos nosotros, de extraer un amplio sentido de las cosas en el momento mismo de vivirlas, incluso mientras la experiencia está apoderándose de nosotros. En esa época, allá donde iba encontraba un pretexto para apuntar que sacamos de nosotros mismos al narrador que sabrá dar forma mejor que nosotros solos al flujo incipiente de acontecimientos al que nos vemos continuamente lanzados. Recuerdo la vez que fui con el que por entonces era mi marido, así como un amigo de ambos, a recorrer parte del río Grande en balsa. De aguas calientes y revueltas, era un río triste, brillante, remoto; encajonado entre paredes de cañones, orillas desiertas, serpientes y crecidas; a un lado, Texas, al otro, México. Una semana después de estar nosotros, unos francotiradores dispararon desde el lado mexicano a dos personas que también iban en una balsa. Tiempo después los tres escribimos sobre el viaje, cada uno por su cuenta. Mi marido se centró con afán en las «ratas de río» que nos sirvieron de guía, nuestro amigo, en tono sobrio, en las miserias de la inmigración ilegal, mientras que yo, en mi perversión, en hasta qué punto mi marido y yo nos habíamos vuelto unos desconocidos el uno para el otro. Leer estos textos en paralelo fue de por sí una experiencia. Todos habíamos utilizado el río, el calor, lo remoto como marco de nuestras historias. Más allá de todo eso, cuán solos habíamos estado cada uno, allí los tres juntos en la balsa, cada uno labrando de nuestra angustia de separación al narrador que, en medio de tanta belleza y tanta opresión, habría de hacernos compañía… y nos contaría qué estábamos viviendo.
Empecé a ver que, en la vida diaria, cuando a mi entender tengo un comportamiento reprobable –belicoso, desafiante, displicente–, estoy ahí sola en la balsa antes de haber encontrado a la narradora que puede controlar la arremetida desbocada de mi propia corriente interna. Cuando lo llevo mejor, soy capaz de ver que la corriente es una situación. Dejo de arremolinarme en mi propia actitud defensiva; adopto un tono, una sintaxis, una perspectiva no del todo mía que me permite centrarme en…, ¿en qué?, ¿en el marido?, ¿los guías?, ¿los ilegales?Tanto da. Cualquiera valdría. Me intereso entonces por mi propia existencia como medio de penetrar la situación que me ocupa. He creado un personaje capaz de encontrar la historia en la cresta de la ola en la que, por el contrario, en mi yo no mediado, me hundiría sin remedio.
Al empezar a escribir este libro mi intención fue proporcionar una panorámica de la narrativa personal, pero no tardé en comprender que era una tarea que se escapaba a mis posibilidades. Sobre la presencia en unas memorias o en un ensayo autobiográfico del portador de verdad –el narrador que un escritor saca de su yo inquieto y aburrido para organizar una experiencia–, sobre eso era sobre lo único que me veía capaz de decir algo; y era, siempre una y otra vez, por esas obras en las que un narrador tal surge con fuerza y claridad por las que me sentía atraída.
Cuantos más ensayos autobiográficos y memorias he ido leyendo, con más claridad he visto lo larga que es su historia, la de este personaje de no ficción, y qué capacidad de adaptación a los cambios culturales posee. Cuando el siglo pasado tocaba a su fin, la idea de «convertirse en uno mismo» se modificó –tanto en la literatura como en la vida– hasta resultar casi irreconocible. Pero sea ese yo planteado como un todo, o bien fragmentado, real o ajeno, íntimo o desconocido, el personaje de no ficción –como los de novelas y poemas– ha seguido reinventándose con una fuerza y una creatividad realmente admirables. Da igual cuál haya sido la historia que, conforme nos acercábamos al cambio de milenio, ha habido una situación para incluirla y un portador de verdad para interpretarla.