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Ensayos

Editores en la literatura: los casos de César Aira y Haroldo Conti

Un adelanto del libro de José Luis De Diego

Leé un extracto de Los autores no escriben libros. Nuevos aportes a la historia de la edición, de José Luis De Diego (Ampersand, 2019. Colección Scripta Manent). El fragmento corresponde al capítulo dedicado a los editores en la literatura: los casos de Haroldo Conti y César Aira

Por José Luis De Diego.

 

 

Hace algunos años leí en una entrevista una curiosa afirmación del estupendo escritor catalán Enrique Vila-Matas: “Si te fijas, hay muy pocos escritores que hayan ficcionado a los editores...” (la cursiva en el original); desde que leí el aserto de Vila-Matas me interesó rastrear esa supuesta omisión –la ausencia de editores en la literatura– y a poco de iniciar ese rastreo me di cuenta de que no es cierta.

 

[...]

EL HIPÓCRITA

Hagamos ahora un par de escalas argentinas. Para mediados de los setenta, Haroldo Conti ya era un escritor de reconocido prestigio; con su primera novela, Sudeste (1962), había ganado el premio de la editorial Fabril; en 1971, con En vida, obtuvo el premio Barral, con un jurado integrado por los popes del boom. Ya en 1975, publicó su tercer libro de cuentos, La balada del álamo carolina, y con su cuarta novela, Mascaró, el cazador americano, fue galardonado en Casa de las Américas. Sin embargo, a juzgar por “Bibliográfica”, uno de los diez cuentos que integran La balada, su relación con los editores no parece haber sido una suma de experiencias gratificantes.

En el relato, Oreste Antonelli es un escritor marginal y sin un peso a quien el dueño de la pensión amenaza con quemar todos sus originales si no le paga los tres meses que le debe. Desesperado, busca alternativas en el diario y encuentra un aviso: “ORIGINALES se reciben”; toma uno de sus trabajos y lo lleva al “Club Amigos de las Letras”. Allí, él se hace pasar por un enviado de Antonelli y quien lo recibe es el editor camuflado de empleado: ni autor ni editor dicen ser quienes en verdad son, de donde ese primer encuentro deviene en puro simulacro. Poco después, Antonelli recibe una carta que le comunica que su novela había sido seleccionada, entre quinientos postulantes, para ser publicada. De modo que vuelve a la oficina del editor Requena, una pocilga calificada en tres oportunidades de “roñosa”, “la más triste y miserable de todas”, y allí se inicia la secuencia narrativa del presente del relato. La saña con la que se representa al editor parece superar las invectivas de la galería balzaciana. Requena, tahúr de los libros e hipócrita, recibe al escritor de brazos abiertos, elogia con desmesura su novela, lee una reseña falsa referida a cualquier otra novela, y concluye: “Usted no para hasta el Premio Nacional”. Pero para lograr ese objetivo va a haber que recortar y condensar el texto; “Espero”, dice Requena, “que no sea usted uno de esos mierdas individualistas que no toleran que le corran una coma”. Orgulloso de su tarea, Requena reclama la comprensión del autor: “Confíe en mí, se lo ruego. Un editor es algo más que un simple hijo de puta. Es un amigo, un padre…”. Antonelli reflexiona sobre su condición de creador literario, sobre lo difícil que es construir un personaje cuando a veces la “podrida vida” te lo sirve en bandeja, “incluso en la figura de un maldito editor”. Finalmente, después de defender la “escritura automática” y de arrojar distraídamente el original a la basura, Requena le propone al pobre Antonelli una primera edición de tres mil ejemplares y, para financiarla, le exige “tres pagarés de 300 mil pesos cada uno, a 30, 60 y 90 días”. El cuento se cierra con el editor y el autor rodando por el suelo, a las trompadas, hasta que Requena lo vence y termina por arrancarle al escritor la billetera con lo poco que traía encima.

Estamos en los setenta, en una nueva etapa en el largo proceso de profesionalización, caracterizada por una crisis global del capitalismo y por la proliferación de discursos emancipatorios. El estereotipo del editor millonario y explotador enfrentado al escritor pobre y humillado encontró por aquellos años un sustento ideológico para su vigencia y consolidación. Pero en este caso no se trata de un editor de atractiva secretaria y Mercedes Benz –como lo reclamaría el estereotipo–, sino de un editor que resulta más despótico cuanto más abajo está en la escala económica; un canalla que, desde su precaria posición de dominio, se considera a sí mismo el poderoso entre los más pobres. De este modo, el relato se tiñe de aguafuerte y encuentra su mejor efecto en la desmesura propia de ciertos retratos urbanos de Roberto Arlt.

 

LOS PIRATAS

Para la segunda escala argentina, debemos saltar unos veinticinco años. César Aira es un escritor radicalmente original y, quizás por eso mismo, la evaluación de su obra abunda en controversias. Más allá de la valoración que pueda hacerse de su proyecto literario, buena parte de la crítica ha señalado que sus opciones estéticas resultan inescindibles de sus decisiones con relación al mercado de libros. En efecto, se trata de un autor que llega a publicar tres o cuatro novelas por año, que distribuye sus textos entre sellos de los grandes grupos (Emecé/Planeta, Random House, Alfaguara), editoriales independientes de prestigio (Anagrama), editoriales emergentes (Beatriz Viterbo, interZona) y aun marginales y artesanales (Eloísa Cartonera, Belleza y Felicidad), y que en esa multiplicación vertiginosa de textos no distingue entre obras de mayor aliento y novelas, así las llama, de 30 o 40 páginas.

Entre diciembre de 1999 y abril de 2000 Aira ha fechado dos novelas, Varamo y El mago, que tienen dos llamativas semejanzas: transcurren en Panamá y, en el final, ambos protagonistas dialogan en un café con un puñado de editores. Varamo es un escribiente que vive en Colón, Panamá, hacia 1923, y un día, al cobrar su sueldo, advierte que le entregaron un par de billetes falsos. El relato parte de ese hecho casi trivial y deriva en la escritura, por parte de un inexperto Varamo, de “El Canto del Niño Virgen”, obra cumbre de la vanguardia poética latinoamericana. Así, la novela, de la que se afirma que narra hechos reales –“A pesar de su formato de novela, este es un libro de historia literaria; no es una ficción, porque el protagonista existió”–, se constituye en una reflexión, por momentos disparatada, sobre el valor artístico y su relación con lo verdadero y lo falso; en esa reflexión son continuas, acaso de un modo previsible, las referencias al valor y el dinero. En las últimas páginas de la novela, Varamo va al café del que es asiduo cliente y se encuentra con “tres caballeros” a quienes había visto a menudo por allí: “Eran cabales representantes de un negocio que había nacido con el país, y había crecido hasta ser su principal proveedor de divisas: el de editor pirata. Ilegal, pero tolerada, la actividad se había hecho legendaria, y Colón era su centro histórico”. Trabajando al margen de cualquier derecho de propiedad intelectual, pagando apenas lo necesario a los traductores y nada a los autores, los editores piratas se habían apropiado de toda la literatura del mundo y tenían un mercado a su disposición casi infinito. Ante la curiosidad creciente de Varamo, uno de ellos lo invita a escribir y le ofrece doscientos pesos por un libro en el que el escribiente desarrollaría las técnicas de su hobby, la taxidermia, y lo titularía Cómo embalsamar animales pequeños mutantes. Los editores lo animan a escribir ya que no hay nada más fácil: con unas veinte páginas por hora, en “cuatro o cinco horas puede tener listo un decente librito”. Convencido de encarar el desafío, Varamo junta sus notas y se decide a escribir; así es como los “animales pequeños mutantes” mutan en el enigmático poema, cumbre de la literatura del continente, que constituye, para historiadores y críticos, “un milagro inexplicable”.

El mago, por su parte, transcurre en una Panamá actual (marzo de 2000) a la que llega el mago argentino Hans Chans para asistir a una convención de ilusionistas. La marca típicamente aireana sobre la trama es que Chans es un mago de verdad, ya que puede anular a voluntad las leyes del mundo físico. Perdido ante una organización del congreso que aparece como caótica y sin nadie que se haga cargo, Chans vaga por el salón y sostiene conversaciones insustanciales que no termina de entender. Le presentan, por ejemplo, al ministro de Cultura, un burócrata imbécil al que solo le interesan las finanzas –“Una vez que tengo la plata en la mano, lo demás se hace solo”– y al que lo que más le preocupa es cuando los mecenas y banqueros le exigen explicaciones sobre qué hace con el dinero; porque en ese caso debe hablar de cultura, lo que “puede ser muy difícil”. Otra vez hallamos la estrecha relación entre arte, valor y dinero formulada en episodios que se acercan a una verdadera reductio ad absurdum. Según lo adelantamos, y al igual que en Varamo, hacia el final de la novela el mago se encuentra con tres editores; así se los representa: “‘Son los Reyes Magos’, pensó. Gaspar, Melchor y Baltasar. El parecido se acentuaba porque uno de ellos era negro. Otro tenía barba, y el tercero era flaco y rubio como un inglés, aunque se decía catalán”. En los tiempos que corren, la piratería adopta nuevas formas: los editores “reyes magos” multiplican las editoriales pequeñas y publican cientos de títulos en editoriales sin nombre o con demasiados nombres, lo que viene a ser lo mismo; de esta manera dan trabajo a mucha gente, en diferentes lugares, sin soportar el peso de una estructura administrativa. El éxito depende de la cantidad asociada a la velocidad:

[…] cuanto mayor es la aceleración, mayor es la cantidad. Sale un libro nuevo de García Márquez, o de Paulo Coelho, o de Stephen King, y lo que hay que hacer es ponerlo en las librerías, desde México a la Argentina, en una semana, antes de que las editoriales legales lo hayan mandado a las distribuidoras.

Los piratas actuales se reconocen en una vieja tradición panameña, desde los tiempos de Vargas Vila, en la que cambian las formas pero la única constante es no pagar derechos de autor: “Buscamos temas para los libros –dijo el flaco–. Los autores son lo de menos”. La novela termina, una vez más, con Chans interesado en la propuesta de los editores piratas para transformarse en un escritor a sueldo, una tarea más pacífica que la de los magos. Sandra Contreras ha querido ver en las “novelas panameñas” una clave para interpretar la estética aireana, ya que las razones que explicitan los editores piratas a Varamo y al mago son aquellas “con las que el mismo Aira elaboró su poética de ‘la literatura mala’”: superproducción y devaluación. Las novelas, parece obvio señalarlo, trabajan con estereotipos: desde los brutales saqueos de Francis Drake y Henry Morgan hasta los papeles de Panamá, el país caribeño se asocia regularmente a los piratas y a la piratería, y la ironía de Aira coloca allí, en paródico abismo, los fundamentos de una controvertida decisión: la publicación de sus propios libros. Y en ese proyecto, los editores ya no son taimados estafadores ni sórdidos manipuladores de conspiraciones, sino vulgares comerciantes, hábiles operadores de un gigantesco mercado negro.

 

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