Con la cultura en la mano: un ensayo de Diamela Eltit
Reeditan la obra de la chilena en Argentina
Jueves 27 de julio de 2023
Escritos sobre arte, literatura y política de la escritora chilena se agrupan en Réplicas (Seix Barral), de donde tomamos el extracto que sigue, donde cruza a Jacques Ranciére con Rosario Castellanos y Clarice Lispector para pensar a la "mujer-costilla".
Por Diamela Eltit.
La escritura literaria llegó hasta el escenario social para dislocar la hegemonía de la letra burocrática. Esa letra-ley que regía la totalidad del contrato social, letra de compra y de venta, letra fundante del nacimiento y certificadora de la muerte, letra rígida. Pero la literatura, con su carga poética, estableció el espacio para densificar los sentidos, para ‒es un decir‒ romper el pragmatismo robótico de una letra-ley que ordenaba el transcurso vital en torno al poder y a la sumisión al poder. El hombre es un animal político, aseguró Aristóteles. Jacques Rancière afirma en el siglo XXI: “el hombre es un animal literario”. Quizás habría que decir que el hombre es un animal político porque es literario y es esa dimensión, la literaria, la que permite los flujos, los movimientos, las desarticulaciones. Pero quisiera volver a Aristóteles y a Rancière, habitantes de dos tiempos tan distantes y, sin embargo, no enteramente distintos. Ellos hablan genéricamente del hombre y, en ese sentido, hay que entender que la cultura efectivamente es genérica. Lo es en tanto contiene discursivamente un solo género inscrito, adherido, hecho uno con la biología hombre. Porque las mujeres no podemos caer en la ingenuidad de pensar que ese genérico que, a su vez es sexo, nos incluye literal o simbólicamente. Lo que quiero enfatizar es que “hombre” (como categoría cultural) es capaz de nombrarlo todo. De esa manera se establece una síntesis dotada de una extrema rigurosidad política que ordena la apropiación totalitaria de la superficie social.
Entonces, ¿cómo habitar?, ¿cómo ingresar materialmente a los espacios, a cada uno de los espacios de la vida (de lo micro a lo macro) cuando el léxico que asigna y que ordena la materialidad de los espacios de vida ya está pactado? Es posible, entonces, por ejemplo, volver a la Biblia, volver a ese libro fundacional (yo soy atea) para leer su cosmovisión o para pensar de nuevo a un Dios, a un fundador de mundo en un exacto día, ese mismo día en que necesitó de “otra” (desde el uno), a esa mujer que iba a emerger como un “desprendimiento” y que iba a constituirse desde la costilla del hombre. Se podría hablar también de una emergencia realizada a un costado del hombre. Una mujer que nacía sorpresivamente, nacía de una manera imposible, una mujer que nació sin madre, nació del cuerpo del hombre pero ausente del trabajo del pene tan presente en el sicoanálisis y convertido en el falo-rector pensado acuciosamente por Jacques Lacan.
Una mujer-cuerpo, desprendida, una fuga, una costilla menos del hombre, un hueso curvo que generó otra carne. Un nacimiento simbólico que habría que volver a examinar para entender bien la costilla, el costado, la costa, el costo, la costra como el sedimento de una emergencia poética.
Pensar los signos sociales constituye uno de los centros neurálgicos de las tareas literarias. Pero, ¿Cómo pensar esos signos y su disposición más allá del pacto social? ¿Cómo pensarlos para realizar una operación productiva en la que, desde el genérico hombre político porque literario, se desprenda la mujer-costilla que piense ‒se trata de uno de los lugares más interesantes‒ el costado? Quiero decir, una política para habitar los signos laterales, la ruptura de los límites, el “afuera del hombre” político (después de todo, perdió su costilla), pensar, digo, desde el afuera de la categoría hombre como sexo y como género, los dos uno, sexo y género, para que desde ese afuera se establezca la inserción hacia un adentro social que conforme una comunidad de escrituras sexuadas y genéricas: me refiero al tránsito desde la mujer poética ‒la costilla menos‒ a las mujeres políticas como constructoras de signos para habitar los espacios en comunidad.
Entrar en los signos inevitablemente óseos, duros. Signos costras que permitan que se suspenda parcialmente la hegemonía rutinaria que en que se funda la totalidad de la cultura: la economía de género diseminada en todas sus acepciones. Porque la economía de género del único que “cuenta” ‒lo digo en los sentidos más múltiples que evoca la palabra‒ constituye la matriz y el sustento del conjunto de los sistemas sociales. Lo que quiero señalar también en este punto es que en la amplia, pero completamente imbricada, esfera de las economías privilegio de manera estratégica los hilos más concretos del reparto económico, en el sentido de la producción de bienes o de los grandes capitales o, para hablar en términos actuales, examinar cómo opera el reparto al interior del hipercapitalismo en las grandes maquinarias tecnológicas que comercializan la vida, la guerra y el trabajo, entre otras fuentes de nutrición del capital.
Jacques Rancière afirma que habría que pensar la igualdad desde la desigualdad. Así piensa Rancière. Lo hace genéricamente, lo formula como punto de llegada del “hombre literario”. Rancière le adjudica al “hombre literario” lo imprevisible, aquello que le permitiría alterar la monotonía de una ruta pragmática a partir de la huella poética que lo habita. Me pregunto entonces si se acepta esta conceptualización que haría la costilla, la mujer ósea, la mujer literaria.
En la ficción y en el riesgo que porta la actividad de pensar, me atrevo a proponerles aquí, como juego literario, a la mujer costilla. Me interesa (por ahora) debido a su emergencia, me parece atractiva por su hiperfantasioso trazado que hoy puede ser visto como una superlativa narración de ciencia ficción o como un film en tres dimensiones. Pero también como una sofisticada fotografía, una figura que ya contiene en la ficción de su arquitectura los signos poéticos y, desde allí, el trabajo social radica en politizar esas huellas, establecer un nudo certero de signos políticos para emanciparse de su propia estandarización.
Pero habría que pensar más finamente, más radicalmente. Sigo creyendo que Marx advirtió, con una claridad indiscutible, la alienación como procedimiento de poder y dominación. Por otra parte, su afirmación: “La religión es el opio de los pueblos” fue un seguro y eficaz dispositivo analógico para señalar las formas de apaciguar entre las que se vive y en las que se muere. Pienso ahora en esa afirmación porque el guión literario, dentro de la ficción social adjudicada a la mujer, su centro más opiáceo, ha sido el esencialismo sentimental. Me refiero a la plañidera queja amorosa, la rabia amorosa, el desastre ardiente de la entrega, el arduo trabajo después de la derrota o el descrédito ante una realidad que no correspondía a sus ensoñaciones y, cómo no, la maternidad definida como acto sublime y no como un complejo y múltiple trabajo cultural. A la mujer como doble invisible, ausente de una política que la respalde, se le ha asignado la tutoría del relato rosa, ese relato que glorifica, aun en su “maldad”, al hombre político; esa ficción femenina que enaltece al hombre literario, ese ser para otro, ese padecer por otro, esas historias de cómo se ligan o desligan de los avatares amorosos son las producciones que el mercado (como cogobernante del Estado) ha validado de manera unánime en sus tiempos culturales. Sin embargo, en el reparto estrictamente literario esas producciones sentimentales no consiguen el mismo valor que alcanza su precio en el mercado.
He escrito alguna vez que, a mi juicio y siguiendo el trazado de Marx: el amor es el opio de las mujeres (me refiero al amor tal cual lo promueven los sistemas culturales). Pienso que es precisamente esa red la que mantiene vigente una forma no demasiado sutil de cautiverio. No corresponde aquí analizar las pautas y los modos de inoculación de ese modelo en los imaginarios femeninos, pues sus tecnologías han sido ya lo suficientemente develadas. Pero sí hay que recalcar que el espacio autorizado para la escritura literaria de las mujeres (especialmente por el mercado y sus tácticas) es aquel que se funda en los estereotipos sentimentales, mayoritariamente heterosexuales; e incluso desde la apropiación de ciertas “premisas feministas”, esos estereotipos sentimentales se ligan a seudoliberaciones que en realidad solo están allí para confirmar la dominación.
Por supuesto no pretendo aquí “atacar” en el sentido más sibilino, o como se entiende la caricatura de lo femenino, a esas producciones, pero tampoco puedo obviarlas debido a las consistentes tecnologías inoculadas a través del mercado de literatura para mujeres. No obstante, mi interés se centra ahora en relevar la mirada en torno a lo “lateral”, ese lado opaco en que se cursan los signos.
Si entramos en el juego de la mujer costilla, se podría pensar entonces que la mujer poética ‒porque costilla‒ emprende su tarea para establecer sus huellas políticas en el arduo trabajo con los signos y sus siempre difíciles dilemas. Pienso ahora en Clarice Lispector y en Rosario Castellanos. Y pienso, claro, en sus políticas.
Ya la novelista brasileña Clarice Lispector trabajó la precariedad como poética y desde allí organizó un estatuto político para su obra. En su libro La hora de la estrella puso en evidencia los problemas específicos o técnicos de la novela ‒la figura del narrador‒ para retorcer o retocar o resaltar sus presupuestos y, desde ese trabajo poderoso con las estructuras, lo que construyó paradójicamente fue de uno los personajes más vulnerables de la literatura latinoamericana: un personaje dotado de una fragilidad que atravesaba todo su espacio tanto laboral como afectivo. Una fragilidad compleja, autoconsciente, no exenta de ironía y hasta de humor. Después de todo, Estrella, la protagonista del relato, mal pagada y mal pegada con cada una de las estructuras en las que habitaba, en medio de su joven, carente y difícil vida fue atropellada nada menos que por un Mercedes Benz. Sí, un carísimo Mercedes que la mató, arrasándola con sus lujosas e implacables ruedas.
Y no dejo de pensar en Rosario Castellanos, la poderosa e inteligente escritora mexicana, poeta, narradora, ensayista, dramaturga. La pienso porque ahora mismo estoy en su sede natal y la pienso también porque ella advirtió el acceso de la escritura literaria de las mujeres como una tensión, pero con la escritura misma. Una tensión que sobrepasaba los mandatos sociales y sus castigos. Citó a la hoguera, esa hoguera inquisitorial que funcionó por siglos y en la que ardieron una cantidad innumerable de mujeres condenadas por los tribunales eclesiásticos que, ante el peligro de la inminente decadencia de Dios, manejaron las leyes terrenales apelando al mandato divino. Unos tribunales que, desde el pretexto de la fe o por una fe verdaderamente destructiva y fóbica, se volcaron de manera absorta sobre las mujeres para convertirlas en un campo expiatorio.
Sin embargo, Rosario Castellanos aunque las nombró, desechó las puniciones y las prohibiciones convencionales, más bien el miedo lo depositó en la escritura, porque la definió como una tarea profundamente intensa. Corporal. Pensó la escritura como trabajo incesante, la pensó también como parte de su cuerpo en la medida de que entendió la mano como una extensión de la escritura y, quizás, pensó la adicción al cigarrillo como nutrición de su letra.
Su reivindicación conceptual no fue temática sino más bien política, puesto que la posición de Rosario Castellanos resulta especialmente antagónica a la normativa “intuitiva”, que ha sido tradicionalmente adjudicada a las mujeres. En último término, entendió que la escritura no solo portaba una línea de placer sino también un espacio considerable de responsabilidad.
Pienso en Rosario Castellanos como la escritora-costilla que autogeneró un trabajo potente, que pensó restaurar una categoría ausente en nuestra cultura más material, que puso la ampolla como garantía femenina de la mano y de la letra. Pensó la ampolla.
Pensó la mano. Su mano.
Cito: “No, no temí la pira que me consumiría sino el cerillo mal prendido y esta ampolla que entorpece la mano con que escribo”.
(Extracto)
* Texto leído en el Primer Congreso Internacional: La experiencia intelectual de la mujer en el siglo XXI. Ciudad de México, marzo, 2011. Versión en inglés “With the Culture in her Hand”. Literature and Arts of the America 46. 1 (2013).