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Cómo empezó todo: la Biblioteca Total del Centro Editor de América Latina

Por Carlos Altamirano

Alrededor de los orígenes de la colección que dirigiera Altamirano con Beatriz Sarlo en 1976: "Tenía uno de esos nombres exagerados que inventaba Spivacow". Uno de los textos que componen Estaciones, de Carlos Altamirano (Ampersand, 2019).

Por Carlos Altamirano.

 

 

La colección que dirigíamos con Beatriz Sarlo en el Centro Editor tenía uno de esos nombres exagerados que inventaba Spivacow, Biblioteca Total, y sus títulos comenzaron a aparecer en 1976. Dentro de ella se incluían cuatro series: una de cuentos, otra de novelas, otra de autobiografías y, finalmente, una de ciencias sociales que tenía el rótulo, también desmedido, de Fundamentos de las Ciencias del Hombre. Para esta serie preparamos en 1977 Literatura y sociedad, un breve volumen que contenía una selección de textos pertenecientes al área de la sociología de la literatura, con la introducción y las notas, que eran nuestras. Casi todos los autores seleccionados para la compilación eran muy conocidos en ese campo: Robert Escarpit, Lucien Goldmann, Arnold Hauser, Harry Levin, Georg Lukács.

El nombre menos acostumbrado era el de Pierre Bourdieu, de quien en la Argentina se conocía muy poco aparte de El oficio de sociólogo, editado por Siglo XXI, y el artículo “Campo intelectual y proyecto creador”, integrado en el volumen Problemas del estructuralismo, que publicó el mismo sello editorial. Aunque no fuera premeditado, la antología iba a resultar el primer paso de un proyecto más ambicioso y arriesgado: escribir algo para sustentar la idea de que la literatura debía ser pensada con la ayuda de las ciencias sociales. El estructuralismo daba signos de agotamiento y estábamos en desacuerdo con la deriva textualista que era el último avatar del formalismo de la nouvelle critique. Para esta forma radical de inmanentismo no resultaba pertinente preguntarse por las relaciones de las obras literarias con sus condiciones sociales de posibilidad o con la realidad, el mundo, o como se quiera denominar el afuera respecto del cual el texto se recorta y se diferencia. El precepto del inmanentismo crítico consistía en que la obra se regía por su propia ley y que la literatura se alimentaba de sí misma y no hablaba sino de sí misma. La revista Tel Quel era a la vez el órgano de la vanguardia y del ala izquierda del textualismo francés.

Pensar con el auxilio de las ciencias sociales quería decir entonces, en primer término, apropiarse de los recursos que ofrecía la sociología, que aún seguía siendo la reina de las disciplinas del mundo social. Pero, en el camino de la revisión del pasado intelectual a la que nos había impulsado la investigación del Centenario, encontramos el trabajo de los historiadores. Desde la década pasada, la idea de una alianza entre historia y ciencias sociales y la definición de la historia como ciencia social eran parte de la doxa intelectual, y nosotros no estábamos al margen de ella. Más allá de la imagen más bien somera que teníamos de lo que eso significaba, en el trayecto hallamos un modo de ejercer la historia social y política que nos fascinó, el que ofrecían las obras de Tulio Halperin Donghi. Revolución y guerra y, después, Una nación para el desierto argentino nos deslumbraron. Ningún texto de Halperin Donghi, sin embargo, resultó más inspirador que “Sarmiento: su lugar en la sociedad argentina posrevolucionaria”, el artículo que escribió para el número que la revista Sur consagró en 1977 al autor del Facundo. El historiador hacía allí un uso muy penetrante de los escritos autobiográficos de Sarmiento, en particular de Recuerdos de provincia. Pero el ensayo de Halperin dejaba ver también otra cosa: la sagacidad de su lectura no era ajena a lo refinado de su sociología histórica.

Fuimos tras su huella: leímos los mismos textos de Sarmiento; continuamos con la bibliografía existente sobre Recuerdos de provincia, donde sobresalía el capítulo que Adolfo Prieto le dedica en su libro pionero, La literatura autobiográfica argentina; el hilo autobiográfico nos llevó a Las confesiones, de Rousseau, y esta obra a los grandes trabajos de Jean Starobinski, entre ellos ese estudio impar que es Jean-Jacques Rousseau. La transparence et l’obstacle. De esta dinámica de lecturas y sugestiones de lecturas salió el ensayo “Una vida ejemplar: la estrategia de Recuerdos de provincia”, que publicamos en 1980.

Le dimos la forma de un léxico –Conceptos de sociología literaria–, que apareció en 1980, en un breve volumen que también llevaba el sello del Centro Editor, a nuestro primer esfuerzo por definir el campo nocional de una consideración sociohistórica de los hechos literarios. En ese primer ejercicio, pero sobre todo en el libro que lo siguió tres años después, editado por Hachette, Literatura/Sociedad, resulta visible que nos alentaba el propósito de ligar el punto de vista sociológico con lo que juzgábamos conquistas del formalismo: ya no se podía leer, pensábamos, como antes de la subversión estructuralista. Ninguno de los dos trabajos hubiera sido posible sin la incitación que procedía de la obra de Raymond Williams y de Pierre Bourdieu, de la labor que ambos estaban cumpliendo, uno en Inglaterra, el otro en Francia, por reanimar la imaginación de la sociología de la cultura y de las formas simbólicas, cada uno por su lado, pero sin ignorarse. No puedo recordarlos sin rendirles homenaje.

 

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