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Cinco secretos de escritura de Abelardo Castillo

A dos años de su partida  

"¿Para quién escribo este diario?", se preguntaba el autor de El otro Judas, nacido en Buenos Aires en 1935 y fallecido en 2017. En 1954 comenzó a escribirlo a mano y en 1992 se pasó a la computadora: los mantuvo durante toda su vida y, según se nos narra en el prólogo, conservó siempre el hábito del cuaderno junto a la cama. Una visita al segundo tomo que publicó Alfaguara.

Por Valeria Tentoni.

 

"¿Para quién escribo este diario?", se preguntaba el autor de El otro Judas, nacido en Buenos Aires en 1935 y fallecido hace dos años, en 2017. En 1954 comenzó a escribirlo a mano y en 1992 se pasó a la computadora: los mantuvo durante toda su vida y, según se nos narra en el prólogo, conservó siempre el hábito del cuaderno junto a la cama. "No para mí", se respondía en 1993 a aquella pregunta inicial, y el segundo tomo de Alfaguara donde están reunidas las últimas tandas de este escritor fundamental -cuya edición fue posible, además, por el trabajo de Sylvia Iparraguirre- queda de testigo. 

Lo leemos leyendo, lo leemos escribiendo, lo leemos viajando, dando conferencias, oficiando de jurado de concursos literarios. Maestro, además, de numerosas plumas argentinas -en una de las fotos lo vemos con alumnas como Alejandra Kamiya, Silvia Arazi y Celeste Galikas- en una de las entradas de 2003 Castillo reflexiona sobre los talleres literarios y su papel en ellos:

"Cada vez que alguien muy joven, refiriéndose a su relación conmigo, pronuncia la palabra discípulo, o admiración, me alarmo. No quiero tener discípulos, ni los busco. Mi carácter, mi manía pedagógica, es lo que crea ciertos malentendidos. No me doy cuenta de que a veces peso demasiado sobre algunos (no tantos, la verdad) que me quieren o me admiran: lo que ellos ignoran es que yo detesto la admiración hacia mí. O mejor, me inquieta. Toda admiración 'pasional', cuando se es muy joven, se basa en un error: el que admira construye con fragmentos del otro un personaje irreal que en el fondo lo deja muy cómodo, que lo autojustifica a él y que además le impide pensar por sí mismo. (...) Por mi parte, siempre preferí admirar, y hasta querer, muy críticamente, como aprendizaje necesario, sin ilusiones, y quizá por eso nunca me pesaron mis maestros".

Sobre el tema del ingreso al mundo literario, y a la formación que podía antecederlo o no, ya había reflexionado una década antes, en 1992, al respecto de los escritores jóvenes:

"No debe ser difícil desorientarse siendo un escritor joven en un país como el nuestro. Están atentos a demasiadas cosas inútiles: el Mercado, su propia juventud que parece obligarlos a actuar de un cierto modo, en un medio que ya no se escandaliza por nada y que, de hecho, no le presta atención a casi nada, y encima la sensación de que el gran arte carece de sentido, la imposibilidad, justificada, de pensar el mundo como imago. Quieren que se los 'conozca', pero no tienen la menor idea de por qué. Quieren sentirse existir, y creen que el éxito literario sirve para eso. Ni siquiera se avergüenzan de la palabra éxito".

Pero, claro, también escribe en su diario sobre el avance de sus libros, su descontento, su satisfacción. Lo encontramos con la vista cansada, rodeado de libros. Lo encontramos escribiendo líneas como:

"La verdad no está en las palabras que escribimos. La verdad está en la conducta que nos da (o nos quita) el derecho a escribir ciertas palabras".

En 1998, después de lo que cataloga como una buena jornada -recuperó cartas de Cortázar, escuchó buena música, detalla de su jornada-, escribe:

"La verdad es que yo era un escritor en serio cuando nadie me consideraba escritor, cuando nadie me molestaba poniéndome en el lugar de escritor. Sobre todo lo era cuando yo mismo no me sentía perteneciendo a la literatura".

Por esos años acababa de publicar Los mundos reales, sus cuentos reunidos al momento. "Coquetea", escribe, con la idea de no escribir más: "¿Es un coqueteo?", se pregunta. De esas páginas también son las líneas que siguen:

"Si alguien quiere saber algo sobre el acto moral de escribir debería leer ese formidable e injusto panfleto de Tolstói, Qué es el arte, y también el último tomo de En busca del tiempo perdido de Proust, donde dicho sea de paso se lee algo parecido a esto: cuando un escritor empieza a hablar de su literatura está terminado como escritor".

Como sabemos, aquél coqueteo, por suerte, no pasó a mayores. Su antología personal, Del mundo que conocimos, salió el mismo año de su partida: "Quiero quedar en paz con quien me lea. Libros de cuentos, yo sólo he publicado cinco: Las otras puertas, Cuentos crueles, Las panteras y el templo, Las maquinarias de la noche, El espejo que tiembla e integran un ciclo cuyo título general es Los mundos reales. Del mundo que conocimos no pertenece a esa obra: es un mapa personal o selección a la que deliberadamente no voy a llamar antología", explicaba. Y aún entonces seguía afirmándose: "Creo en la literatura como testimonio; creo en la literatura como arte". 

 

 

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