El producto fue agregado correctamente
Blog > Ensayos > Breve historia de las preguntas
Ensayos

Breve historia de las preguntas

Saul Steinberg

Por Matías Moscardi

¿Qué es una pregunta? ¿Para qué sirve? ¿Existen las preguntas estúpidas? De Freire a Kant, de Ricoeur a Freud, de Deleuze a Susana Giménez y de ahí a Arthur Conan Doyle: en tiempos aseverativos, en tiempos de certezas y verdades incuestionables, el poder de la pregunta retorna. 

Por Matías Moscardi.

Podría decirse que la filosofía empieza con una pregunta. Tenemos, por ejemplo, las preguntas socráticas. Para Sócrates, la capacidad de preguntar es, en efecto, lo que define al hombre como especie. Curiosa historia tipográfica del signo de pregunta: su forma incipiente, parecida a un relámpago, es atribuida a Alcuino de York, un inglés del siglo VIII; la forma occidental moderna del signo de pregunta tal y como lo conocemos probablemente provenga del sustantivo latino «quaestio», cuya abreviatura consistía en la primera y última letra, «qo», dispuestas una debajo de la otra, lo que daría, luego de sucesivas deformaciones, la forma abstracta conocida: «?». El signo de pregunta se define, en su grafía, por la ondulación: su curvatura contrasta, de inmediato, con la linealidad del significante, pero sobre todo con la espacialidad simbólica que supone toda afirmación, con los consecuentes y respectivos encadenamientos silogísticos de la argumentación. En armenio, por ejemplo, el signo de pregunta es nada más y nada menos que un círculo abierto.

Por el contrario, toda pregunta implica un grado de vacilación, de perplejidad, de interrupción de la obviedad, de suspensión de la certeza. Incluso la pregunta retórica, aquella que contiene la respuesta, se vuelve mínimamente vulnerable, al optar por disfrazar la afirmación con las dudosas prendas de lo interrogativo. Por eso, es lógico que preguntar tenga consecuencias en el orden y reparto del poder. En este sentido, la pregunta del alumno no equivale a la pregunta del docente, así como la pregunta de un soldado no equivale a la pregunta de un coronel. Inmediatamente, el acto de preguntar exhibe sus efectos políticos: como si hubiera algo que la cultura, discursivamente, se esforzara por estandarizar, en términos de poder, las preguntas y sus respectivos roles sociales asignados. En otras palabras: se trata de dejar en claro quién puede preguntar qué. Por este motivo, Paulo Freire sostiene, en «Hacia una pedagogía de la pregunta», que el acto de preguntar es «profundamente democrático». Quizás estas correspondencias rígidas entre sujetos y preguntas, hablan del poder fundamental de las preguntas y de la necesidad cultural inconsciente de reprimir su potencia, a saber: que no hay preguntas estúpidas; que toda pregunta es, por definición, elocuente, lúcida, incómoda.
La pregunta constituye, por lo tanto, un contrapoder: porque amenaza estructuralmente el estatuto consensual de las afirmaciones y la autoridad de los sujetos que se apropian de los enunciados y de las verdades. Las preguntas vuelven perspicaz la estupidez más grande; el enunciado más banal se transforma en una reflexión en potencia si aparece entre signos de pregunta. La pregunta tiene, en este sentido, un poder alquímico: le saca brillo a los enunciados más tontos. Si la tomamos realmente en serio, cualquier pregunta demanda, para obtener una respuesta, ser pensada. Las respuestas, las afirmaciones, son aceptadas o rebatidas, nos convencen o no: su finalidad última suele ser argumentativa y, luego, persuasiva. Las preguntas, en cambio, son como pequeños sismos de lenguaje: como si señalaran el límite de toda aseveración, el punto ciego de todo argumento. En otras palabras: las preguntas son los lapsus donde la lengua duda hasta de sí misma.

Si no hay preguntas tontas es porque la pregunta extrae de la tontería y de la ingenuidad su poder de estupefacción. Pienso, por ejemplo, en las cuatro preguntas que se hace Kant, como rectoras de su obra filosófica: «¿Qué puedo saber?», «¿Qué debo hacer?», «¿Oué cabe esperar?» y «¿Qué es el hombre?». Son preguntas que podríamos considerar, para la época, después de más de dieciocho siglos de tradición filosófica, preguntas estúpidas. El verbo «stupere» –que en latín refiere un estado de parálisis o aturdimiento– derivó tanto en estúpido como en estupefacción: no hay, entonces, pregunta estúpida –más allá de las convenciones, órdenes y repartos del saber en una cultura dada– sencillamente porque las preguntas arrastran siempre un carácter atónito de asombro, de fascinación. Las preguntas de Kant, por ejemplo, justamente por su función basal, demandan repensar la tradición filosófica.

Se me acaba de ocurrir un ejemplo perfecto y conocido de «pregunta estúpida». Susana Giménez entrevista a una arqueóloga que le cuenta que han traído «un dinosaurio» a un museo –se refería a un esqueleto, claro–; entonces Susana la interrumpe, con total estupor, para articular una de las preguntas más memorables de la farándula argentina: «¿Vivo?». La pregunta es, por supuesto, estúpida. Sin embargo, más allá de Susana en sí, esa misma pregunta opera como base de El mundo perdido (1912), de Arthur Conan Doyle y, décadas más tarde, se transformará en el motor argumentativo de Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993). Por otro lado, la pregunta de Susana implica, simultáneamente, la eliminación de todo supuesto científico y la instalación –involuntaria, claro– de otro tipo de verosimilitud. De hecho, en nuestro mundo, ya no nos resultaría del todo asombroso que, tarde o temprano, la ciencia pueda crear un dinosaurio de laboratorio. De alguna manera, por fuera del tema de los dinosaurios, hay algo en esa pregunta estúpida, analizada detenidamente, que habla de un estado de cosas: la idea que, en el marco del capitalismo avanzado, todo es posible, nada logra sorprendernos completamente, como si el capitalismo fuera el agotamiento de lo real: lo esperable de lo inesperado.

En este sentido, hay un momento crucial en lo que podría figurarse como una historia de las preguntas. En un pasaje de «Observaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia», más conocido como el caso Schreber, Freud accede un lapsus de conciencia histórica y epistemológica genial. Después de exponer los «hechos», le toca interpretarlos desde el psicoanálisis: dice que los delirios de Schreber tienen que ver, en tal punto, con una transferencia amorosa con su médico. De inmediato, en un acto reflejo de ajedrez textual, Freud se ataja y escribe lo siguiente: «no tenemos derecho a rechazar tal hipótesis sólo por su inverosimilitud interna y sin comprobar antes hasta dónde puede conducirnos. La inverosimilitud puede ser tan sólo provisional y proceder de que la hipótesis de que se trate no se halle aún integrada en proceso lógico ninguno». Freud fundaba, sin saberlo, un nuevo tipo de verosimilitud que iba en contra de la verosimilitud hegemónica –de base aristotélica–: la verosimilitud de lo inverosímil. Quizás, por esta razón, Jacques Rancière, en un ensayo neurálgico llamado “La verdad por la ventana. Verdad literaria y verdad freudiana”, sostiene que Freud funda «un nuevo régimen de verdad» precisamente a partir de otra pregunta estúpida: ¿Por qué hacemos lo que hacemos? Rancière mismo se hace una pregunta básica y fundamental: «¿Lo verdadero es verosímil?».

Las preguntas estúpidas están, como podemos ver, detrás de las grandes teorías, sólo que son asumidas con total seriedad. No es casual que Paul Ricoeur, en su libro sobre Freud, distinga entre dos tipos de hermenéutica: una de la sospecha y otra de la afirmación. La hermenéutica de la sospecha considera las preguntas estúpidas en serio; la otra, subestima esas mismas preguntas. A partir de esta distinción, también, surge la famosa designación de «los maestros de la sospecha», que Ricoeur implementa para referirse a Freud, Marx y Nietzsche. Los maestros de la sospecha, podríamos decir, son los militantes de las preguntas.

El hecho de que consideremos estúpida la pregunta de Susana recae más en el sujeto de la enunciación que del enunciado mismo: la pregunta de Susana podría leerse, en efecto, como el síntoma de las preguntas en general. Preguntar es estructuralmente inteligente. Toda afirmación, en cambio, es a priori, hipócrita –del griego ὑπόκρισις, hypokrisis, que significa fingir una respuesta, adoptar una máscara para responder. Las paradojas son un ejemplo de la hipocresía de la afirmación: «La verdad no existe» es una verdad. Al revés, podríamos pensar que las preguntas, incluso aquellas engañosas, son siempre sinceras: porque, al instalarse entre esas diminutas víboras gráficas que son los signos de pregunta, ya no pretenden más nada.

En una entrevista, Deleuze dice que, en la vida cotidiana, hay muchas interrogaciones y pocas preguntas. Pone un ejemplo: todos los días alguien nos pregunta «¿Cómo estás?». Sin embargo, Deleuze piensa en eso que los lingüistas llaman fuerza ilocuionaria, en las implicaturas detrás de estas preguntas, sean expresiones de cortesía o pedidos encubiertos. Dicho de otro modo: el que pregunta «¿Cómo estás?» no tiene la intención de saber realmente cómo estamos. Pero si abstraemos estas preguntas de su uso pragmático y las interpretamos literalmente, la cosa se vuelve esquizofrénica: «¿Cómo estás?» y «¿Qué es la filosofía?» quedan igualadas en un empate. Los psicoanalistas, por ejemplo, suelen emplear, como técnica, la repetición en eco de algo que afirmamos, pero en forma de pregunta: ¿Por qué hacen esto y por qué es tan molesto para el paciente? Quizás porque, de este modo, la palabra del analista nos invita a dudar.

En tiempos aseverativos, en tiempos de certezas y verdades incuestionables, el poder de la pregunta retorna para relativizar, inquietar, agitar el avispero del pensamiento, quizás porque, precisamente, esa sea la naturaleza originaria de las preguntas: quizás porque toda pregunta es, en el fondo y en definitiva, radicalmente filosófica.

 

Artículos relacionados

Miércoles 24 de julio de 2019
La sabiduría del gato

El texto de apertura de El tiempo sin edad (Adriana Hidalgo): "La edad acorrala a cada uno de nosotros entre una fecha de nacimiento de la que, al menos en Occidente, estamos seguros y un vencimiento que, por regla general, desearíamos diferir".

Por Marc Augé

Lunes 23 de agosto de 2021
La situación de la novela en la Argentina

“El problema de discutir las tradiciones de la narración en la Argentina plantea, al mismo tiempo, la discusión acerca de cómo la literatura nacional incorpora tradiciones extralocales”. Un fragmento de la primera clase de Las tres vanguardias (Eterna Cadencia Editora).

Por Ricardo Piglia

Martes 16 de febrero de 2016
Morir en el agua

La sumersión final: algunas ideas en maelstrom alrededor de Jeff Buckley, Flannery O'Connor, John Everett Millais, Edvard Munch, Héctor Viel Temperley, Alfonsina Storni y Virginia Woolf.

Martes 31 de mayo de 2016
De la fauna libresca

Uno de los ensayos de La liberación de la mosca (Excursiones) un libro escrito "al borde del mundo" por el mexicano Luigi Amara, también autor de libros como Sombras sueltas y La escuela del aburrimiento.

Luigi Amara
Lunes 06 de junio de 2016
Borges lector

"Un gran lector es quien logra transformar nuestra experiencia de los libros que ha leído y que nosotros leemos después de él. (...) Reorganiza y reestructura el canon literario", dice el ensayista y docente en Borges y los clásicos.

Carlos Gamerro
Martes 07 de junio de 2016
La ciudad vampira

La autora de La noche tiene mil ojos, quien acaba de publicar El arte del error, señala "un pequeño tesoro escondido en los suburbios de la literatura": Paul Féval y Ann Radcliffe, en las "fronteras de la falsa noche".

María Negroni
×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar