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Bajo tierra

Por Damián González Bertolino

"La vieja calle de piedra queda oculta, pero el tiempo que pasó al descubierto le ha permitido renovar su pacto con la memoria. En cada día, en cada hora corre por debajo de la superficie y asegura el mundo que no está": el texto que el autor uruguayo compartió en el último Filba Internacional en Buenos Aires.

Por Damián González Bertolino. Foto de Walter Sangroni.

 

Tenía muy pocos años de edad cuando una mañana me evadí de la mirada de mis padres y salí hasta el patio de la casa. Llevado por un impulso que se borró con el tiempo, di vuelta una piedra de unas dimensiones considerables que se hallaba en un rincón poco transitado. Debajo, entre la tierra húmeda, apareció una víbora. No la cabeza, tampoco la cola. Solamente el lomo que había quedado al descubierto al pasar entre un orificio y otro. Ese detalle me impidió de ahí en más hacerme una idea precisa del largo del animal, que, por lo tanto, pasó en esos años a cobrar una proporción mítica: bien podía ser tan extenso que su cuerpo recorría una distancia muy grande por debajo de la tierra. (Muchos años más tarde leería que para los nórdicos antiguos una enorme serpiente recorría de lado a lado el mundo. Cuando la cabeza se encontrara con la cola sería el fin de todo).

En el caso de aquella visión del patio, los dos o tres centímetros que afloraban a la superficie, en un desfile anillado de colores cálidos, me bastaron para retroceder con horror, dejar caer la piedra y correr al interior de la casa. Nadie se había dado cuenta de mi ausencia y me quedé un largo rato rumiando en silencio no solamente la repulsión, sino otro sentimiento que por primera vez empezaba a tomar forma en mi vida: hay cosas debajo del piso, del otro lado de las pisadas. La víbora sorprendida en su tránsito subterráneo fue el punto de partida de una pasión por lo que estaba bajo tierra.

Durante la infancia, el escenario de esa pasión solía ser otro de los patios de la casa, un terreno más extenso con ligustros, un limonero, una higuera y un gallinero y una conejera en cada uno de sus lados. Tomaba una pala y, cuando nadie me veía,empezaba a hacer pozos. En un principio, algo imbuído del temor religioso que procedía de una iglesia que estaba del otro lado del muro y por los ecos de alguna hora de catequesis, sentía que cada centímetro que avanzaba tierra abajo era una manera de acercarme al Diablo. Había un placer clandestino en esa conciencia que me regocijaba y a la vez me alarmaba. Pero muy pronto esa idea fue cada vez más desplazada por la contundencia de lo material. Pedazos de platos, tenedores con el cabo labrado de un modo extraño, jirones de ropa, botellas, mandíbulas de perros, un automóvil en miniatura, etiquetas... Uno a uno fui desenterrando objetos que habían sido olvidados o abandonados en ese patio del fondo durante los últimos cuarenta años por mis abuelos y mi padre desde que se asentaran en lo que fue al inicio un monte de eucaliptos. Muchas veces, al desenterrar un objeto en particular, lo sacudía para librarlo de un exceso de tierra y corría hasta mi padre para mostrárselo. Él lo miraba sorprendido, y luego, entrecerrando los ojos, lo identificaba como una de las cosas que habían pertenecido a su infancia. De dónde lo había sacado, me preguntaba. Yo respondía que de la tierra. Entonces mi padre, abrumado por recuerdos que de pronto no encajaban entre sí, intentaba explicar el alcance que dicho objeto había tenido mucho tiempo atrás cuando aquella era la casa de sus padres y él era un niño como yo. Aquellos vaivenes de la memoria de mi padre acicateron mucho tiempo mi costumbre de hacer pozos y me hicieron pensar muy temprano en las relaciones que las personas llevaban con los objetos. También en el matiz inquietante que constituye devolver a la vida aquello que se consideraba clausurado por el tiempo y el olvido.

Una nueva forma de la pasión se liberó de la tierra pero mantuvo el espíritu. Por ejemplo la manía por conocer el interior de los aparatos o los juguetes, al punto de sacrificar su funcionamiento con tal de apreciar los cables, engranajes o circuitos que permitían aquel misterio. También las paredes descascaradas que exhiben la pintura del pasado. En el mar, la bajante que un día deja apreciar las rocas unos metros más allá (a veces el resto de un casco naufragado). Pero la principal de todas ocurrió en los alrededores del club de golf, en el barrio de enfrente. Desde niños, con mis vecinos cruzábamos la calle y buscábamos entre los yuyos y los matorrales las pelotas que se les perdían fuera de límites a los golfistas (mayormente argentinos) que jugaban durante el verano. Al atardecer, cuando los jugadores se estaban por subir a sus coches, se las ofertábamos. Encontrar una pelota de golf podía ser algo tan sencillo como arduo. Se trataba de un golpe de suerte, pero también requería cierta destreza de la mirada. Así que era común que muchos de mis sueños del final de la infancia estuvieran ambientados en los alrededores de la cancha de golf, justo en el momento en que sorprendía la brillantez de una pelota blanca, y otra, y luego otra más y así, hasta que me despertaba y me descubría embargado por la desazón de quien ha sido despojado de una joya rara. En una ocasión, a fines de los años noventa, una empresa constructora comenzó a preparar un terreno aledaño a uno de los greens de la cancha. Se trataba de un monte de eucaliptos con algunas acacias. Llegaron unas máquinas y en un par de días todo fue arrasado. Se arrancó toda la maleza y los arbustos y la tierra fue dada vuelta. Como con un bostezo tímido aparecieron, una a una, todas las pelotas de golf que habían caído en aquel monte durante los últimos cincuenta años, golpeadas por jugadores que ya estarían muertos, y que nunca pudieron ser encontradas y se enterraron verano a verano con la sedimentación. Igual que los pájaros que cayeron a picotear entre la tierra revuelta, los muchachos del barrio acudimos a rescatar de entre los terrones húmedos aquellas pelotas que habían dormido tanto tiempo. La tierra les había hecho perder definitivamente la blancura. Y como además se trataba de pelotas viejas, esto quiere decir con dimensiones más pequeñas a las actuales, nadie en el club estaba interesado en comprarlas. Eran objetos inútiles, que nadie quería y que mejor hubiera sido que permanecieran ignorados bajo varios metros más de tierra. Muy pronto fui el único que se interesó por recogerlas, y reuní varios baldes completos que fui apilando en uno de los patios. Una suerte de compasión me movía a hacerme cargo de todas esas pelotas, una forma de compensar el hecho de que hubieran sido despertadas sin motivo alguno. Durante algunos años no supe bien qué hacer con toda aquella cantidad hasta que empecé a utilizarlas con algunos amigos en partidos de golf que improvisábamos entre los médanos de la playa en invierno. Lo que ocurrió fue que casi todas las pelotas se perdieron una a una bajo la arena o en el fondo del océano.

Cuando llegaron la lectura y la escritura hubo un sentimiento afín; las palabras, las frases resultaron como la tierra que uno debía desbrozar para dar más abajo con la semilla o la raíz del sentido y, por cierto, con los demonios que esperan ser desencadenados. La escritura es una vida en el subsuelo y allí quien escribe dispone de todos los materiales, lo que puede ascender un día, pero también aquello que ha quedado muerto o, de otra manera, en el almacén de la memoria.

Luego de vivir más de cincuenta años en la casa adonde llegó de niño, un día mi padre resolvió irse. Dejaba atrás el lugar en el que había transcurrido casi la totalidad de su vida, pero para él ya nada de lo que lo rodeaba era igual. Mucho había cambiado: el espacio circundante, la gente, sus costumbres. Un mundo pareció haberse clausurado. Así fue que me quedé viviendo en el mismo lugar, como en una especie de continuidad atávica. Ahora lo que ocurre es esto: cuando llueve con intensidad a lo largo de varios días, el agua que corre por la calle de la casa erosiona los bordes de tal manera que el asfaltado, construido cuando yo era niño, se resquebraja y se va con la corriente. El ancho de la calle disminuye al menos la distancia de un paso. Pero lo que queda al descubierto no es la tierra. Allí reluce, recién lavada y como llamada a una nueva vida imprevista, la vieja calle de piedra que décadas atrás recorría mi padre en su infancia y que las autoridades cubrieron con el moderno asfalto porque las grietas eran tan rebeldes que a la larga deshacían cualquier vehículo. Unas semanas después, los empleados de la Intendencia llegan y sustituyen el asfalto desaparecido. La vieja calle de piedra queda oculta, pero el tiempo que pasó al descubierto le ha permitido renovar su pacto con la memoria. En cada día, en cada hora corre por debajo de la superficie y asegura el mundo que no está.

 

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