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Ariana Harwicz: "Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron"

 

"No existen las novelas que están en contra del racismo o la misoginia. Solo están las que adoptan la lengua del enemigo y las que fabrican una lengua por fuera del sometimiento": entrá a El ruido de una época (Marciana).



Por Ariana Harwicz.

     

 Escribir sin ofender a nadie es un oxímoron. Montaigne es el mejor adversario de Pascal. Aron el de Sartre. Escribir es una controversia subterránea. En el año 1918, los alemanes escribieron libros de revancha. Los franceses, en cambio, escribieron libros de paz. Es fácil imaginar cuáles fueron mejores. Lo políticamente correcto es la gangrena del arte en este siglo. Un dibujante francés dijo: “Lo que es bueno para la caricatura, no lo es necesariamente para la democracia”. Que cada cual elija a qué amo obedecer.

Esta época lee mal porque lee desde la identidad. Los pro-wagnerianos ven a Wagner como Dios. Los anti-wagnerianos lo ven como un nazi. El problema es que Wagner no es ni solamente Dios, ni solamente un nazi, sino las dos cosas a la vez. Si se elimina la ambigüedad en un artista, se lo destruye.

No existen las novelas que están en contra del racismo o la misoginia. Solo están las que adoptan la lengua del enemigo y las que fabrican una lengua por fuera del sometimiento. Pero, a veces, víctima y victimario hablan la misma lengua. Antes de escribir, para mí todo es destrucción, cualquier palabra me resulta caduca, las palabras se me deshacen “en la lengua como hongos podridos”. Las palabras por fuera de la escritura están lobotomizadas. Pero al escribir se rehace el lenguaje, se reconfigura, renace. Escribir una novela es escribir la historia de una vergüenza. Por eso es siempre tan paradójico escribir, porque se escribe la vergüenza pero se necesita perder el pudor. Escribir es ser un paria. Nunca me da tanto miedo mirarme como cuando escribo.

Se puede adoptar una pose en todo: hacer libros falsos, afiliarse de forma cínica a una ideología contraria, mostrarse progresista y ser de derecha, simular ser buena o mala madre, ser moderno cuando se aborrece la modernidad, etc. Lo que no se puede es mentir en la lengua, las palabras que elegimos no mienten, ahí salta toda la verdad.

Escribir es sustraerse a la vida. Pero para escribir, hay que vivir. Me doy cuenta ahora hasta qué punto primero hay que lanzarse a la vida, olvidando la escritura, para después lanzarse a escribir, olvidando la vida. Escribir es ante todo una operación temporal, como la música. Escribir es más que vivir, es vivir dos veces. O es menos que la vida, es una relación especular, oblicua, distorsionada. Por eso, a veces un texto nos hace llorar. Pero el mérito de la emoción no es literario, el mérito es todo de la vida. Y viceversa.

Hay una reconversión forzosa en la literatura: una inquisición. Se está reescribiendo la literatura infantil y se está reescribiendo la historia, un revanchismo en el que opera una instrumentalización de las minorías. La ubican a Marguerite Duras como una mujer oprimida cuando no lo fue, cuando dijo que no era feminista y no creía en las etiquetas, al igual que Yourcenar. Y, aun así, Duras fue una mujer crucial en su época. Le cambian el nombre a George Sand por su nombre femenino de nacimiento, Amantine-Aurore-Lucile Dupin, pero George Sand decidió ser del tercer sexo, ni hombre ni únicamente mujer, como la apodó Flaubert. Eso es ir contra la voluntad del autor. Se buscan traductores afrodescedientes para traducir a autores afrodescendientes, no binarios, para traducir a no binarios. Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo. Es una clasificación de la que huyeron horrorizados en el siglo XX y que hoy estamos, colaboradores mediante, retomando en el arte. Vaciar el lenguaje de violencia es imposible.

Lo mejor que le podría pasar a un artista es asumir sus contradicciones, su doble cara, su doble moral. “Me digo anti burgués pero no arriesgo nada y acumulo poder”. “Hago películas a favor de la Justicia pero soy violento con mis compañeras”. “Soy feminista pero me ensaño con las mujeres”. “Soy humanista pero el antisemitismo no me parece tan mal”. Y así con todos, uno a uno.

 

Escribí una novela del siglo XXI y fracasé. La destruí, aunque quedan los escombros. Los nuevos personajes duermen casi sentados, los acostados están muertos, hay humo, liebres destripadas cuelgan de la chimenea. Para que pertenezca a su época, una novela tiene, sobre todo, que no ser de su época. Para encontrar la escritura, a veces hace falta no escribir, no conocer el argumento, ni el personaje, ni la trama, ni la intriga. No escribir sino buscar el deseo de la escritura, la búsqueda de ese deseo ya es un procedimiento literario. La lengua que se arma en ese deseo único no existe antes ni después, no fue creada. Como dijo Vladímir Mayakovski: “Ya tengo la novela, ahora solo falta escribirla”.

No deberían dar un premio literario a un escritor/a por sus compromisos políticos públicos, por su anuncio de defensa de los derechos humanos. Lo público es un engaño. Beauvoir y Sartre tiraron a la boca de los nazis a su joven amante judía y juguete sexual, Bianca Bienenfeld. Neruda, comunista y luchador, dejó morir de hambre a Malva Marina, su hija con hidrocefalia, a la que llamaba “El monstruo de tres kilos”. Malraux, héroe francés, llamó a su odiada hija Florence “El objeto”. "El artista ha de empezar su obra con el mismo ánimo que un criminal", dice Degas. "Cuando empiezo a escribir, el mundo se convierte en mi enemigo", dice Kertész.

Cuando los periodistas, presentadores y editores de cada festival y encuentro literario de diversos países ponen el acento en que somos “las escritoras mujeres + nacidas en los 70 + latinoamericanas”, lo que buscan es alienarnos. Se nos reúne bajo un mismo lema, un gremio, una condición, un cupo: el combo de ser mujeres, de una misma generación y latinas. Eso puede parecer una política de apoyo, de visibilidad, de inclusión y de justicia frente a siglos de borramiento de la mujer en todos los ámbitos, y en un principio pudo ser así. Hoy creo que ese discurso, omnipresente y totalizante, es contrario a la valoración de una lengua, de una obra, de un universo de ficción. La única condición de un escritor, de la generación, cultura y época que sea, es la de ser único e irreductible.

Extrañamente tengo conciencia de ser escritora todos los días. Lo siento cuando leo, cuando escucho música, cuando respondo a una entrevista o manejo por el campo de maíces y viñedos. Salvo cuando escribo. Cuando escribo no soy escritora, no sé qué soy, pero escritora no.

La descripción de la realidad misma, vivir, es visto como incitación al odio. El arte que no responde a las consignas ideológicas es judicializado y acusado de xenófobo, islamofóbico, transfóbico. Toda la larga semántica de la "fobia" está puesta al servicio de que se renuncie a pensar. Suponer que uno lee desde la identificación primaria es un error. Cuando uno lee no siente identificación por lo idéntico a uno. Para sentirme identificada yo no busco un personaje que sea una mujer blanca de 43 años, con dos hijos, que viva en Europa y cuyos antepasados hayan estado en los pogroms de Europa del Este. Ese no es el modo en que uno lee. Si no, uno nunca podría identificarse con un personaje del siglo XV, con un Alien o con un superhéroe, con Drácula, o con la invocación del superhombre de Nietzsche. Uno lee para olvidarse de sí, para borrarse, para deshacerse, para desidentificarse, para desindividualizarse.

Dos tipos de escritores definen dos estilos y dos éticas: no transigir, no regalar nada, nada de concesiones. Están también los que creen que hay que apaciguar, reconciliar y perdonar. Los perdonadores oficiales. Puede haber traidores en ambos bandos. Así, también, hay dos tipos de degenerados: los que una vez denunciados miran a los ojos a sus víctimas y les piden perdón, y los que frente al escarnio público gritan que no asumen sus actos, que no están arrepentidos de nada porque no son culpables de nada, y no sienten compasión ni remordimiento. Con los escritores es igual. “El hombre de la modernidad es un ser centrado en sí mismo, incapaz de grandes deseos, dedicado a preservarse y a evitar el dolor”, dice Nietzsche. “Resistir implica que el sujeto se tome a sí mismo como obra de arte”, dice Foucault. Y ahí nomás te sintetizan toda la época.

Simón Leys cuenta que mientras Glenn Gould luchaba con una interpretación, la mujer que limpiaba encendió la aspiradora cerca del piano. Gould se dio cuenta de que, al no escuchar, nada se interponía entre él y la música. Le rogó a la mujer que no apagara nunca más la aspiradora. Así pudo imaginar la música que tocaba, recrearla, generando una forma superior de música. Qué pasaría en la escritura si al escribir no escuchara las palabras, si no pudiera leerlas con su significado. Si, al escribir, una forma de silencio interfiriese lo escrito, convirtiéndolo en otra cosa. Esa conversión radical es indispensable.

En el siglo XXI se rehabilitó un debate que parecía saldado en favor de separar al autor de su obra. El revisionismo empezó en los Estados Unidos y fue replicándose, de un modo acrítico, sumiso y colonizado, en América Latina y Europa. No separar la obra de la vida de su autor es una catástrofe para cualquier creador. Se examina su vida conyugal, su currículum, su prontuario, su casa, si fue infiel, si paga los impuestos de alumbrado, barrido y limpieza, como si fuera parte del texto ficcional. En este contexto, yo anunciaría el fin del arte. Si Dios murió, también puede morir el arte, tranquilamente.

   

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