Apuntes desde necrópolis
Por Kike Ferrari
Viernes 15 de noviembre de 2019
"Entramos al Cementerio de Chacarita a eso de las tres de la tarde de un día de sol. Hace calor y tengo un par de birras en el bolso. Es una aproximación distinta a todas las otras veces que estuve acá": el autor de Todos nosotros y la experiencia de una visita que se convirtió en bitácora en el último Filba Internacional.
Por Kike Ferrari. Foto de Walter Sangroni.
Entramos al Cementerio de Chacarita a eso de las tres de la tarde de un día de sol. Hace calor y tengo un par de birras en el bolso. Es una aproximación distinta a todas las otras veces que estuve acá. Frente a nosotros una estatua: una mujer, dos de ángeles, sucia la estatua, cubierta de hollín. El negro del hollín la hace mejor, pienso, más oscura, más compleja. Abro una cerveza.
Permítanme una pausa. Pensaba recién, mientras escribía, que capaz la literatura trata de esto: del error, la mancha. O quizá se trata de ver el mismo lugar con una aproximación distinta, de conseguir ese pequeño corrimiento, ese paso lateral que nos permita una nueva luz. Y lo pensaba más con los dedos que con la cabeza. También eso. Eso. Eso, pienso ahora, también. Que un texto puede idearse, cranearse, planificarse mientras caminás por el cementerio pero que el evento que va a definirlo sigue siendo el de la lapicera sobre el papel o las manos en el teclado. Entonces, cierta suciedad, mirada lateralizada y escritura. Pero volvamos a Necrópolis.
Abro una cerveza, decía. Enseguida vemos la tumba Vandor. Pienso en Walsh, cadáver sin sepultura. La tuma de Vandor tiene una estatua que le hizo la burocracia de la UOM Qué raro, pienso después, que estando tan cerca de la entrada nunca la haya visto antes.
Pero, claro, en eso consiste el corrimiento del que hablaba recién, ¿no?
¿A qué vine a Chacarita antes? Mis entradas a este cementerio podrían separarse, hasta hoy, en cuatro grupos: la de despedir a un muerto, las de acompañar a los deudos, las de laburo, las del joven poeta maldito.
Estoy pensando cuerpo insepulto de Walsh, les decía, cuando Jonathan propone: ¿vamos? Un poco más adelante nos cruzamos con un cortejo –cabezas gachas, ojos llorosos– que despide a alguien.
La última vez, la única en Chacarita, que tengo el recuerdo de haber sentido que despedía a un muerto fue en enero de 1987. Hacía un año que militaba en el MAS, era muy adolescente y muy entusiasta, cuando Nahuel Moreno, fundador de la corriente que dio origen a ese partido, murió. Es raro, yo no tenía ya fe religiosa ni creía en el más allá. Igual que hoy, pensaba en los muertos como carne en estado de descomposición. Sin embargo ese día no estuve en Chacarita por los deudos, no estuve por mis compañeros, no estuve por mí mismo. Estaba ahí por algo más grande que cualquiera de nosotros. Tuvo algo de anticipatorio. Creía más que pensaba, digamos que sentía confusamente, que la construcción del Partido –así le decíamos, así los pensábamos, con mayúsculas, como si fuera el único partido posible; así lo pienso todavía hoy cuando me distraigo–, el Partido, decía, y con ello la revolución misma quedaban un pasito más lejos con la muerte del Viejo. Y, al menos para esa corriente, fue así: en unos años el MAS se desgranó en los grupos y subgrupos que conformaron la diáspora morenista. Pero además, y esto es más importante, esa mañana de fines de enero de 1987 en el cementerio más grande de la Ciudad -donde descansan los restos de Gardel y Pappo, de Roberto Arlt y Antonio Vespusio Liberti, de Alfonsina Storni y Pascualito Pérez- los trotskistas lloramos por anticipado y sin saberlo, sin entender que sería también nuestra, la caída del muro de Berlín. Lloramos por el inicio de los que Mark Fisher llamaría, décadas después, el realismo capitalista.
Pero estamos en que nos cruzamos con un cortejo mientras bebo mi cerveza y caminamos. Estamos en la zona de los mausoleos. Ese pequeño barrio privado de calles estrechas y grises, de construcciones ridículas y hermosas que albergan cadáveres bajo techo en esta ciudad dentro de la otra ciudad en la que hay nenes que duermen en la calle. Jonathan saca algunas fotos. Miramos nombres, esculturas, los labrados de las puertas.
Pero la mayor parte de las veces que vine acá no miré eso ni miré nada. Vine a acompañar el dolor de alguien. El dolor de Ariel cuando murió su mamá, de Sol cuando murió su abuelo, de Lili cuando murió el Negro Juan. Y, claro, en esos casos el cementerio no es más que el fondo de pantalla del dolor de alguien a quien queremos mucho. Entonces no vemos nada y crece la bruma y en nuestros recuerdos siempre llueve.
Hoy, en cambio, no llueve. Hay sol acá en Necrópolis y en todo el resto de la Ciudad. Nos adentramos en el cementerio, pasamos la capilla. Más adelante están los nichos y mucho más allá, la tierra. Es enorme, Chacarita. Una ciudad de muertos construida desde la periferia a la profundidad. Cuanto más nos vamos adentrando, más precarias son las cruces que encontramos, las callejuelas, más desprolijos los montones de tierra sobre los cuerpos. Más profusos los restos de cruces y lápidas rotas apiladas. Algunas con fechas recientes. Otras no tanto. Recordatorios amontonados en pequeñas montañas de deshechos. Nombres que alguna vez nombraron a alguien.
A un costado dos laburantes del cementerio vestidos de overol fuman y charlan bajo la sombra de un árbol. Porque, pienso, la otra forma del no ver en esta tierra de los muertos es el trabajo.
Yo laburaba de fletero en Villa Crespo. ¿Alguno acá es de Crespo? La agencia que quedaba en Padilla y Gurruchaga. Frente a las torres. A cinco o seis cuadras de la cancha de Atlanta. A unas diez o doce de acá.
Por una cuestión de cercanía teníamos de clientes a un par de marmolerías de la calle Trelles que fabricaban, sobre todo, lápidas.
Petaca o el Guli, los peones con los que solía trabajar, subían a la camioneta y poníamos Motorhead a todo volumen. Cargábamos las lápidas igual que cargábamos mesadas: con cuidado pero rápido, sin reflexión.
Y enfilábamos a la entrada lateral de Chacarita.
Entrabamos acá, a Necrópolis, pero estábamos, pese a todo, en el mundo de los vivos: escuchando música, hablando boludeces, cargando y descargando objetos pesado. No leíamos los grabados:
Que decían: Te recordaremos tu esposa e hijos
Decían: María Felica QEPD
Decían: Robertito 1-10-97
Decían: Hasta siempre, mamá.
Ahora, con Jonathan, sí leemos. Leemos tres, cuatro, cinco y seguimos camino. Para cuando abro la segunda cerveza estamos en uno de los muros laterales. Muchos de los nichos están rotos. En uno se ven pedazos de madera. Nos acercamos. De la urna, también rota, sobresale una tibia. Hay huesos desparramados entre los pedazos de madera. Pero falta la calavera. La imagino como adorno freaky en el cuarto de algún jovencito.
Cuando nosotros éramos jovencitos a veces nos metíamos en el Cementerio un rato antes de que cerrara. Llevábamos ginebra –en esa época todos tomábamos ginebra, una bebida que se había hecho popular a fuerza de destruirle el hígado a Luca Prodan–, faso y libros.
Un puñado de punks, darkies, heavys que además de vestirnos de negro leíamos a Rimbaud, Blake y Lautreamont y queríamos ser poetas malditos. O malditos, aunque sea. Queríamos ser algo. Por eso tomábamos ginebra y leímos entre las tumbas. Algunos, con suerte, hasta se echaban un polvo apurado entre los viejos mausoleos. Eso sí es poesía, pensábamos, esto sí es enfrentar a la muerte.
El plan siempre era quedarnos toda la noche. Pero siempre nos aburríamos al rato y terminábamos saltando algún alambrado. A mí, el 19 me llevaba de vuelta a casa, a mi cuarto.
Si la calavera está en el cuarto de alguien, no es la única. El pequeño acto de vandalismo se repite, son muchos los nichos rotos, los esqueletos sin cráneo. Mientras hacemos hipótesis sobre esto nos alejamos un poco hasta que encontramos una canilla con un cartel: No lavar los restos aquí.
No lavar los restos aquí, dice el cartel.
Le traduzco a Jonathan: No lavar los restos aquí.
Todavía es una tarde soleada pero, decidimos después del cartel y la canilla, ya es hora de irnos.
Y eso hacemos.