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Al maestro con cariño

Alumnos y formadores en la literatura

¿Cómo se forma un escritor, hoy? Hernán Ronsino y Juan Martini, Selva Almada y Alberto Laiseca, Liliana Villanueva y Hebe Uhart, Esther Cross y Grillo della Paolera, Inés Acevedo y Jorge Di Paola: algunas de las duplas locales de esa alquimia maestro/alumno alrededor de la literatura. Por Gonzalo León.

Por Gonzalo León.

La relación maestro/alumno se ha dado a lo largo de toda la literatura, a veces de manera directa y otras, indirecta. Diderot, por ejemplo, ayudó a formar a Jean-Jacques Rousseau; de hecho, en una visita a la cárcel que le hizo Rousseau, que por esa época no era un intelectual conocido ni nada, decidió participar en un concurso de ensayo que organizaba El Mercurio de Francia. Esto podría denominarse una relación indirecta, pero de todas maneras importante, porque no sabemos lo que hubiera sido de Rousseau sin Diderot: por lo pronto, antes de conocerlo era un inútil, sin intereses fijos, que la vida arrastraba de un lado para otro. Otro caso es el de Samuel Beckett, que vivió de cerca la influencia de James Joyce; ni siquiera Beckett lograba entender ese texto indescifrable que era y es el Finnegans Wake, pero estuvo ahí, y en la experimentación que hizo desde el teatro puede observarse esa influencia, en este caso directa.

Una curiosa relación maestro/alumno es la de Goethe y J.P. Eckermann. Eckermann viaja a conocer a Goethe a la corte de Wiemar, se entrevista con Goethe, y al ver a esa muchacho entusiasta, que incluso se animaba a opinar sobre su obra, decide retenerlo, ofrecerle un empleo de lector; así Eckermann ingresa al mundo de Goethe. Lejos de disminuir su admiración, ésta aumenta, y por eso empieza a escribir Conversaciones con Goethe, una de las mejores biografías que se han escrito, aunque un tanto condescendiente con el genio alemán. Sin embargo, sin Goethe, el nombre de Eckermann no hubiera sido recordado por nadie; Goethe lo salvó del anonimato, tanto así que Nietzsche -no se sabe qué tan en serio- dijo que Conversaciones con Goethe era el mejor libro de lengua alemana.

Henry James fue uno de esos escritores que desperdigó alumnos por todo el mundo, sin necesidad de estar presente, incluso estando muerto. Ernest Hemingay también se constituyó en el padre del relato con peso poético, de la omisión de los detalles que no aportaban. Ezra Pound fue un poeta que impulsó las carreras de T.S. Eliot y la del propio Hemingway. Borges ni qué decir, es la influencia y también el peso que todo escritor argentino tiene cuando se pone a escribir en serio. O el mismo Neruda en Chile. Los maestros siempre están presentes.

Un caso argentino es el de Juan Rodolfo Wilcock, quien libre de la influencia de Borges, pudo escribir los textos que con su presencia quizá nunca hubiera escrito. Desde luego, hay casos más próximos y locales, de ahí que resulte interesante observar cómo se relacionaron algunos escritores contemporáneos con sus maestros.

Inés Acevedo y Jorge Di Paola, más conocido como Dipi, fueron alumna y maestro: dicha relación la autora de Una idea genial y Quedate conmigo la ha contado más de una vez, pero es buena repasarla una vez más, porque siempre hay algo que se queda en el tintero o que se cuenta de otro modo. Hace tiempo, cuando ambos vivían en Tandil: Inés tenía diecisiete años y trabajaba con un periodista de un suplemento cultural, por intermedio de quien conoció a Dipi, que ya era un escritor famoso por la inclusión que Witold Gombrowicz hizo de él en Diario, y daba un taller de la literatura en la universidad: “Como yo escribía, pensé que lo tenía que conocer. Pero no podía ir así nomás, antes tenía que leer algo suyo para ir con la excusa de que ‘admiraba su obra o algo así’. Le pedí prestado a mi jefe un libro suyo: era el libro de cuentos La virginidad es un tigre de papel, que me gustó, pero no me produjo nada en particular, yo era muy joven y carecía de un sistema de lectura”. Inés le dejó una carta diciendo que quería conocerlo, donde le anotó su teléfono y de paso le contaba de su vida: “Me acuerdo que le decía algo así como ‘estoy naufragando en esta ciudad’. Él inmediatamente se entusiasmó en conocerme, obviamente porque él también naufragaba, yo eso ya lo había intuido”.

La relación que tuvieron fue la conexión entre dos generaciones, “algo que es vital para la evolución de la literatura”. Por un lado, están los más viejos, que para sobrevivir se contactan con los jóvenes, y por otro lado, están los más jóvenes, que “para ir accediendo a un mundo cada vez mayor, deben conectarse con los más grandes. Pero se trata más que nada de posiciones en el sistema”. En el fondo, para ser consagrados, dice Acevedo, “los viejos deben tener abajo gente que los banque. Y los jóvenes, al adscribir a determinados ‘maestros’ viejos, van organizando sus lugares en el sistema”. Un maestro puede elegir a uno que es menor para apoyarlo, por simple afinidad o también por el valor de la obra: “Internamente, entre ambos, las cosas están claras, y el maestro sabe que el alumno ha podido, puede o podrá superarlo. Y si no es así, no lo elegiría para darle su apoyo”. Pero las jerarquías en el caso de Dipi e Inés no estaban establecidas: de este modo Dipi no consideraba a Gombrowicz su maestro, como sugería Gombrowicz, ni a Inés su alumna. Pero si las jerarquías no lo estaban, había otras cosas que sí, como por el ejemplo, acercarle personas o ámbitos, que de otro modo Inés no hubiera podido conseguir o se le hubiera hecho más difícil conseguir. Gracias a él conoció al artista Roberto Jacoby, con quien Dipi escribió la novela Moncada, y gracias a él conoció el local de Belleza y Felicidad (ByF) cuando vino a Buenos Aires; fruto de ese conocimiento publicó su primer cuento en el sello de ByF y también por medio de Jacoby conoció a Beba Eguía, la mujer de Ricardo Piglia, y desde luego al mismo Piglia: “De hecho, cuidé su casa mucho tiempo, eso para mí era una fortuna, porque no tenía ayuda familiar, era importantísimo para mí. Eso es algo invaluable, y Jorge era muy generoso en eso. Él también tenía amigos que lo ayudaban”. Pero Di Paola no era de aconsejar, aunque sí se encargaba de transmitir desconfianza hacia ese mundo literario y artístico: “Eso no le gustaba. Él estaba en Tandil me parece que un poco por eso, para alejarse de ese mundo”.

Selva Almada y Alberto Laiseca tuvieron una extensa relación alumna/maestro de diecisiete años , que claramente extendió esas fronteras para convertirse en amistad. Esto puede verse en el documental Lai, de Alejandro Millán Pastori, estrenado recientemente en el pasado BAFICI, donde Almada tiene un papel protagónico junto a otro tallerista, Sebastián Pandolfelli. Almada recuerda que cuando se anotó en el taller no había leído ninguno de sus libros. Fue justamente el director del documental (ambos eran de la provincia de Entre Ríos), quien le habló de él y de su libro La hija de Kheops, que había encontrado en una librería de saldos: “Yo recién me mudaba a Buenos Aires y él me dijo que Laiseca daba un taller de escritura en el Rojas. Me empujó a anotarme, creo que me dijo algo así como: si yo escribiera iría a su taller. Me resultó atractivo lo poco que me contó de él (que había escrito la novela más larga de la literatura argentina y que había tardado dieciséis años en publicarla) y le hice caso. La primera clase me impresionó de tal manera que lo único en lo que pensé esa semana hasta la segunda clase era cómo iba a llamar la atención de ese hombre en un grupo de treinta personas: cómo iba a hacerle saber que yo estaba ahí”.

Con Lai, como le decían afectuosamente a Alberto Laiseca, Almada aprendió muchas cosas, la mayoría extra literarias, “una de las más importantes fue a ejercitar la paciencia: para ser escritor/a hay que tener mucha paciencia, la construcción de una obra requiere paciencia y trabajo”. Pero Laiseca no era del tipo de maestro que daba consejos y, pese ello, lograba transmitir lo que sabía: “Tenía un método que lo acercaba más a un maestro zen que a un maestro de talleres de escritura. Él siempre decía: ‘el que se queda gana’. Al principio no entendías qué quería decir con eso, pero si te quedabas ganabas seguro”. Después de diecisiete años, Almada siente que ganó, no sólo en su formación como escritora: Laiseca fue fundamental en su vida.

Otro caso es el de Hernán Ronsino y Juan Martini. Muchos pensarían que la relación natural de Ronsino sería con Juan José Saer, pero lo cierto es que, tal como consigna en Notas de campo, sus precursores son algo más que el escritor santafesino. De ahí que las novelas de Martini siempre le parecieran atractivas, básicamente por “su manera de explorar el lenguaje. La vida entera, La máquina de escribir, Puerto Apache, tienen la exploración, la búsqueda de tonos, de torsiones, de musicalidad y, también, de opacidad, que las vuelven grandes novelas. Primero leí, así, intensamente a Martini”. Cuando supo que estaba dando talleres no dudó en sumarse: “Una de las primeras cosas que me dijo, y que se me grabó fuerte, es que en ese espacio (el taller) se iba a pensar en la lengua más que en los modos tradicionales de contar una historia. Y eso me gustó. Yo tenía escrito un libro de cuentos y no sabía muy bien qué hacer con eso. Qué funcionaba, qué había que descartar. Y el taller me ofreció una manera de leer críticamente mi texto”. Ronsino estuvo un año en ese taller, pero reconoce que fue un espacio muy importante como aprendizaje para trabajar con profundidad las distintas dimensiones de un libro.

Liliana Villanueva es de esas escritoras que ha buscado y encontrado grandes maestros. Su libro Las clases de Hebe Uhart y Lloverá siempre, Premio Casa de las Américas 2017, en categoría testimonial, dan muestras de eso. En este último libro se aboca a mostrar la vida de la periodista y abogada de derechos humanos uruguaya María Esther Gilio. Pero para Villanueva sus maestros son parte importante de su vida: “Tuve la increíble suerte de haber tenido maestras y maestros en todo lo que hice: arquitectura, periodismo, escritura. Hay algo en la generosidad de la enseñanza que a mí me conmueve y también mueve en mí ese resorte que se podría llamar ‘agradecimiento’ y que es lo que me lleva a escribir sobre mis maestras. Pero hay algo más: la certeza de que si no escribo sobre esa experiencia, todo ese conocimiento se perdería, o estaría disperso, además de que no llegaría a quienes no tuvieron mi suerte o la de mis compañeros”. Otra cosa que le gusta a esta cronista es ser alumna para poder seguir aprendiendo. Lloverá siempre saldrá editado en Cuba a comienzos del próximo año y es un libro especial para ella, porque con María Esther Gilio fueron muy amigas. Algo hubo desde el momento en que se conocieron en un bus que iba de Colonia a Montevideo en 2005, y la relación se alargó hasta el 2011, fecha de la muerte de Gilio. Sin embargo, sólo cuando notó que la memoria de su maestra empezaba a fallar ínfimamente, “le propuse escribir un libro sobre su vida y el detrás de escena de sus entrevistas a grandes escritores, desde Borges hasta Roa Bastos, Puig o Clarice Lispector (que prácticamente no daba entrevistas). Tenía una memoria prodigiosa, una lucidez despampanante”. Pese a la propuesta, Gilio no estaba del todo convencida de que su vida fuese interesante. Fueron muchas y larguísimas entrevistas que Villanueva guardó durante años: “En algún momento me di cuenta de que esos textos no sólo eran importantes para mí sino que podían ser también interesantes para otros. Ella fue probablemente la mayor entrevistadora del Río de la Plata y su vida fue un compendio del siglo XX, desde su relación con Onetti cuando era muy jovencita, sus entrevistas a los primeros tupamaros en la cárcel, hasta sus exilios y su enseñanza periodística”. Una faceta que Villanueva destaca por ser poco conocida es que Gilio “trabajó magistralmente la crónica de viajes”. Pero sin duda la gran diferencia con otros maestros “es que ella sigue muy presente para mí, no me abandona”.

Cabe mencionar, por último, la relación que mantuvieron Esther Cross y Félix “Grillo” della Paolera, quienes traspasaron dicha relación e hicieron dos libros que plasman sobre precisamente el taller literario; se trata de las invitaciones que Della Paolera cursó a Bioy Casares y Borges a su taller durante la década del 80. Fruto de esas invitaciones, que fueron debidamente grabadas, salieron dos libros que en el fondo son uno, Sobre la escritura: conversaciones en el taller literario. Como el documental de Laiseca o como la obra de Villanueva, estos libros dejan consignadas el aprendizaje y la enseñanza, que es el objetivo de los talleres.

En la nota introductoria al volumen sobre Bioy, Esther Cross y Grillo della Paolera observan lo siguiente: “Los talleres literarios se difunden en Argentina a comienzos de la década de los 70, acaso porque la enseñanza universitaria de la literatura está principalmente dirigida a la formación de docentes, críticos e investigadores, descuidando el aspecto propiamente creativo del acto de escribir. Un taller literario está integrado por grupos de cinco a diez personas cada uno, orientados por un coordinador, que se ejercitan en la práctica de la escritura (corrección, estructura, estilo) y que reciben formación teórica sólo en función de la lectura de sus textos”. Esto, que hoy parece obvio o natural, en 1998, cuando salió el libro, era todavía algo que necesitaba ser aclarado. Veinte años más tarde, el escenario de formación de escritores en Argentina es otro.

 

 

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