"Natalia Ginzburg vivió como pocas de una manera feminista"
Por Flavia Pittella
Lunes 08 de marzo de 2021
"Gustaba poco de la escritura “de mujeres”. Sin embargo, cuando entre sus lecturas para Einaudi encontraba un texto que le generaba un reconocimiento inmediato, se ponía firme, obsesiva, incansable, hasta lograr la publicación o al menos un respaldo seguro". Así presenta Pittella a la italiana y así comienza Natalia Ginzburg, audazmente tímida, una biografía escrita por Maja Pflug y traducida por Gabriela Adamo (Siglo XXI).
Por Flavia Pittella.
No se equivoquen: la sencillez solo se logra a través del trabajo duro.
Clarice Lispector, La pasión según GH, 1964
En esta biografía, Maja Pflug, traductora al alemán de casi toda la obra de Natalia Ginzburg, nos revela detalles íntimos y contundentes de la Natalia escritora, madre, esposa, diputada, editora, amiga y mujer. En un relato lleno de color, muestra la ironía y belleza de una vida que se presenta como sencilla porque esa forma despojada se ha trabajado dura y dolorosamente. Cuando el ascenso del fascismo y el estallido de la Segunda Guerra Mundial amenazaban su mundo inmediato, Natalia Ginzburg publicaba sus primeros textos. Esta mujer de familia mixta (judía y católica) sufrió todo (el exilio interno, la persecución, la muerte de un amor, la muerte de otro amor, la muerte de un hijo, la muerte de su mejor amigo y la muerte de un siglo) sin dejar de escribir.
Natalia Ginzburg vivió como pocas de una manera feminista. Desafió muchos de los mandatos sociales que se esperaba que acatase: desde la educación y los modales de una “joven formal”, que nunca hicieron carne en ella, hasta la manera en que decidió formar una familia y las intensas relaciones de amistad que mantuvo con muchos de los personajes más relevantes del mundo intelectual del momento. Le interesaban poco las convenciones, el modo supuestamente femenino de decir, de vestir y de llevar adelante la crianza de los hijos. Fue original y valiente.
Maja Pflug despliega paso a paso los momentos de esa vida: los hombres a los que quiso, la relación compleja con su padre y su madre, la manera en que salvó y tuvo como pares a sus hijos, su compromiso público en tiempos turbulentos en los que su apellido mismo era una condena ineludible a desaparición, tortura o muerte. También, el aparente desapego (y silencioso desgarramiento) con el que se mudaba, se escondía, se separaba de los suyos para protegerlos. Sus largos años en la mítica editorial Einaudi, en cuyas oficinas de Turín o de Roma Natalia leía manuscritos y redactaba informes, corregía, traducía, escribía prólogos. También ocupó un cargo público y fue diputada en una época en la que no tantas mujeres se dedicaban a la política. Sus discursos pocas veces daban pie para otra cosa que no fuera un aplauso cerrado; sin embargo, cuando notó que desde ese lugar no podía generar cambios profundos, se alejó para siempre, desilusionada. Todo en ella respiraba libertad interior.
Podía ir de un extremo a otro. Por ejemplo, en su trato con Giulio Einaudi, a quien admiraba y respetaba. A veces, Natalia reaccionaba por lo mal que pagaba la editorial en la que trabajaba incansablemente, y entonces exigía contratos justos para los escritores y traductores. Como casi nadie, tenía carta franca para discutir abiertamente con Einaudi, se rebelaba contra la posición en que quedaban los autores, que debían reclamar el pago de sus regalías como si estuvieran pidiendo –y, con suerte, recibiendo– un favor. Otras veces, superada por el trabajo, la casa, la vida política y la inestabilidad de su vida en pareja, pedía disculpas y ofrecía trabajar gratis para compensar leves atrasos o incumplimientos. Tenía una mirada benévola sobre el trabajo de los demás que no se concedía a sí misma, y eso se acentuó a partir del nacimiento de sus hijos, los constantes movimientos impuestos por el arriesgado compromiso antifascista de su primer marido, Leone Ginzburg, y su propia actuación intelectual y política. En ese contexto adverso, Natalia tradujo a Proust. Italo Calvino no publicaba nada sin que ella le diera su veredicto. El hosco e intratable Cesare Pavese caía rendido a todos sus pedidos.
Gustaba poco de la escritura “de mujeres”. Sin embargo, cuando entre sus lecturas para Einaudi encontraba un texto que le generaba un reconocimiento inmediato, se ponía firme, obsesiva, incansable, hasta lograr la publicación o al menos un respaldo seguro. Pavese –amigo, colega y hermano de lecturas– se fastidiaba un poco frente a las exigencias de Natalia, conjugadas con su mirada crítica y despojada de adjetivos. Pero esa tenacidad puso en el mapa de la “alta” literatura italiana a Elsa Morante. Si Einaudi publicó El diario de Ana Frank, fue por recomendación urgente de Natalia Ginzburg, quien enseguida detectó que Ana “[es] la única que de algún modo se prepara para morir… la única que busca en su propia historia un significado universal”. Así escribió y vivió también esa “audazmente tímida”, buscando en cada gesto, en cada evento familiar, en cada desafío que enfrentaba, darle a su propia historia “un significado universal”, con un terco apego a la vida a pesar de todo. Non sono mai stato tanto attaccato alla vita [Nunca me aferré tanto a la vida] reza uno de los poemas más bellos de Ungaretti. Natalia Ginzburg no lo dijo en esos términos, casi nunca. Pero así vivió.
Su forma de ver el mundo se relaciona en muchos aspectos con la de Virginia Woolf. La Woolf de Un cuarto propio pero sobre todo la de Tres guineas, ensayo que es, en verdad, una larga carta de respuesta a un hombre que le envía una foto de un campo de batalla y le pregunta: ¿cómo se podría evitar la guerra? La primera reacción de Woolf es asombrarse de que un hombre le pregunte a una mujer su opinión acerca de esos temas. La escritora se toma tres años para contestar. Al principio intenta explicar el “abismo” que existe entre su corresponsal y ella. Pero es al final cuando Woolf sostiene lo que –me atrevo a decir– habría sostenido también Natalia Ginzburg: “Y por mucho que contemplemos la fotografía desde distintos ángulos, nuestra conclusión coincide con la suya: es el mal. Los dos estamos dispuestos a hacer cuanto podamos para destruir el mal representado en esta fotografía, usted mediante sus métodos, nosotras con los nuestros”. Ese “nosotras” de Virginia Woolf es el mismo “nosotras” de Ginzburg.
Natalia siempre quiso escribir como un hombre, de manera despojada. Temía mucho caer en el sentimentalismo de lo que se consideraba escritura femenina. Pero a partir del nacimiento de su primer hijo supo que la forma de estar en el mundo de las mujeres nunca podía ser igual a la de los hombres. Y, desde su punto de vista, esa condición radicalmente diferente impedía que muchas escritoras lograran la distancia y la ironía, que son dos marcas de su propia escritura. La ironía como punto de partida necesario para observar sin engaños la experiencia y la realidad en general, como quien analiza un cuadro, o una foto familiar en la que uno mismo ni siquiera aparece, porque es quien la ha tomado. Es la foto de nuestras vidas que elegimos mostrar: sus claroscuros, sus incomodidades, su belleza, en lo que la autora llama “la canción de la vida”. Lo que da sentido a la escritura de la experiencia personal no son los hechos, sino esa melodía.
La mirada de Ginzburg no es reducida ni doméstica. Es transparente y profunda. No busca ser grandilocuente. Busca ser sincera. Hasta el final está, como bien dice Ungaretti, aferrada a la vida. Allí reside también su feminismo y desde esa posición firme, sin declaraciones altisonantes pero con una convicción de hierro, íntima, hoy nos sigue interpelando. En su escritura sostiene la certidumbre que le permite sobrevivir, que la impulsa a crear: el lugar de las mujeres es otro, diferente al de los hombres y, también, al que nos asignaron por años. Es el lugar del “léxico familiar”, que sigue siendo hoy ampliamente femenino, todavía en busca de un discurso propio que desmantele la trampa del binarismo conquistando la libertad interior que ella supo sostener y preservar aun en las épocas más difíciles.