"Me parece que hay poco riesgo en la literatura infantil"
Ricardo Mariño
Jueves 27 de julio de 2017
"Como todo género, es más feliz en la medida en que violentás las fronteras. Y, al revés, cuanto más le obedecés al género, más mediocre el resultado". Arrancó desde la ajenidad más completa y ya son más de sesenta los títulos que este escritor multipremiado entregó a los chicos. Será uno de los invitados al Filbita, que arranca el jueves en General Villegas.
Entrevista y foto Valeria Tentoni.
Son más de sesenta los títulos que publicó Ricardo Mariño (Cuentos ridículos, El inventor de animales, El insoportable, El mar preferido de los piratas, Ojos amarillos, entre tantos otros) ese escritor nacido en Chivilcoy que fuera reconocido por sus libros para chicos con premios como el Casa de las Américas, el Kónex o el internacional The White Ravens. "Yo empecé escribiendo para adultos", dice quien además es uno de los invitados al próximo Filbita, que comenzará en General Villegas en su primera versión itinerante el jueves 3 y hasta el sábado 5 de agosto.
¿Cómo comenzó a escribir? ¿Qué es la literatura infantil? ¿Dónde empieza, dónde termina? ¿Cómo se modifica la escritura cuando los receptores son los chicos, si en algo? Algunas de estas preguntas y muchas más respondió en esta conversación Mariño.
Los premios te llegaron como autor de libros infantiles, pero comenzaste escribiendo para adultos, ¿no?
Sí, empecé escribiendo para adultos, pero publiqué casi exclusivamente para chicos, salvo un libro.
¿Cuándo empezaste a escribir?
El primer cuento, que es un cuento para adultos, lo escribí a los diecisiete años y está en ese libro, Silbidos en el cielo. De adolescente tuve mi época de identificación y enamoramiento con Cortázar y empecé copiando su manera; anotando cosas personales en el estilo, para la época, prestigioso del Cortázar de Rayuela y El libro de Manuel. Pero cuando empecé a escribir cuentos creo que ya había roto con eso. Ya leía otras cosas: Onetti, Miller... fui anciano a esa edad gracias a Onetti. Esos dos te liman cualquier relación que puedas tener con el mundo, sobre todo con el trabajo, te inoculan un desencanto de viejo, de tipo grande, ¡pero yo tenía diecinueve! Ya estaba como a la vuelta de todo cuando todavía no había arrancado. Era un poco el espíritu de la época.
¿Querías ser escritor, te lo proponías como destino?
Sí, era lo que más me atraía. Soñaba con ser una especie de escritor profesional, de dedicarme a eso.
¿De chiquito a vos te leían?
No, y en mi casa no había libros además. Soy un caso de estimulación de la lectura al revés: por falta de libros y lecturas. Tenía un deseo tremendo de leer y de apropiarme de palabras, una fantasía de locuacidad, de disponibilidad de expresión. No había libros y los deseaba porque no había. Recién cuando me avivé de que podía sacar libros de la biblioteca pública de Chivilcoy, cuando ya tenía once años, doce, ahí me puse a leer. Estaba a ocho cuadras de mi casa y me iba caminando, solo. En la biblioteca sacaba libros guiado por el título. Tenía temas: en un momento leí cosas que refutaran, según mi idea, la existencia de Dios. Buscaba sólo argumentos en contra. Así que así hice buenas lecturas y también de las otras. Después, a los quince, dieciséis, empecé a ir a un teatro que había allá, para pasar a buscar a una novia que tenía, y ahí había un director que leía y me pasó libros buenos. Me prestaba sus ejemplares. Me dio a Rulfo, toda la narrativa norteamericana… Creo que de él, del director de teatro, saqué la representación del personaje medio onettiano del reventado, del que no quiere nada, el intelectual que rechaza todo.
¿Te formaste en algún taller literario?
Fui al de Liliana Heker algunos meses. No llegué a estar un año, pero escribí mucho en esa época. Ahí ya tenía veinticuatro o veinticinco.
¿Cómo llegaste a Buenos Aires desde Chivilcoy?
Terminé la escuela industrial en Chivilcoy y después me fui a La Plata a estudiar ingeniería. Estuve unos meses, no llegué a dar ni una sola materia, y después me vine a Buenos Aires, que era donde siempre había querido vivir. Si me hacía las ratas del secundario a Buenos Aires. Había un tren que coincidía con el horario de la escuela industrial y nos subíamos sin pagar nada, veníamos a pasar el día acá y volvíamos a las seis. O sea: era mi ciudad. Vine con la idea de escribir y de vivir de cualquier cosa. Primero viví en hoteles espantosos (debidamente registrados en Silbidos en el cielo) y después viví con varios amigos, entre ellos Oche Califa y Horacio López, que fue con quienes empecé a escribir literatura infantil. Vendíamos libros casa por casa, pintábamos departamentos... Un día alguno se enteró de que había una editorial que compraba cuentos para chicos, y dijimos: bue, vamos a escribir cuentos para chicos. Los escribimos y los llevamos. La editorial era Centro Editor de América Latina y ahí nos recibió Graciela Montes, a quien no conocíamos ni siquiera como autora. Fue extraordinariamente generosa con nosotros, creo que le caímos bien, en esa época casi no había jóvenes varones que escribieran esas cosas. Nos compró varios cuentos, incluso nos mandó de su parte a publicaciones donde también se publicaban ese tipo de cuentos. Así, por un tiempo, se hizo realidad lo de vivir de la literatura.
¿Y qué referencia tenías de literatura infantil?
Ninguna. Absolutamente ninguna, y creo que eso fue lo interesante y lo reivindico. Era sana esa completa ajenidad. Nunca había leído libros para chicos, apenas conocía el nombre de María Elena Walsh pero solo por las canciones. Para mí era simplemente utilizar el mismo instrumental con el que escribía para adultos, para escribir para chicos. Dado que en esa época había una línea infantil muy pedagogizante y moralista, el no pertenecer a ese mundo nos salvó. Nosotros no teníamos ninguna idea de transmitirle ningún valor a los pibes. Para nosotros tenía que ser divertida la historia y funcionar como cuento, nada más.
Nunca hubo esa línea en tus historias.
No, por suerte. Esa tradición pedagógica mutó después, porque si en esa época pedían bajada de línea moral, con el tiempo eso mutó hacia contenidos psicologistas. Actualmente, me parece a mí, esa misma idea de meter los libros para planes educativos o de reforma del niño, hizo que se pasara a trabajar temas como el de la diversidad o cualquier cosa que sirva para “abordar” temas en la clase. Es decir: persiste la idea de la literatura como un instrumento para otra cosa. En cierta forma es la misma línea moralizante. Lo cual no hace que yo diga que la literatura infantil no tiene que abordar ningún tema o tenga que esquivar los temas ríspidos: al contrario. Pero a veces se nota que está primero ese afán de contenido y que el resultado es literariamente pobre, con lo cual se desmorona todo.
Y ahora, cuando escribís una historia, ¿te proponés lo mismo que te propusiste en esas primeras sentadas más inocentes o inexpertas?
Sí. O sea: nada. Proponerse algo sería buscar una especie de instancia previa, “voy a provocar tal efecto en el lector”. Yo no arranco así. A mí primero se me presenta una especie de molécula narrativa que no se sabe a qué cuerpo pertenece. Digo molécula porque es una especie de unidad completa, una ínfima parte de algo que no se sabe qué es pero que se sabrá si uno escribe. Se te ocurre una pavada, quizás el nombre del personaje o una contradicción, una cosita así. Por ejemplo, hice una novela que se llama Cupido 13. Es un ángel que flecha mal. Bueno, me pregunté, ¿qué pasa si persistentemente flecha mal? El primer romance que provoca es entre un tipo y una milanesa. Esas cosas se te ocurren como punto de partida. Son cosas que por alguna razón te divierten o tienen alguna resonancia para vos y te dan ganas de seguirlo. Creo que lo único que hay es eso, las ganas de saber de qué trata la historia, cómo termina. No hay más, no hay ninguna propuesta de liberar al mundo de no sé qué peste, aunque después, independientemente de tus intenciones el libro aporte a favor o en contra de la peste.
¿Y en qué momento le viste la cara a un niño o niña de esos para los que escribías?
Mucho tiempo después, cuando ya tenía varios libros publicados y me empezaron a invitar a escuelas, ferias del libro y eso. Yo nunca quise leer en público, porque leo mal y me resulta raro leer algo mío. Te distraés, estás pensando en la gente y no en el texto. Pero lo que sí siempre hice fue ir a contestar preguntas que me hacían los chicos que me habían estado leyendo. Antes era algo más o menos especial, ahora es común. Hay algo que me costó más aceptar, no porque lo rechazara sino porque es difícil entrar en eso, y es que hay mucho afecto. Los chicos te abrazan, te dejan cartitas. Lo que pasa también es que las maestras les estuvieron dando rosca con vos por semanas y cuando llegás parece que llegó Tinelli: yo ahí lo que intento es que vean a un laburante, a un infeliz que trata de escribir todos los días y que paga las cuentas. Lo otro es irreal. Pero lo cierto también es que te estuvieron leyendo quizás por años, entonces tenés que dejar la falta modestia y aceptar que sos una especie de amigo para ellos. No tiene nada que ver con lo que vos pienses sobre lo que escribís, si es bueno o malo; es otra cosa. Es algo así como que hiciste una comida y a ellos les gustó, listo. Y además es lo que uno haría también, al menos yo lo haría con Saer o cualquier autor a quien le deba horas de lecturas placenteras. De hecho, me pasó algo así cuando lo conocí a Saer. Por razones de identificación, me interesaba más hablar con él que con Borges. Lo vi una vez en la librería Ghandi que estaba en corrientes. Vi que estaba con Guillermo Saavedra, a quien conozco, y me mandé a saludarlo. Una vez delante de él le dije una frase enquilombada, rebuscada, incomprensible, pelotuda, de admiración. No sé qué habrá pasado, pero al toque llega un amigo mío con el que me tenía que encontrar, Jorge Boccanera. Y me ve que estaba ahí y entonces viene y le dice a Saer casi la misma frase, una frase así, estúpida, rara, de admiración, parecida a la mía. Y Saer dijo: "¿Pero qué es esto, un chiste de porteños?" Para colmo ninguno de los dos era porteño.
¿Y a Saer cuando lo leíste?
Lo leí tarde... En el taller de Heker no, creo que en ese mundo no se leía a Saer, ni a Conti. Así que tiene que haber sido después de eso.
¿Volviste a publicar para adultos, pensás regresar a esa línea?
No volví a publicar, pero sí, por temporadas, a escribir.
¿Cuántos libros tenés publicados ya?
Como sesenta... La contabilidad es medio extraña porque fui sacando libros, en el sentido de borrarlos, libros que no me gustaban. Y en otros casos tomé cuentos de un libro y desapareció ese título y lo transformé en otra cosa, entonces hay zonas ahí medio nebulosas.
¿Y qué es lo que no te gustaba de los que no te gustaban?
De todo: trivialidades, argumentos flojos, escrituras sin valor, repeticiones…
¿Y qué hace que te quedes con una historia?
Hay una prueba: las ideas que sirven, insisten. Aunque quieras escribir otra cosa. Y a veces pasan años entre eso que se te ocurrió y el acto de escribirlo. También está la computadora como galpón donde dejaste cosas empezadas, y a veces buscando una cosa encontrás otra y a veces ese resto te sirve, pone en funcionamiento algo que está en vos, que te hace escribir. O puede que no pase nada. En general, eso es lo común: intentos que quedan ahí. Otras veces seguís.
Pienso en series de libros tuyos con ilustraciones de Nine, como La revolución, La invasión… ¿Te documentás para escribir esos libros? ¿Cómo es ese proceso?
Sí, eso creo que es lo que más me gusta de escribir, ese tipo de historias que me obligan a documentarme. Ahora estoy corrigiendo una novela que está ambientada en el siglo XVIII en las Antillas, una historia de piratas. Estuve un año entero estudiando cosas, desde los factores económicos del momento, las guerras entre potencias de la época, las rutas de la trata de esclavos, detalles técnicos de los barcos, reglamentos de la vida pirata, y esas cosas. A lo mejor a los lectores no les importa en lo más mínimo que esos detalles estén bien documentados, pero a mí sí me importa que el dinero, los muebles o el modo de actuar sean los de la época. Me gusta mucho esa cosa del tecnicismo de época. Y también te sirve para escribir, porque leyendo aparecen cosas increíbles que no te hubieses imaginado de otro modo. Es muy lindo estar escribiendo y necesitar leer.
Ahora te dedicás ya solo a escribir, ¿no?
Sí, solo a escribir. El último trabajo que tuve fue en una agencia de noticias hace como veinticinco años. Hice trabajos así tipo encargos, revistas, diarios, guiones para televisión y ya después dejé también eso. Hace mucho que no hago otra cosa.
Tu primer libro para chicos, Eulato, salió por Colihue, ¿cómo fue ese momento?
Como impacto, me resultó más fuerte publicar un cuento para adultos en una revista de Quilmes, que cuando la vi sentí que el mundo me estaba leyendo. El mundo, en este caso, con suerte, debía contener una quince personas.
¿Escribir para chicos cambia la cosa?
Es escribir en género, manejar un destinatario. Creo que lo central de la literatura infantil es que se supone a ese lector, cosa que en otro género es mucho más difusa. Después, dentro de la literatura infantil caben los géneros formales: poesía, cuento, novela, teatro. Temáticamente también. Es como si fuera un mundo que reproduce al otro mundo, al de la literatura a secas, pasado por esta cosa del destinatario. Como todo género, es más feliz en la medida en que violentás las fronteras. Y, al revés, cuanto más le obedecés al género, más mediocre el resultado. De manera que muy probablemente los buenos libros de literatura infantil no dejen muy claro si pertenecen o no a eso. A mí me gusta, para pensar eso, el texto de Saer “Discusión sobre el término zona”. Es un diálogo corto donde dos personajes hablan de dónde termina una región, un lugar. Uno de ellos dice que los límites son verbales, que en realidad nunca se sabe dónde termina el río y mpieza la playa, que hay momentos donde eso cambia y que a ciencia cierta nadie podría caracterizar a una región de manera que resulte nítido el límite. Una vez lo usé para definir a la literatura infantil: su zona es nítida como idea, y es más nítida a medida que la explorás y te mandás hacia el centro. En el centro es clara, ahí uno podría decir: “Esto es la literatura infantil”. Pero los buenos textos están en el borde, ése es el problema. Alicia en el país de las maravillas, ¿es para chicos? Lo bueno crece en la zona indefinible, en los bordes.
¿Considerás que la literatura infantil es un espacio de riesgo?
Diría que no, o que en general no. Me parece que hay poco riesgo en la literatura infantil. Incluso lo que se presenta como un riesgo está lleno de comodidades. Por ejemplo, en muchos casos la que aborda el complicado tema de los desaparecidos lo hace de una manera que no tiene mayor riesgo a esta altura. Y lo hace amparándose en que el destinatario pone límites de comprensión. En cierto modo el género “pide” simplificaciones y el autor se para cómodo en esa versión reducida. Hay, sí, experimentación, pero de otro tipo, formal. Borges, creo que en la única mención que hace de la expresión literatura infantil, en un trabajo sobre Lewis Carroll, dice que el riesgo de la literatura infantil es que el escritor se contagie de la puerilidad del género. Y él, me parece, usa "pueril" en la acepción más antigua, como “aniñado”. Ahora lo usamos como “banal”, “superficial”, pero creo que originalmente viene de “puerperio”, de esa familia de palabras, y alude a lo aniñado. Y, como siempre, me parece que Borges acierta. El mal de la comunidad entera de la literatura infantil es achicar, dar versiones esquemáticas con la excusa de que el receptor no puede abarcar las cosas. Sin embargo, un médico que atiende niños no puede ser menos profundo y serio y estudioso que el que atiende adultos; o sea el destinatario de lo que él hace no le puede cambiar de ninguna manera la seriedad con que trabaja. Puede decorar el consultorio con ositos, si quiere, pero a la hora de hacerle una transfusión u operarle los riñones al chico, no puede o no debe ser pueril.
¿Y creés que esto tiene más que ver con las editoriales o con los escritores?
Con las editoriales no, o no necesariamente, sino con cómo funciona esta comunidad de gente que trabaja de eso, que intermedia en una producción, que tiene que ver con los libros para chicos, con tradiciones, porque ahí pesa evidentemente que la literatura está asociada a la situación escolar. O sea, tienen un elemento pedagogizante de movida. Aunque muchos digamos que debiera adquirir independencia, lo cierto es que la literatura infantil circula mucho en la escuela. María Elena Walsh decía que pensaba en sus libros para el recreo, no para el aula, y sí, yo también lo deseo. Hace poco me mandaron una foto de cuatro pibes sentados en el suelo, en el recreo, con un solo libro, los cuatro metiendo la cabeza ahí, y era un libro mío. Pensé: ¡wow, por fin! Porque en el aula nunca sabés si los obligan a leerte, qué se yo.
El humor y el absurdo son dos de los elementos que más te caracterizan.
Es mi mirada. Normalmente yo hago esos procesos que implican el humor; exagerar, rebajar, cambiar los nombres a las cosas. Incluso sin interlocutor, como un rumor mental. Hice libros serios, pero predomina el absurdo. Al principio, cuando arranqué, algunos me decían que los chicos no entendían la ironía, pero yo les daba el ejemplo de un bebé, alguien recién entrado al lenguaje y que todavía no habla, cuyo padre le dice "te voy a comer la panza". Si no entendiera la ironía, el chico se pondría a llorar desesperado. Los chicos captan todas las posibilidades del lenguaje, todo el instrumental. Después hay una cuestión de datos, claro: hacés una ironía sobre Heidegger y no entiende, pero si el recurso ese de la ironía lo usás para algo que sí conoce, lo entiende.
¿Qué estás leyendo de literatura infantil?
No leo mucho. No tengo una gran curiosidad por la literatura infantil, no ando leyendo lo último que sale. Quizás suene mal, porque habría que ser generoso y leer todo, pero qué se yo. Uno lee lo que lee. No es por preservarme ni nada de eso. Leés lo que te estimula, lo que te gusta. Es muy pesado leer lo que no querés leer. Las veces que fui jurado me resultó muy trabajoso. Lo que más leo es novela y poesía. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo Black out, de María Moreno y, justamente La ironía, un ensayo filosófico de Jankélevich.