"La poesía es el sexo de la literatura"
Por Matías Moscardi
Miércoles 10 de octubre de 2018
¿Cómo modificó la vida de las personas la escritura amorosa? "La poesía fue el Hollywood de los romanos", así arranca este ensayo alrededor de la aparición del verso en la literatura. El coautor de Diccionario de separación se mete en el pasadizo de Catulo para pensarlo.
Por Matías Moscardi. Imagen: Rafael Sanzio, detalle de altura en una de las Estancias del Vaticano.
Si Hollywood y el consumo de canciones románticas modificaron y modifican nuestra sensibilidad amorosa, a los romanos les sucedió algo parecido con la poesía. Podríamos decir: la poesía fue el Hollywood de los romanos. Ahí se caldeó parte de la sensibilidad vincular de un pueblo. Con la poética de Aristóteles se fijó el reparto político de los géneros literarios y discursivos: la tragedia y la comedia; cómo habla y cuáles son las acciones que corresponden al rey y al esclavo, al héroe y al bufón. En la poesía, podemos percibir las aristas emocionales: dedos que se proyectan a lo largo de la historia y nos alcanzan hasta el día de hoy, como el niño y el extraterrestre en la famosa escena de ET (Steven Spielberg, 1982).
La poesía es el sexo de la literatura. Del latín sectus (cortado/ seccionado), el poema solo se constituye como tal en la retención del corte como procedimiento. Dicho de otro modo, para constituirse, para ser, la poesía debe exhibir, en algún lado, un corte con respecto a algo: incluso cuando lo disimule bajo la camisa elegante de la prosa poética, el suplemento visual del verso se manifiesta en el dominio auditivo del ritmo o en la oscilación escénica de un cuerpo que funciona como soporte de un contexto. Algo siempre, invariablemente, se corta ostensiblemente en el poema: la poesía como flujo sincopado, hecho de pausas enfáticas, interrupciones, escansiones y pronunciadas cesuras, como si estas fueran, en suma, las marcas de nacimiento de su tejido simbólico. Sabemos, por otro lado, que no existe herida que no sea herida de amor. Luego, la poesía deviene la lengua por antonomasia de la herida de amor: una lengua que debe traducir, sustentar y fundamentar, de distintas maneras, ese corte originario.
Eso dice precisamente Eugenie Brinkema: no hay arte sin duelo; no hay presencia plena en el arte, porque una presencia plena no demanda representación. La representación siempre es sutura, suplemento de algo que falta. En la poesía de Catulo, por ejemplo, la separación amorosa es, ante todo, una asimetría elocutiva: el Otro ya no responde más ante mí. Por eso, como dice en el canto 60, su corazón es «inhumano». No hay mayor signo de inhumanidad que la ausencia irrevocable de lenguaje. En los poemas de Catulo, hasta una puerta está dotada de voz, como en el canto 67. Pero Lesbia es precisamente la que ha dejado de hablar. «Te hablaré –leemos en el canto 65– pero nunca más volveré a oírte contar tus hechos». La separación es siempre vocal: clausura la escucha del otro. Lo mismo ocurre en los poemas dedicados al hermano muerto donde Catulo se encuentra a sí mismo hablando «en vano» a sus «mudas cenizas».
La separación y el duelo son, entonces, dos formas del amor no correspondido bajo esta perspectiva específica: de un lado, el poeta habla; del otro, nadie responde. Si, como dice Bajtin, todo enunciado es contestatario, entonces significa que cualquier partícula verbal siempre invita a una réplica. Por el contrario, todo silencio sostenido genera un vacío monológico que se produce ante la evidente falta de respuesta: por más que hablemos y hablemos ante la tumba, el muerto no resucitará. Comprobamos que no son las palabras las que nos separan: son los silencios, las zonas en donde el lenguaje pierde su irradiación y se apaga, enmudece.
En el canto 76 de los poemas de Catulo aparece otra expresión que me interesa para comenzar a hablar de las escenas de angustia que minan el discurso de la poesía amorosa latina. En un momento, leemos una expresión que parece moderna: «amor no correspondido». Lo que me interesa señalar es que, en castellano, la palabra contiene un marcado aspecto verbal: la respuesta. Habría entonces una relación entre las escenas de angustia y su costado locutivo. En los poemas en los que Catulo aparece como letalmente derrotado, separado de Lesbia, la angustia amorosa se representa como el reverso de una pregunta retórica, es decir, como una pregunta que el receptor deliberadamente no responde. El canto 8 termina precisamente con preguntas sin respuesta: «¿Quién se acercará ahora a ti? ¿Quién te encontrará hermosa? ¿A quién amarás ahora? ¿De quién dirás que eres? ¿A quién besarás? ¿A quién moderás los labios?» En Catulo, la separación amorosa es, ante todo, una asimetría elocutiva: el Otro ya no responde, no nos dirige la palabra.
Antes que el silencio, Catulo prefiere que Lesbia incluso lo maldiga. En el canto 92 leemos: «Lesbia siempre me maldice, pero nunca deja de hablar de mí». Es decir que el acto lingüístico, en sí mismo, con el solo hecho de acontecer, despliega esa doble posibilidad que plantean los poemas de Catulo: el amor y el odio. Si el silencio está conectado simbólicamente con la separación y la angustia amorosa, entonces podemos decir que cualquier palabra que provenga del otro, incluso una palabra de odio, funda la posibilidad del discurso amoroso. Por eso, el discurso amoroso puede metabolizar el odio sin ser contradictorio: porque no estamos hablando en términos de afectos (en ese caso, amor y odio serían efectivamente irreconciliables) sino en términos de lenguaje: uno podría pensar que lo que funda el discurso amoroso, en Catulo, es la palabra indiferente del otro. Por eso, vemos que los poetas actúan de manera obstinada, resisten y se empeñan en continuar amando, a pesar de las múltiples infidelidades y más allá de cualquier afecto negativo. Porque lo que está en juego no es el significado (es decir: lo que Lesbia siente por Catulo) sino el significante: cualquier cosa que Lesbia diga.
Cuando el otro calla el amor se transforma en un mal. «Mi espíritu no es capaz de producir los dulces frutos de las Musas». En el Canto 65, la angustia amorosa bloquea la escritura. Es decir: la angustia amenaza con callar también a Catulo. El silencio es lo opuesto del amor. Entonces, si el amor está representado como un mal que amenaza –como la muerte– con silenciarlo todo, pero a la vez es un acto basado en la palabra, entonces podríamos decir que en el corazón del amor hay veneno (es decir: silencio) y antídoto (es decir: posibilidad de romper el silencio por medio de la palabra). Por eso, Catulo quiere extirpar el mal. «Ya no pido que ella corresponda mi amor, ni, puesto que no es posible, que consienta en portarse honestamente. Sólo deseo curarme yo y librarme de este funesto mal».
Extirpar el mal de amor es, precisamente, escribirlo. Por eso, aparece con frecuencia la tercera persona que funciona como mandato de la consciencia, como palabra desdoblada en un imperativo de resistencia: «Es difícil abandonar de pronto un largo amor; es difícil pero debes hacerlo sea como fuere. Ésta es la única salvación, tienes que lograr esta victoria; hazlo, puedas o no». Es interesante la estrategia retórica: «hazlo, puedas o no» porque a pesar del conector no hay disyunción, no hay alternativa: Catulo puede porque acaba de escribirlo.