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"Cada libro tiene su propio lenguaje"

Betina González

Después de Las poseídas, Betina González publica América alucinada (Tusquets). "Un novelista siempre trabaja con estructuras, y eso es algo que hay que aprender haciéndolo", explica.

Texto y foto Valeria Tentoni.

A Betina González (Buenos Aires, 1972) le llevó mucho tiempo encontrar un título para su nueva novela, uno que soportase la confluencia de las tres historias que se anudan en sus páginas. Animales suicidas, un club de matanza de ciervos, niños abandonados por sus padres en grandes caserones, okupas, rebeliones, huídas a los bosques, plantas alucinógenas creciendo entre lo verde como oraciones, como pases a unas “vacaciones contestatarias”. Preguntas alrededor de la maternidad, del lenguaje, de la civilización, de la desigualdad, del consumo y del consumismo: todo eso y mucho más tenía que caber en América alucinada.

La novela fue escrita “mitad allá y mitad acá”, explica su autora. “Allá” es Estados Unidos, donde vivió, en Texas y Pittsburgh, haciendo una maestría en escritura creativa y después un doctorado en literatura latinoamericana. “Acá” es Buenos Aires, a donde regresó en 2012. Un regreso que, entiende, tuvo mucho que ver con que pudiera terminar este libro que suspendió, en cierto momento, para escribir otra novela: Las poseídas. “Pensé que no la iba a terminar”, asegura sobre la que acaba de salir. 

 

—¿Apareció siempre como una posibilidad aparte, Las poseídas, de América alucinada, o se te mezclaban?

—Siempre como una idea aparte, separadas. Lo que sí había ya en este libro, y en ese también, era un trabajo similar con el lenguaje. Cada libro tiene su propio lenguaje. Yo los siento conectados, aunque no son universos temáticos que lo estén. Pero sí comparten esta cuestión de trabajar el realismo desde otro lugar, de jugar más con los géneros. En Las poseídas eran más el gótico y el terror, en este va más hacia lo fantástico, hacia tomar ciertos códigos de la ciencia ficción, es una especie de distopía.

—La han catalogado como post apocalíptica.

—Eso que ahora llaman post apocalíptico ya era lo que se llamaban distopías en muchas novelas de ciencia ficción, entonces no sé si es una categoría, "post apocalíptica". Pero sí, en el momento de tomar las decisiones, tomé la de que no se corriera del todo del realismo. O sea, de no entrar del todo en la construcción de una sociedad paralela. Lo que pasa, en ambas novelas, no es imposible, pero no es un realismo mimético.

—Con ese realismo mimético estás, digamos, peleada.

—Pero esa es una pelea personal, una pelea con mis propios libros. Es un descubrimiento a partir de Arte menor, no es una pelea con otros escritores. Yo creo que un novelista no nace, se va haciendo de libro a libro, entonces cuando vas pasando por ese aprendizaje que es escribir novelas te das cuenta de cuántas cosas uno daba por sentadas o naturales y no lo son. Mi pelea es con Arte menor, con Juegos de playa menos, porque ahí ya me estaba corriendo. Con no haber sido más consciente de la capacidad que tenés como escritor de narrativa para crear tu propio mundo, y que eso implica crearse un propio lenguaje.

—Estás peleada con tu propia producción, entonces. En un sentido productivo, ¿no?

—Sí, y también fui eligiendo leer a escritores que tienen este corrimiento y una pregunta muy fuerte por la lengua, que tampoco la trabajan como algo dado. No esta cuestión de que para que un libro sea verosímil o para que el lector crea en ese mundo tenés que escribir "como la gente habla". Esta idea medio ingenua, ¿no? Entonces, es mi camino personal, que empezó con este libro, apareció en Las poseídas, y siguió en este. Tiene que ver con la producción personal, con haberte probado que podías escribir una novela mimética, y entonces después poder hacer otra cosa.

—¿La considerás como un ejercicio, a Arte menor?

—Claro, sí. Y también era mi primera novela. La escribí en la maestría de escritura, en Texas, y yo pensaba que iba a escribir otra cosa. Pero no lo podía hacer.

—¿Y qué creés que te faltaba todavía, por qué todavía no lo podías hacer?

—Un novelista siempre trabaja con estructuras, y eso es algo que hay que aprender haciéndolo. Es muy difícil que, desde la lectura nada más o desde la teoría, vos entiendas qué montajes funcionan en una novela y qué montajes no, para ciertos mundos y para ciertas historias. Cada novela tiene su propia estructura, además de su propio lenguaje. Y además siempre en el primer libro querés meter todo, querés probarte a vos misma un montón de cosas, querés conectar todo con todo, entonces yo a Arte menor le veo esas costuras de primer libro. Esas peleas con el realismo son más una pelea conmigo. Claro, después encuentro escritores como Esther Cross que vienen desde el primer libro haciendo algo genial decís ¡cómo no la leí antes!

—Además de Esther Cross, ¿de qué otros autores te sentís cerca?

—Siempre hablo mucho de ella porque para mí fue un impacto muy grande el laburo de Esther. También Beatriz Vignoli, en narrativa. Cosas que me pregunto todavía cómo hacer, Beatriz las viene resolviendo desde sus primeros libros de narrativa. No es casualidad, para mí, que ellas dos también sean traductoras. Me parece que hay algo ahí de percepción del lenguaje para lo que yo tardé mucho más. El efecto de haber estado viviendo en un lugar en el que se habla inglés, alejada de mi propia lengua, también tuvo un efecto positivo en cuanto a pensar todas estas cuestiones. Por distintas cuestiones tuve que traducir textos míos al inglés, y ahí el impacto es muy fuerte: te das cuenta, primero, de todo lo que sobra, pero también de todo lo que es dado como natural y no lo habías pensado, realmente. Empecé a sentir una especie de gran despojamiento, y también creo que por vivir con alguien que hablaba otro español y estar en contacto con un montón de latinoamericanos, la lengua empezó a ganar todas esas riquezas de los dialectos. Es correrse de tu lugar de enunciación de argentino y empezar a usar todo lo que podés. Empezó a pasarme con cierta naturalidad: ya no podía escribir como escribía en Arte menor. Y, cuando me di cuenta de que eso pasaba, y de que también el inglés era una interferencia, empecé a incentivarlo en vez de a tratar de quedarme haciendo lo que había estado haciendo en los otros libros. Eso me parece que también es lo que hace que el lenguaje del libro sea un poco raro, artificial, que entren estructuras que no son a las que un argentino está acostumbrado.

—En vez de manteca se lee "mantequilla", por ejemplo.

—“Mantequilla” a propósito, está. Porque también está "manteca" en la novela, no en ese lugar. Y también está "heladera" y está "refrigerador". Me di cuenta después, cuando la estaba corrigiendo, de que aparecía esto de la doble posibilidad, y lo que estoy diciendo de los otros dialectos del español. Este fue un libro que tardé mucho en escribir. Hay una frase de Pound que me encanta, de cuando él traducía del italiano. Decía que lo que lo frustraba no era su poco italiano si no darse cuenta de esos sedimentos que había en su inglés, que eran como costras de las que no era consciente y estaban en su propio lenguaje. Y dice una cosa: que un escritor tarda ocho, o nueve años en educarse en su propio arte, y le lleva otros ocho o nueve años más deseducarse de eso. 

—Tomás la decisión de que se llame América alucinada, con todo lo que eso implica.  

—Cuando decidí que todo iba a ser ficcional, que los nombres iban a ser algunos sajones, otros latinos, otros de la india, entonces ya pensé bueno: excede. Más allá de que el primer disparador de la novela fue mi vivencia en Pittsburgh, que hubiera una ciudad en decadencia en medio de la gran nación más desarrollada, después la novela se fue yendo hacia otros lados. Me llevó mucho tiempo encontrarlo, al título, fue difícil encontrar uno que uniera las tres historias; me gustaba la idea de América porque sonaba muy lindo, primero, y me gustaba la idea de poder incorporar otras cosas sobre los mitos de origen, preguntas que son muy argentinas también, y norteamericanas. Son muy de toda América. Yo le decía “la novela de los ciervos”, porque no tenía título. Pensé, en este momento del imperialismo, por qué no apropiarse de esos mitos que atraviesan, por qué no hacerlo, por qué no jugar con esos imaginarios. Reivindicar esta apropiación de todas las tradiciones.

—Estudiaste Comunicación antes de irte a Estados Unidos, ¿no?

—Sí.

—¿Letras también?

—No, Letras la dejé. Empecé las dos a la vez y me decidí por Comunicación. No me gustaba mucho la forma en que leían en Letras en esa época y tampoco me veía trabajando en ese ámbito. En sociales había escritura, entonces fue mucho incentivo para mí. Antes de irme, que me fui a los treinta, ya tenía por lo menos quince a los de escribir sola.

—¿Y qué tenías escrito?

—Casi siempre intentaba narrativa. Nunca fui cuentista, yo. Las ideas que se me ocurren son largas.

—Pero sí tenés cuentos.

—Tengo, pero no considero que sean lo que más me representa. Pienso que si fui aprendiendo a hacer algo, es en la novela, en el largo aliento. Son las cosas que yo más disfruto. También es un dolor de cabeza, porque te lleva mucho tiempo y hay que aprender a vivir con la ansiedad. Sobre todo lo que tenía escrito desde chica era una especie de archivo, un diario íntimo, donde había prosa poética, pedacitos de historias. Eso lo sigo teniendo, sigo teniendo ese hábito de escribir. Desde muy chica me di cuenta de que si quería escribir tenía que ser diaria la práctica con el lenguaje. Era un diario más bien de lecturas.

—¿En tu casa, de chica, había biblioteca?

—No. Vengo de una familia grande, seis hermanos. Soy la tercera. En casa no había biblioteca, pero a mis viejos sí siempre les preocupó que leyéramos. Mis abuelos no habían terminado la primaria y mis viejos no pudieron ir a la universidad, aunque sí fueron siempre de tratar de que nosotros sí. Yo tenía una abuela genial que empezó a leer de grande y leía todo lo que le caía en las manos, y eso me lo contagió: leí desde Corín Tellado hasta las historias de los santos a los diez. Cuando ella se dio cuenta de que me gusaba leer, en vez de seguir comprando en el kiosquito de diarios se inscribió en una biblioteca popular y me llevaba. Fue el paraíso. Leía a Verne, mucha ciencia ficción, y me llevé una vez Ficciones que tenía una portada muy vistosa, sin saber ni qué era. Me acuerdo de la sensación física de estar leyendo eso y no entenderlo pero saber que ahí había algo más que lo que yo leía siempre. Y lo que tiene Borges de bueno es que por él llegás a todo. 

—¿Te viniste a vivir a Buenos Aires para estudiar Comunicación?

—No, viajaba todos los días. Dos horas ida, dos horas vuelta. Lo tomaba como algo natural, leía un montón en los viajes. Era un re sacrificio porque también trabajaba.

—¿De qué trabajabas por entonces?

—De todo. Moza, administrativa, de todo. En una empresa, de supervisora de telemarketers. Era horrible. Era peor que ser telemarketer, porque tenía una jefa que me insistía en cosas como “la sonrisa telefónica”. Quería que yo fuera y me fijara si las chicas se reían cuando hablaban, y se le ocurrían cosas terribles, como ponerle un espejo en el cubículo para que se vieran reflejadas y se acordaran de sonreír. Me parecía terrible. Fue una de las etapas más tristes de mi vida, yo tenía que laburar y eran los noventa, que fueron un horror. Para mi generación era todo un gran esfuerzo, hasta creer que podías hacer algo era un esfuerzo. Todo el mundo era cínico, había pocos lugares y tenías que aceptar los trabajos que había. Que eran estos, los que te ofrecía el menemismo con la flexibilización laboral. Era una tortura. Me ponía el reloj a las seis de la mañana para poder escribir aunque sea un ratito y no sentir que había vendido el día completo a “la sonrisa telefónica”.  

—Publicaste tu primera novela ganando un concurso, esta sale también por un gran sello.

—Yo siempre pensé que no iba a publicar. Escribí pensando que me iba a ser muy difícil. Que no tenía los contactos, que me llamaba Betina González y vivía en el conurbano y era una chica más que quería escribir. Entonces los premios, para mí, eran la única forma. Pero, bueno, hubo momentos de prejuicio en torno a eso. Sobre todo con el Clarín. 

—¿No tenías confianza en esa idea de que el material, si es bueno, llega a donde tiene que llegar?

—Sí, eventualmente sí, y uno sigue escribiendo igual, pero nada te garantiza nada. Alguien tiene un editor hoy y mañana no. Y yo hago mucho hincapié en eso cuando me preguntan, también porque enseño y se me acerca gente que está escribiendo, y a veces de afuera parece que porque te ganaste premios o publicaste en editoriales grandes ya está, nadie te va a decir nunca que no. Y no es así. Aprendés que eso es parte del camino. No quiero apostar a esa especie de glamour del escritor que está en algún lugar medio mítico, que logró las cosas de una vez y para siempre. El camino del escritor es personal, de búsqueda, y a veces no coincide con el de los editores.

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