“No quiero hacer un manifiesto contra el ebook”
Entrevista a Manuel Rivas
Domingo 24 de abril de 2016
El escritor gallego viajó a Buenos Aires para presentar su nueva novela, El último día de Terranova (Alfaguara), en la que hace una defensa de las tradiciones literarias y del rol de las librerías como bienes culturales. Sobre la novela habló con Eterna Cadencia: “La desaparición de las librerías empobrece a la literatura”, dijo.
Por Patricio Zunini.
La última batalla de las librerías parece una derrota inexorable. Luego de funcionar durante años como refugio de debates culturales, hoy en día, el mercado y la especulación financiera, las tienen en una crisis que no parece terminar. Casi a diario se producen cierres en todas las ciudades de España y América latina. El escritor gallego Manuel Rivas —que hace diez años había publicado una novela en la que destacaba la importancia de la literatura como herramienta de resistencia en el franquismo: Los libros arden mal— llega a Buenos Aires para presentar una nueva novela en la que, aunque envuelta en un tono romántico, tiene una mirada crepuscular sobre el rol de las librerías y los libreros. El último día de Terranova da cuenta de ese proceso de, como él dice, “el avance del vacío”.
—¿El último día de Terranova es una declaración de nostalgia, es un debate por dónde pasar la resistencia?
—Nostalgia no, memoria. Es un viaje de reconstrucción de la memoria, y la presencia de la Odisea a través del personaje Amaro, de alguna forma, marca la novela. Lo que está en convulsión en el libro es el intento de ordenar lo que está roto. Suele destacarse a la dimensión curativa de la literatura, de hacer un mosaico de aquello que estaba en añicos. Es tan importante eso como romper y provocar desorden.
—En un contexto donde se lee menos y el mercado de la literatura está retraído, ¿cuál es el rol del escritor?
—Hasta hace poco se escribía desde la esperanza. Hay una parte de eso que sigue siendo verdad, pero los problemas políticos, como dice Max Aub, son, en el fondo, problemas culturales y morales. Y estamos en una situación en que la dimensión optimista de la cultura queda desmentida por la realidad. En vez de caminar hacia una utopía, tienes la sensación de ir hacia la distopía, hacia los tiempos duros de Dickens.
—Hace poco, en una entrevista, hablabas del cierre de las librerías como señal de la pérdida de la identidad de la ciudad, en relación a la presencia de no-lugares como los shoppings.
—El avance del vacío. Hay otros negocios que cierran, pero las librerías tienen un vínculo especial. Amaro es un apasionado de los "seres menudos" —las ranas, las luciérnagas, las mariquitas— y estos seres actúan como detectores en los procesos de destrucción ambiental. Lo que pasa con las librerías es equivalente. Lo que define a la ciudad es el espacio común, lo que la diferencia del espacio feudal o del gueto. Son lugares ecológicos donde se produce el encuentro. En las librerías la igualdad tiene una condensación mayor, porque es una igualdad entre nosotros, pero también una que atraviesa los siglos porque estamos hablando con Faulkner, con Rulfo, con Homero, con César Vallejo. Es un espacio surrealista en el sentido de ser el lugar donde se encuentran los antónimos.
—Cuando presentaste el libro dijiste que tu escritura era como el trabajo de las espigadoras del cuadro de Millet. Hace un mes, Erri de Luca visitó a Buenos Aires y en la entrevista que hicimos dio casi la misma metáfora. ¿La función de la literatura hoy es recoger las historias íntimas?
—En esta situación en que se produce mucha literatura “transgénica” o “de karaoke” que busca adaptarse al medioambiente contaminado, lo que tiene que hacer la literatura es mantenerse en el espacio donde todavía está el polen y expresar el grito de la tierra. Una primera idea que se me ocurre es que el libro tiene una dimensión ecológica —una palabra que hasta la pueden meter los bancos en la publicidad—, pero, yendo al fondo, tiene que custodiar la simiente y mantener el sentido de las palabras. Hace poco hubo una serie de manifestaciones en Tailandia y la gente se convocaba por teléfonos celulares, pero cuando llegó la policía, lo que blandían era 1984 de Orwell. La literatura es más necesaria que nunca y el periodismo es un bien común. Que estén en crisis en distribución o número de lectores no significa que esté en crisis la necesidad de la literatura. Con la desaparición de las librerías se pierde la mediación humana respecto del libro, del autor y el lector. Eso afecta a la propia literatura en el sentido de empobrecerla.
—¿Cuál es tu opinión sobre el ebook?
—No vine al mundo a pelearme con el ebook, no quiero hacer un manifiesto contra el ebook. Esos cacharros son otros seres menudos que acaban quedando abandonados uno detrás de otro. Hubo una presión por el ebook; hablo de supersticiones tecnológicas. En España nunca llegó a consolidarse y a crecer. Parece que llegó a un tope. El libro es un invento maravilloso. Decía Umberto Eco que es como la rueda y la cuchara. Para qué inventar una rueda mejor. No creo que la gente que lee literatura y poesía vayan a cambiar a la pantalla. Yo no me considero anacrónico, no tengo una relación nostálgica con los libros.
—Pero tenés una relación romántica.
—Sí. Además puede haber nostalgia del futuro. Yo no creo que los tiempos pasados fueron mejores. Hay herramientas que pueden ser útiles para la transmisión de conocimientos y comunicación, pero no significa que para leer literatura el ebook sea mejor que un libro. El libro es parte de la naturaleza; el ebook va a quedar como una cosa antigua. El papel puede ser lo más vanguardista porque cuando tú lees nadie sabe por dónde vas o qué estás leyendo. En la pantalla todo el mundo sabe lo que estás leyendo, empezando por los que sacan dinero de eso.
—¿Cómo pensás que se va a recibir el libro en la Argentina?
—No pienso nada. Yo le digo adiós a los libros.
—Te lo pregunto por el personaje Garúa y cómo la dictadura militar se mete en la trama de tu novela.
—Yo digo que no parí al libro, sino que el libro me parió a mí. En el primer viaje que hice a la Argentina una chica me regaló un ejemplar de El Eternauta. Eran en los años 90, casi no se hablaba de él. Lo leí en el avión y me impresionó bastante. Cuando volví a Buenos Aires, en una comida organizada por la federación gallega, me sentaron a la mesa con una mujer que resultó ser Elsa Oesterheld. Nos quedamos hablando esa noche y nos vimos al día siguiente. Tenía previsto que el viaje fuera de una semana: me quedé casi dos meses. Conocí a algunos supervivientes de los centros clandestinos de detención y también a gente que no quería hablar —como en España: todavía hay gente a la que le castañetean los dientes cuando hablan del franquismo. Me documenté mucho. Esa ocasión para mí fue un regalo. Sentí que ya no era un simple turista, sino que había entrado en otra dimensión del país. Se estableció una conexión, un lazo muy fuerte. Eso se publicó como un reportaje y aparece en un libro que se llama Cuerpo abierto.
—Franco y el franquismo recorre tus libros. Y, si bien te veo descreído ante la política española, no te veo irónico.
—Yo diría que la contraposición no es la ironía sino el cinismo.
—Sí, es cierto, dije ironía y debería haber dicho cinismo.
—La ironía es un tipo de humor que conoce el dolor. Hay ironía en mi novela porque la ironía es un instrumento inconformista. Es una forma de ver, pero no cierra el asunto. Permite una respuesta. El cinismo no. El cinismo es una forma de conformismo.
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