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¿Qué es el silencio?

Por John Biguenet

"Podemos suponer que en algún lugar del cosmos, donde aún no hay rastros de la especie humana, nos espera una zona de silencio": así arranca Silencio, la novedad de Ediciones Godot.

Por John Biguenet. Traducción de Matías Battistón. Ilustración de Juan Pablo Martínez.

 

 

Podemos suponer que en algún lugar del cosmos, donde aún no hay rastros de la especie humana, nos espera una zona de silencio (que no dejará de recular, por supuesto, ante el avance de futuros exploradores), un gran mar de quietud impoluto de todo movimiento, un territorio virgen totalmente callado. Pero nuestra imaginación nos engaña si pensamos que el silencio es un destino al que podríamos llegar algún día.

De igual modo, ya en un plano menos poético, si damos por sentado que el silencio no es más que la ausencia de ondas sonoras o, más exactamente, la ausencia de un medio capaz de transmitir ondas sonoras, quizá estemos en lo cierto, pero estaríamos ignorando algo vital: el silencio es una medida de las limitaciones del ser humano. Este libro habla de lo que está más allá del espectro que abarcan nuestros oídos, y que por ende forzosamente nunca podremos experimentar de un modo físico. El silencio, a fin de cuentas, es un término que reservamos para lo que no podemos percibir, lo inaudible. (Claro que, si no podemos oír el silencio, ¿qué experimentan los sordos, entonces?).

Las consecuencias de este razonamiento son más fáciles de entender si pensamos en la vista y el órgano análogo al oído: el ojo. Estamos muy acostumbrados a la distinción moderna entre lo visible y lo invisible. Así como creemos en la existencia de una realidad silenciosa (en la eficacia del silbato para perros, por ejemplo, que inaudiblemente llama a nuestras orejudas mascotas), aceptamos la existencia de los hadrones y los quarks que la integran. Nuestros científicos nos han convencido de que efectivamente existen fenómenos invisibles a nuestros ojos por ciertas limitaciones ópticas. Y confirman su existencia a través de observaciones indirectas, muchas veces de lo más ingeniosas.

De este modo, la ingenua fe que antes expresábamos mediante frases llenas de sentido común, como “ver para creer”, hoy cede ante nuestra moderna tendencia a creer en cosas que no se ven: un mundo más allá de los sentidos. No ponemos en duda, por ejemplo, el entramado básico de la materia, tejido de invisibles protones, neutrones y electrones según creemos, pero que sin embargo es totalmente fantástico si no respaldamos nuestra creencia con conocimiento matemático.

Y esta costumbre de extender el mundo natural para incorporar lo invisible y lo inaudible está cada vez más difundida, incluso si la modernidad se opone con uñas y dientes a otras formas de invisibilidad e inaudibilidad, por lo general desestimadas en la actualidad como elementos sobrenaturales. Se supone que debemos reconocer la existencia de la radiación que proviene del centro de nuestra galaxia, que no podemos ver ni oír, pero sí medir con un radiotelescopio, dispositivo cuyo mismo nombre sugiere la unidad de la realidad que ni nuestros ojos ni nuestros oídos perciben. Al mismo tiempo, la opinión pública es cada vez más unánime en tildar a los hechiceros de charlatanes o en afirmar que creer en fantasmas es síntoma de algún trastorno psicológico.

Sin duda es fácil aceptar todo esto, hasta que uno intenta distinguir las cosas invisibles e inaudibles que nos parecen ridículas de aquellas otras que nos parecen dignas de veneración. Por ejemplo, ¿cuál es la diferencia entre los ocultistas y el clero de las religiones establecidas? Si indagamos un poco más, podríamos preguntarnos también si Juana de Arco, una santa incluida en el martirologio de la Iglesia católica, respondía realmente a voces celestiales o si más bien no sufriría de alucinaciones auditivas, hoy en general asociadas por los expertos clínicos a la esquizofrenia y la psicosis.

Desde luego, sería pretencioso imponerle al lector respuestas a preguntas así. Pero es difícil negar nuestra actual predisposición a reconocer que existe un universo de fenómenos inaudibles e invisibles descubiertos solo en los últimos siglos, mientras ponemos en duda (y rechazamoscada vez con mayor frecuencia) la existencia de otros fenómenos que también están más allá de los límites de nuestros sentidos, aunque hayan sido aceptados por todos durante miles de años.

Una encuesta realizada por Harris Insights & Analytics a fines de 2013 reveló que la cantidad de adultos en los Estados Unidos que creían en Dios, por ejemplo, había caído del 82 al 75% en apenas cuatro años, con resultados similares cuando era cuestión de creer en milagros, el cielo, el más allá, los ángeles, los demonios y las brujas. Por si hace falta evidencia, en un artículo de 2015 publicado por The Wall Street Journal puede leerse que las autoridades eclesiásticas de los Países Bajos prevén el cierre de casi 1100 de las 1600 iglesias católicas del país en la próxima década, y de 700 iglesias protestantes en los próximos cuatro años. En Alemania se han cerrado 515 iglesias en los últimos diez años, mientras que 200 iglesias danesas se consideran inviables a esta altura.

Por un lado, hemos aprendido a ir más allá de nuestros sentidos, descubriendo aquello que antes estaba fuera de nuestro alcance. Por otro lado, los protocolos creados para verificar dicho conocimiento fueron tan exitosos que nos han llevado a un creciente escepticismo frente a cualquier fenómeno imperceptible que se resista a nuestros métodos de confirmación.

Así que, a pesar de ser algo que conocemos íntimamente, el silencio, de hecho, es un dominio sobre el cual solo podemos hacer conjeturas, a veces validadas por los científicos, mientras que el reino al que solía pertenecer, el de lo inefable, sigue contrayéndose.

Pero incluso aunque el silencio nunca deje de eludirnos, la noción de un supuesto vacío es, como el cero (ese símbolo provisorio), un objeto de una utilidad inagotable, y de un valor que no para de aumentar en un mundo clamoroso.

 

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