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¿Dónde están los amigos de la verdad?

Por Peter Sloterdijk

Publicado en Neue Zürcher Zeitung el 29 de diciembre de 2018, ahora forma parte de la edición de Godot bajo el título Las epidemias políticas, su última novedad.

Por Peter Sloterdijk. Traducción de Nicole Narbebury.

 

 

Una de las características más impresionantes de las culturas altamente avanzadas, que avivan el proceso de la historia de la civilización desde el primer siglo antes de Cristo, es que comprenden al “ser humano”, cada vez más explícitamente, como un ser al cual, por naturaleza, le es inherente ser víctima de sus errores. Esto no significa que, en el trato diario con las cosas y sus semejantes, “el ser humano” nunca haya estado completamente protegido del riesgo de equivocarse en un aspecto u otro. Las cosmovisiones de las altas culturas dramatizan la impregnación de la existencia por la tensión entre lo verdadero y lo falso hasta un punto en el que esta existencia corre peligro de recaer en una ilusión general. Desde el principio, parece estar inmersa en un error global del que puede desprenderse solo mediante extraordinarios esfuerzos espirituales o, si estos no son suficientes, gracias a la deferencia de la verdad, inalcanzable por el propio poder humano.

 

Error, mentira, ideología

Por debajo del nivel de tales interpretaciones visionarias —mitad mitológicas, mitad metafísicas— del hombre como un ser originalmente propenso a la obcecación y casi a priori al error, se desarrolla al mismo tiempo en todas las culturas una relación pragmática con los hechos de la conciencia que se equivoca. En lo cotidiano, se sabe, de una u otra manera, con qué frecuencia la apariencia otorgada por la percepción inicial resulta ser engañosa, y también que algunas visiones correctas se pueden obtener recién a segunda vista. Del mismo modo, se sabe por simple experiencia, y sin importar en qué cultura se viva, que no todo lo que se dice es cierto. Incluso si fuera verdad, como es el caso, que el mundo lo es todo, no todo lo que se dice estaría cubierto por lo que el caso es.

El lenguaje funciona como un El Dorado de las ficciones. Esto no solo se aplica a la luz de la crítica moderna del lenguaje, inaugurada por Mauthner y Wittgenstein y desarrollada por la escuela de la filosofía analítica. La comprensión original del lenguaje ya oscilaba entre la credulidad y la sospecha, y mientras se mantenga la actitud sospechosa, se adoptará espontáneamente otra actitud a partir de la cual nace lo que desde los principios de la Ilustración se llamó “crítica”. Nietzsche llegó al punto de afirmar que la desconfianza y la ironía son signos de buena salud.

La desconfianza respecto de lo que se escucha y se lee está justificada en la medida en que el lenguaje, desde siempre, representa mucho más que un medio para comunicar sabidurías y mitos específicamente culturales. Es una experiencia elemental del ser hablante utilizar el habla no solo para articular errores bona fide, sino también como medio para distorsionar consciente y deliberadamente los hechos. Como ninguna otra cosa, el lenguaje sirve para ocultar dudas y para seducir a los destinatarios al adoptar una apariencia susceptible de consenso. El discurso de la mentira no produce simplemente una falsa representación involuntaria de las circunstancias dadas, aunque ciertas distorsiones de los mensajes se puedan explicar a partir de la historia natural de la hipocresía. Puede haber disposiciones innatas para la disimulación y el engaño —el talento teatral inherente a muchas personas es un indicio de esta suposición— pero uno no miente por error. Ninguna declaración falsa es innata. La mentira siempre contiene una deliberada oposición al deber de decir la verdad, un deber que se reafirma en las altas culturas con una patética explicitud.

De esta manera, después del error involuntario primario, la mentira aparece en la fenomenología cotidiana de la conciencia que se equivoca y que engaña como su segunda figura. En ella, el engaño está animado, del lado del engañador, por intenciones conscientes, mientras que del lado del engañado es sufrida involuntariamente.

Una vez que el ser engañado se ve sometido por la voluntariedad, se produce la tercera figura de la conciencia que se equivoca que, según el marco de referencia de la crítica del error, se llama superstición, hechizo por los ídolos, ideología, autosugestión o “suspensión voluntaria de la incredulidad”. Esta última, según Coleridge, es característica de la actitud de recepción estética de las improbabilidades manifiestas en forma de obras de arte.

En las teologías monoteístas se habla de “superstición” en tanto que la creencia en el único Dios verdadero debe ser diferenciada de los cultos a muchos dioses: tras la revelación del Uno, se los considera como fantasmas falsos o ficciones del miedo. Si los dioses están muertos es porque los teólogos del Uno los mataron. Fueron ellos quienes abrieron el camino a la polémica esclarecedora contra los espejismos generados por el ser humano.

La crítica teológica de las figuras supersticiosas, como la que se había formado entre Ireneo de Lyon y Agustín de Hipona, se transforma al comienzo de la era moderna en crítica ideológica política y moralmente virulenta. Se considera capaz de realizar esta tarea, luego de que la cultura de racionalidad occidental se ha desarrollado lo suficiente como para mantener a distancia las estructuras y los contenidos de la conciencia mistificada, reprimida y alienada, empezando por la enumeración que hace Bacon de los ídolos falsos que distorsionan el entendimiento (a saber: los ídolos de la “tribu”, que designan al género humano en su totalidad; los de la “caverna”, que describen las preferencias y neurosis personales; los del “mercado”, es decir, los del clima de opinión predominante; y, finalmente, los del “teatro”, que refieren por analogía al funcionamiento universitario del escolasticismo tardío). A la acción baconiana de eliminación le sigue el sarcasmo de Spinoza sobre las religiones históricas; esta prosigue en la crítica generalizada de Feuerbach de la religión como proyección de la imaginación humana y culmina en la crítica, inspirada en Marx, de las cosmovisiones proletarias y pequeñoburguesas.

Finalmente, a mediados del siglo xx, se desemboca en las críticas de la “industria de la conciencia” de las sociedades de masas impulsadas por el dinero. Estas críticas encuentran un epílogo tragicómico en el desmantelamiento del “patriarcado”, que sucumbe per se en el siglo xx, y en la “deconstrucción” de las diferencias esencializadas de los géneros, que desde hace algún tiempo tienden a la flexibilización.

 

El pacto diabólico 

El pacto, medio consciente, medio inconsciente, entre los mentirosos y los engañados es característico de la entidad que constituye el nivel ideológico del error. Por consiguiente, tenemos que tratar con la ideología, en el sentido preciso de la palabra —es decir, como la tercera figura en la serie de las formas de la conciencia que se equivoca y que engaña—, siempre que una producción más o menos explícita de ídolos sugestivos converja con la demanda más o menos abierta de ilusiones edificantes. Esta convergencia —a menudo codificada bajo auspicios religiosos, más tarde en su mayoría bajo auspicios ético-políticos— resultó ser, desde una perspectiva histórica, sumamente exitosa, a pesar de su inestabilidad. Ella se impone en cualquier lugar donde una “voluntad de creer” —para decirlo con William James— se encuentre con la “propaganda”, léase, con sistemas de persuasión elaborados y sostenibles del tipo de los sermones misioneros, la literatura de confesión, la prensa sectaria y el adoctrinamiento partidario.

Los autores marxistas definieron en mayor medida la ideología como “necesariamente falsa conciencia”, pero en general omitieron brindar información sobre la naturaleza de la “necesariedad” de la falsedad. En esta omisión anida una hipocresía. La conciencia siempre es local, pero nunca “necesariamente falsa”. Sin el anhelo por lo falso, en la medida en que resulte útil para la vida en una situación dada, no se venderían las ofertas engañosas que abarcan desde las pseudomedicinas arcaicas hasta los cultos modernos a un líder. Así como existe, según la tesis de Aristóteles, un afán original de reconocimiento en todas las personas, también existe un interés igualmente original por el engaño. La crítica de la ideología reciente coincide aquí con las antiguas teorías del hundimiento primario de los seres humanos en el error. Friedrich Nietzsche: “Tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad”. Ernst Bloch: “No solo de pan vive el hombre, sobre todo cuando carece de él”.

 

El cinismo moderno

La ideología en decadencia, que desde fines del siglo xviii no oculta sus síntomas, libera, en ese declive, al cinismo: se pudo demostrar, a su debido tiempo, cómo —más allá del error, de la mentira y de la ideología— el cinismo forma la cuarta figura, apenas tenida en cuenta por la filosofía tradicional, en la serie de formas de la conciencia que se equivoca, que se engaña y engaña. La Crítica de la razón cínica1 se convirtió en una empresa irónica y seria al mismo tiempo, porque su tema representa un híbrido compuesto de verdad y falsedad: su estructura disonante se refleja en la fórmula de “la falsa conciencia ilustrada”. La combinación de la “ciencia alegre” con una teoría de la verdad inoportuna es necesaria para su investigación.

En un primer momento, el cinismo se puede entender como un fenómeno de desinhibición: el hecho de decir la verdad libremente —aquella virtud de la parrhesia que el Foucault tardío alabó— alcanza en el cinismo el nivel del auto-desenmascaramiento. Si la hipocresía era una reverencia del vicio ante la virtud, entonces el cinismo es el rechazo que opone la mentira a la convención de encubrirse con el idealismo.

Esto supone el relajamiento de las máscaras para ambas partes del pacto de ilusión que funda la ideología. Cuando los de arriba dejan caer la máscara, ya no ocultan su indiferencia ante la preocupación por el bien común que se les asigna oficialmente. El dicho de Madame de Pompadour, “Après nous le déluge”, según el mito (o leyenda), manifestada en noviembre de 1759 para no tener que interrumpir una fiesta elegante ante la noticia de la derrota de las tropas francesas en Rossbach contra los prusianos, ilustra de manera ejemplar la tendencia a la desinhibición de los nobles. Estaban convencidos de que ellos mismos ya no se verían afectados por el diluvio. María Antonieta, la esposa de Luis xvi, fue un poco más lejos en el camino hacia la maldad, cuando, a raíz de las huelgas de hambre en París, dijo: “Si no tienen pan, que coman pasteles”. Esta gran frase podría ser una de esas anécdotas que, para decirlo con Giordano Bruno, si no son verdaderas, están bien inventadas. 

 

 

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