¿A quién le conviene la inseguridad?
Las claves que nos dejó Zygmunt Bauman
Martes 14 de marzo de 2017
"La securitización es un truco de prestidigitador". En Extraños llamando a la puerta (Paidós), el último libro del sociólogo, filósofo y ensayista polaco que salió en Argentina antes de su muerte, hay enormes claves para entender esta época urgente. Aquí, un extracto que nadie debería pasar por alto.
Por Zygmunt Bauman.
En The Shorter Oxford English Dictionary se define security (traducible por «seguridad») como el «estado en el que se está protegido del peligro o no expuesto a él», pero también como «algo que asegura; una protección, salvaguardia o defensa». Esto lo convierte en uno de esos términos poco comunes en inglés (aunque no infrecuentes tampoco) que dan a entender/insinúan/sugieren/implican una afinidad electiva orgánica —y, por consiguiente, fijada y sellada para siempre— que liga el estado con los supuestos medios con los que se llega a ese estado (una especie de unión análoga a la que, por ejemplo, se insinúa con el término nobleza). El estado al que ese término en particular se refiere es uno que se tiene en suma e incuestionable estima y que anhela la mayoría de los hablantes de la lengua; la aprobación y la buena consideración que merece de la población en general se contagia, pues, a esas protecciones y demás factores que lo proveen y a los que el nombre mismo del concepto alude también. Los medios se benefician de la fama del estado a que dan lugar y, de paso, comparten su indiscutida deseabilidad. Y desde el momento en que eso es así, tiende a surgir un patrón de conducta totalmente predecible, muy del estilo de todos los reflejos condicionados. ¿Que se sienten ustedes inseguros? Pues presionen y exijan más servicios de seguridad pública que los protejan, y/o compren más dispositivos de seguridad que se supone que conjuran los peligros. ¿Que la gente que lo ha elegido a usted para un alto cargo se queja de que no se siente suficientemente segura? Pues contrate/designe a más guardias de seguridad y otórgueles mayor libertad para actuar como juzguen necesario —por muy desagradables o sencillamente horribles y detestables que sean las acciones que estos guardias decidan emprender—, y publicite a los cuatro vientos que lo ha hecho.
Securitization (que traduciremos aquí por securitización) es un término hasta ahora desconocido —ni siquiera figura todavía en los diccionarios disponibles en las librerías— que ha aparecido en fecha bastante reciente en el discurso público tras haber sido acuñado y rápidamente adoptado en el vocabulario de los políticos y los medios de comunicación. Lo que se pretende aprehender y designar con ese neologismo es la cada vez más frecuente reclasificación en ejemplos de «inseguridad» de cosas que previamente se creían más propias de alguna otra categoría de fenómenos: es decir, la reformulación de esas cosas seguida casi automáticamente de su transferencia al ámbito, la jurisdicción y la supervisión de los órganos de seguridad. Aun sin ser, ni mucho menos, la causa de tal automatismo, la mencionada ambigüedad semántica facilita sin duda su práctica. Los reflejos condicionados pueden funcionar sin necesidad de laboriosas argumentaciones y persuasiones: la autoridad de «das Man» de Heidegger o de «l’on» de Sartre (en definitiva, del «así se hacen las cosas, ¿no?») los hace tan obvios y evidentes que resultan prácticamente indetectables e inasequibles al cuestionamiento. Los reflejos condicionados perduran, a salvo, sin ser objeto de reflexión alguna: a prudencial distancia de los reflectores escudriñadores de la lógica. De ahí que los políticos aprovechen gustosos la ambigüedad del término, que les facilita la labor y garantiza por adelantado para sus acciones la aprobación popular (que no los efectos prometidos), y, por lo tanto, los ayuda a convencer a sus electorados de que se están tomando sus quejas en serio y están actuando sin demora conforme al mandato que esas quejas supuestamente les han otorgado.
Baste un ejemplo, tomado al azar de los titulares informativos más recientes. Esto se publicó en The Huffington Post poco después de la noche de los ataques terroristas en París:
El presidente de Francia, François Hollande, ha dicho que se declarará el estado de emergencia en todo el país y que las fronteras nacionales se cerrarán a raíz de los ataques llevados a cabo en París el viernes por la noche. [...] «Es horrible —dijo Hollande en una breve declaración televisada, y añadió que se había convocado un Consejo de Ministros extraordinario—. Se declarará el estado de emergencia —continuó—. La segunda medida será el cierre de las fronteras nacionales —añadió—. Debemos asegurarnos de que nadie entre para cometer acto alguno y de que, al mismo tiempo, quienes han cometido estos crímenes sean detenidos si intentan salir del país.»
El Financial Times no se anduvo con rodeos al titular esa misma reacción presidencial como «Toma de poder de Hollande tras lo de París»: «El presidente François Hollande ha declarado el estado de emergencia nacional inmediatamente después de los atentados del 13 de noviembre. Esto autoriza a la policía a derribar puertas y registrar domicilios sin orden judicial, a disolver asambleas y reuniones, y a imponer toques de queda. La orden también despeja obstáculos legales para el despliegue de tropas militares por las calles francesas». La visión de puertas derribadas, de huestes de policías uniformados disolviendo reuniones y entrando en domicilios sin pedir permiso a sus residentes, de soldados patrullando las calles a plena luz del día, es una imagen que causa una honda impresión como demostración de la determinación del gobierno de ir hasta el final, de atajar «de raíz» el problema, y de aplacar o disipar por completo las punzadas de inseguridad que aquejan a sus súbditos.
La demostración de una intención firme y de la determinación para actuar conforme a ella es (por utilizar la memorable distinción conceptual que introdujera Robert Merton) la función «manifiesta» de esas escenas. Su función «latente», sin embargo, es justamente la contraria: fomentar y allanar el camino al proceso de securitización de la multitud de preocupaciones y dolores de cabeza económicos y sociales de las personas, nacidos del ambiente de inseguridad (generado, a su vez, por la precariedad y la tendencia a la compartimentación características de la condición existencial actual). A fin de cuentas, las imágenes antes mencionadas garantizan la formación de un ambiente propio de un estado de emergencia con la presencia de un enemigo a las puertas y hasta con tramas y conspiraciones: en definitiva, una sensación de que el país (y, por lo tanto, nuestros propios hogares) se enfrenta a un peligro mortal. Garantizan que «los de arriba» se afiancen en el rol de (¿único?, ¿irreemplazable?) escudo providencial que impide que el país y sus habitantes sean pasto de catástrofes formidables.
Aun así, no está del todo claro que las mencionadas escenas hayan cumplido realmente la función manifiesta que se pretendía que cumplieran. De lo que no hay duda es de que sí sirven para absolverse brillantemente a sí mismas de su función latente. Los efectos de que el jefe de Estado (y los cuerpos y órganos de seguridad bajo su mando) hiciera semejantes demostraciones públicas de fuerza fueron tan inmediatos como superiores a los de todos los «logros» anteriores del actual inquilino del Elíseo, que hasta entonces había llegado a ser el presidente menos popular en Francia desde 1945 según los sondeos de opinión.
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La sensación generalizada de inseguridad existencial es un hecho: una verdadera cruz de esta sociedad nuestra que se enorgullece de boquilla (la de sus dirigentes políticos, al menos) de la desregulación progresiva de los mercados de trabajo y de la «flexibilización» del empleo, con lo que se propagan la fragilidad de las posiciones sociales y la inestabilidad de las identidades socialmente reconocidas, y crecen sin freno las filas del precariado (una nueva categoría social definida por Guy Standing en atención principalmente a las arenas movedizas sobre las que sus miembros son obligados a moverse). Contrariamente a lo que muchos opinan, la inseguridad no es solamente producto de unos políticos que buscan obtener un rédito electoral, ni de unos medios de comunicación ansiosos por rentabilizar noticias alarmistas; sí es verdad, sin embargo, que la inseguridad real (muy real) incorporada a la condición existencial de sectores cada vez más amplios de la población es una ayuda para los políticos a la que estos no hacen ascos. Esa precariedad va camino de convertirse en un importantísimo material (puede que incluso el primordial) de fabricación de las técnicas de gobierno en la actualidad.
Los gobiernos no están interesados en calmar las inquietudes ciudadanas. Buscan más bien cebar la ansiedad provocada por la incertidumbre del futuro y por la ubicua y constante sensación de inseguridad, siempre y cuando las raíces de esa inseguridad puedan anclarse en lugares que faciliten ampliamente que los ministros de turno hagan demostraciones de fuerza ante las cámaras, y que hagan más fácil también tapar a esos mismos gobernantes cuando se ven sobrepasados por una tarea cuya debilidad les impide afrontar. La securitización es un truco de prestidigitador, calculado para ser solo eso; consiste en desplazar la preocupación ciudadana de problemas que los gobiernos son incapaces de manejar (o que no están dispuestos siquiera a intentar manejar) hacia otros problemas en los que sí sea visible su compromiso y la efectividad (ocasional) de su gestión. Entre los problemas de la primera clase, están factores tan fundamentales para la condición humana como la disponibilidad de empleos de calidad, la fiabilidad y la estabilidad de la posición social, la protección eficaz contra la degradación social, y la inmunidad frente a la privación de la dignidad, es decir, todos aquellos determinantes de la seguridad y del bienestar que los gobiernos, que antaño prometían pleno empleo y cobertura social integral y universal, son hoy incapaces de suscribir —y, menos aún, de procurar— como objetivos propios de su acción. Entre los problemas del segundo tipo, la lucha contra terroristas que conspiran contra la integridad física y las pertenencias más preciadas de la gente corriente atrae enseguida el protagonismo, sobre todo, porque sirve también muy oportunamente para alimentar y sostener durante mucho tiempo, tanto la legitimación del poder como la efectividad de sus esfuerzos por recaudar votos. A fin de cuentas, la victoria final en esa lucha no deja de ser una posibilidad muy distante (y harto dudosa).
(…)
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