Las posibilidades y sus límites
Por Ida Vitale
Jueves 21 de octubre de 2021
"Hablar de poesía, en general, lleva, me parece, a una simplificación falsificadora, dado que existen incontables expresiones distintas": compartimos la conferenca inaugural del Filba Internacional 2021, a cargo de la poeta uruguaya nacida en Montevideo en 1923.
Por Ida Vitale. Foto de Alessandro Maradei.
En la infancia tuve la suerte de encontrar adultos dispuestos a transmitir lo que necesitaría para también serlo un día y lo recibí con debida disciplina. La escuela era lo bastante breve como para que me quedara una duradera nostalgia de ella. Las maestras, desplegaban ante mí asombrosos sortilegios que se revelarían sencillos sin desencantarnos. La escuela nos ahorraba la violencia, el odio, los problemas ajenos a la infancia. No padeciendo sus ejemplos, el espíritu de imitación no nos sugirió la vía errada. No recuerdo que en la poblada escuela a la que asistía, la República Argentina, se dieran alumnos difíciles, que hoy desestimulan a los maestros. Tampoco crecíamos en el limbo de la tontería. Nadie creía que una corrección implicara una fractura irreparable en el alma infantil y que todo vicio, incapacidad o futura derrota proviene de un freno puesto en los albores de la vida a un niño caprichoso. El ejemplo, la paciencia, el razonamiento y cierto grado de humor bastaban, para que el vivero creciera de modo debido. Daniel Pennac, en su momento, un cancre, es decir, “el último orejón del tarro”, último de la clase, desencanto de su familia, llega a ser uno de los best sellers franceses y además un buen profesor, preocupado por los alumnos, escribe exactamente sobre problemas de la violencia. Al margen de la escuela, lo primero que uno encuentra, si le toca una situación afortunada, son algunos libros. Quizá no importe demasiado si son buenos o malos, aptos o no para los niños que en esos momentos éramos. Lo importante es la formación de seres aptos para ellos, o más precisamente aptos para ciertos libros, los buenos. Tuve la suerte de que en la infancia me acostumbraran a ellos en lecturas preescolares. El absurdo, que no falta en mi vida, hizo que, siendo mi tía una prestigiosísima directora de escuela, yo no ingresara a esta en el momento debido. Los dos primeros años fueron de factura doméstica. Entre la cena y la cama, padecía un rápido cursillo que no sé cómo se sostenía sobre mis ganas de irme a dormir. Y cuando al fin lo hacía, era con cierta angustia por la conciencia que se me iba formando de que la tía Débora, que se ocupaba de la escuela en sus dos turnos, todavía padecía conmigo un tercero en parte desperdiciado. Durante el día avanzaba con aburrido esmero sobre cuadernos en los que se acumulaban planas, copias, y cuentas, con muchas consultas a quienes me pasaban cerca. Esta situación anómala, de Robinson que desconoce el mundo del que ha sido sustraído, hizo que, al llegar al fin a la escuela, la adorara. Disfruté poco de mi primera ansiada maestra, de tercer año, ya que mi entrada al mundo escolar me arrojó en manos de esas enfermedades (gripes, sarampión, varicela) que, por lo general, caen de a poco sobre los niños. Contagiada de mundo, falté a clase de modo atroz. A punto de despedirnos, en un cumpleaños marcado por una última convalecencia e intuyendo sin duda mi frustrado afecto, la dulce maestra me regaló El prodigioso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf, libro del que nunca me separé y he releído, con el cual comencé un propósito serio de biblioteca propia, forrando y numerando. Una amiga de la familia me traía libros, en riguroso préstamo, de modo que debía leerlos dentro de cierto plazo y verlos alejarse. Después de Nils llegó Sherezade, competidora prodigiosa, a pesar de que la edición de las Mil y una noches que me pusieron en las manos estaba expurgada con minucia, y Alicia en el país de las maravillas y, por supuesto, el aleccionador Corazón de De Amicis, que no sé si los niños leen o sufren. Y Robinson Crusoe. Y Dickens. Y Stevenson. Me volví codiciosa de libros. Me interesé más en una geografía distante, tan irreal para mí como las que construyeron Tolkien o Lord Dunsany, que por la del Uruguay. Este no me ofrecía un libro equivalente. En el de la Lagerlöf aprendí que el mundo puede ser todo nuestro, en la medida de nuestra curiosidad, y que las fronteras son un artificio que la cultura debe corroer y no ahondar. Entre una y otra lección disimulada corría el hilo de oro de las fábulas, la inmediata del viaje de Nils por los cielos de Suecia a lomos de un ganso y las que recoge, o vive, cada vez que toca tierra. Su nueva vida lo enfrenta al bien y al mal. Entiende la diferencia entre uno y otro y se aleja del último, peregrinación de aprendizaje de las que hay tantas en la literatura. El viaje de Nils no descubre la muerte, como el de Buda, no desemboca en la vía religiosa, sino en algunas simples y generales virtudes humanas. Los patos salvajes devuelven a su casa a un Nils mejor al que no le es ajeno ni lo humano ni lo diferente de lo humano. La obra maneja algunos símbolos de múltiples sentidos: la autoridad de la vieja pata gris, que la tiene, por sabia y justa, el águila Gorgo humillada hasta el punto de negarse al vuelo cuando Nils abre las puertas de su jaula. Yo aún no sabía qué era un símbolo. Aún no había descubierto los campos que abre la mitología griega, que luego me atraparían, y andaba necesitada de mitos, que suelen cobrar significado en la madurez. Supongo que, aunque el buen lector infantil suele ser más devorador que gourmet, en ese momento empecé a diferenciar y a preferir ciertas lecturas, como las que antes mencioné. Creo que hoy se le adelanta el trabajo al niño y al adolescente: incluso en ciertas universidades se reduce la cantidad de textos literarios obligatorios para no agobiar. Si bien entiendo que restringir campos evita que los estudiosos sean víctimas de agotamiento abarcativo, desde que empecé a orientar mis lecturas me resistí a la reducción, sea esta temática o geográfica. Esto puede o no ser producto del temprano aprendizaje de aquellos nombres de preciosa sonoridad: Heligoland, Dalecarlia, Upsala. La biblioteca familiar me ofreció a partir de los doce años algunas obras leídas y vueltas a leer, como Guerra y Paz de Tolstoi, en una edición que no suprimía el extenso capítulo de la iniciación masónica de Pedro, excluida, con santa intención, de algunas ediciones españolas de la época. A ese punto retornaba con reverencia, casi como si escuchara una voz familiar. Para ese entonces me había adentrado en historias que rodeaban el retrato oral de ese abuelo, que no llegué a conocer, pero que sentí como un laico ángel de la guarda. Sabía que había venido a América después de pelear contra los austríacos, por ser garibaldino (al terminar sus estudios de leyes en Palermo), pero al margen de esto, mis lecturas tolstoianas repasaban con especial delicia los encuentros entre Alejandro y Napoleón y descubría la estrategia como un nuevo saber. Acumulé datos sobre Kutusov intuyendo que un día me lo iba a encontrar en las clases de historia. En realidad, solo me lo encontré, retrato pintado de tamaño natural, en el Hermitage. En el liceo pronto iba a leer a Bécquer y el Werther y a nuestro epigonal Tabaré de Zorrilla de San Martín y pude manifestarme rotundamente clásica con conocimiento de causa. Terminados los libros en español, y desdeñado Corina de Madame de Staël y algún otro, empecé a rondar los que estaban en lenguas. Goldoni me fue leído por el tío Pericles, pero el italiano estaba todavía muy lejos. La biblioteca familiar, reducida para mis aspiraciones, de pronto se agotó; hasta el punto de llevarme a invadir la mínima del tío médico. Con espanto y fascinación, que quizás me quitó todo gusto por las posteriores películas de horror, devoré un tratado sobre el tétanos que luego aproveché en alguna clase futura de biología, para espanto de la maestra. Acometí, con denuedo y tres años de francés lineal, alguna novelita de Henry Bordeaux que al menos merece mi agradecimiento por sostenerme mientras la leía consultando sin fatiga el diccionario y de inmediato en una relectura que ya prescindía de él. Entré en el francés a saco. Con las moneditas de meriendas y cine, sin miedo, sin pausa y -lo que podría ser más grave- sin consejos, me aseguraba el libro diario en una librería de viejo. Como, aunque enorme, el local no daba abasto, cada tanto el dueño resolvía impresionantes liquidaciones donde ciertos libros se vendían al kilo. Antes expendedor de gasolina, había relacionado para siempre ganancia y cantidad. De ahí que costara más una voluminosa guía ganadera que pequeñas, deliciosas, ediciones de la Guilde du livre o de Calpe. La experiencia del libro sin tapas me obligaba a mi propio juicio de valor sin andadores ni prejuicios, a la vez que desarrollaba la exigencia por el libro limpio, cuidado y la edición de buen gusto y refinada, no cara de necesidad. Recuerdo concretamente uno que leí, misterioso desde el principio hasta el final. Tiempo después supe que era La muerte de los dioses de Merejkovsky, en una edición de esas en letra chiquita, que usaba Zig-zag en Chile; había perdido la tapa. Lo leía y me iba gustando mucho. Supongo que este leer en el trapecio y sin red, del que no salió nada malo, es lo que me hace protestar ante el exceso de andadores que les ofrecen a los jóvenes de hoy. Creo que detrás de eso está la idea de ahorrar tiempo perdido en lectura, cuando lo que deberíamos tratar de ahorrarles es el tiempo perdido en televisión y dejar que juzguen, se equivoquen y corrijan por sí solos su propio juicio. Me he demorado en este tema porque en él me apoyo para señalar otra cosa. En ningún momento sentí mi pertenencia a una cultura exclusivamente española, y mucho menos imaginar una posible reducción más: atenerme a lo nacional. Consciente de la existencia de una infinita superficie cultural ajena, mis movimientos hacia esta podían ser considerados como pasos perversos de abordaje o usurpación. Me orientaba con toda naturalidad hacia lo que me atraía, fuese cual fuese su origen. Sin embargo, lo más cercano no era desdeñable, todo lo contrario. Todavía tenía cerca lo que podría ser considerado un momento de oro nacional.
A finales del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX, el país necesitaba desarrollar sus riquezas dormidas. Tenía derecho a disponer, sin jactancia, de cierta densidad de apertura. En tierras con una sabiduría secular se explica o respalda una relación no superficial con los mensajes venidos de diversas tradiciones hacia un receptor apto. Sin duda se dieron en un momento y en distintos creadores. Todo pudo comenzar con el paso solitario de un Isidore Ducasse, cuya infancia transcurrida durante la sangrienta Guerra Grande nacional, anterior a la estabilidad institucional, se impregna del horror de las guerras civiles, de la barbarie de los cadáveres abandonados y la ferocidad de los cimarrones que los devoran, registrados en su obra futura que tanto enriqueció el acervo francés. En ella señala no solo el origen oriental, como le gustaba decir a Borges, de las múltiples asociaciones de Les chants du Maldoror, sino muchas disidencias del francés académico que vienen del español; esto probado por la aparición de una gramática española de Hermosillo, firmada por la letra infantil de un Ducasse de doce años (es decir, que hasta esa edad la primera lengua del Conde de Lautréamont era el español). Quizás esta fuerza en suspenso explica las atropelladas imágenes de La tertulia lunática y de otros poemas de Julio Herrera y Reissig, el más alto de los poetas uruguayos, sin ninguna duda. La planicie nacional o “la toldería de Montevideo”, según decía el espíritu transgresor y herido de Roberto de las Carreras, otro escritor singular, poco conocido aun dentro de fronteras y amigo también de Julio Herrera y Reissig, su compañero de generación, lo soslayó hasta su muerte, por lo que todavía hoy ocupa un lugar más convencional que profundo (me refiero ahora a Julio Herrera). Rafael Alberti, en una conferencia que dio en Amigos del arte (institución prestigiosa, del pasado montevideano), contó la historia del descubrimiento que de Julio hiciera la generación del 27, pese a la distancia, y afirmó su propia admiración -que agradecí mucho-. Quizás esa misma fuerza o dinamismo existió en un sector del país cuando aquel gozaba, sin tener mucha conciencia de ello, de una cauta sobriedad espartana y constituyó un comienzo de público y se sentía posible seguir andando por los caminos de Occidente, aunque no fuesen originales, apropiándoselos por el simple derecho de recorrerlos por necesidad. Así, un José Enrique Rodó, pensador alimentado de mitos griegos (importantes, en general, en toda latinoamérica), llegará a crear mitos propios, como esa gran metáfora nacional, la “Pampa de granito”, que tan bien nos representó y que algunos prefieren empezar a ignorar so pretexto de que Rodó “ya pasó, ya fue”, como sintetiza el lenguaje de la ignorancia. Ni Julio Herrera y Reissig ni Rodó, sin embargo, fueron fogonazos aislados. Al Rodó pensador sucedería un Carlos Vaz Ferreira, filósofo casi solitario, con un pensamiento lógico en una América poco provista de esa rara especie, tan necesario como los mitos. Luchó contra las falacias y escribió una prosa impecable, aireada, directa y del todo adecuada a sus propósitos. Fue también un periodista, no menos excepcional como prosista. Produjo tres libros originalísimos en nuestro medio (habló de los comienzos del siglo, los primeros años, de las primeras décadas, para ser más precisa): Los problemas de la libertad, sobre la percepción métrica y Sobre feminismo, que muestran un pensamiento diversificado y alcanzan un infrecuente nivel, no solo en lo nacional. El último, ayudó al innegable avance que nuestra sociedad mostró ante la igualdad institucional de la mujer respecto a otros países latinoamericanos. Ya muy tarde logró la creación de la Facultad de Humanidades, que él quería de estudios libres. A su muerte, triunfaron criterios más pragmáticos que hoy orientan nuestra enseñanza. ¡El feminismo influyó en el hecho que la actividad de la mujer en el Uruguay estuvo libre, desde bastante temprano, del agobio y las trabas de una concepción exclusivamente masculina de la sociedad, o su autor fue sensible y teorizó un clima que ya venía gestándose en un país en el que la población inmigrante era de ambos géneros, igualmente heroicos y sufridos. Lo cierto es que María Eugenia Vaz Ferreira, la hermana del filósofo, fue poeta y fundadora, junto a Delmira Agustini, de esa ininterrumpida línea de creadoras que continúa hasta hoy.
El inconsciente trabajó por mí durante un periodo en el que me acostumbré a dejarme atraer por un ritmo, por palabras que se relacionaban de un modo extraño. Después, cuando busqué los admirables libros últimos de la Mistral y su prosa solitaria, sabrosa, inconfundible, ejemplar, como también estaba leyendo a Darío, a Juan Ramón Jiménez y a Julio Herrera, comencé a sentir el vértigo de las encrucijadas, de las voces que yo creía enfrentadas y que eran sencillamente complementarias. Entre ese vértigo no puedo menos que registrar la persistencia de ciertos nombres, o, mejor dicho, de ciertas inclinaciones, de ciertos persistentes amores. Apollinaire, Max Jacob, tardíamente Mallarmé -que no es poeta para comienzos- y un día la sorprendente, solitaria entre las solitarias, Emily Dickinson, y el entrañable Jules Supervielle, y Vallejo y Neruda. Cosas y voces complementarias. Entre los autores cuyas obras prefería la enseñanza, entre la Biblia y los griegos, ingleses, españoles, rusos, italianos, entre Dante y Sarmiento (cito al azar entre los autores considerados clásicos), las mujeres no aparecían, fuera de Santa Teresa y Sor Juana Inés de la Cruz, que sí estaban incluidas en los programas, pero rara vez llegaban a ser estudiadas, por sus dificultades o vaya a saber por qué. En la biblioteca familiar no faltaban algunas en lenguas por el momento inaccesibles, pero allí estaban María Eugenia Vaz Ferreira y Delmira Agustini (las nombro una vez más). Habiendo llegado a ellas entre anécdotas familiares (María Eugenia fue amiga de una tía mía, ya muerta, y Delmira era un personaje público, más por su desdichado final que por una obra que había sorprendido a Unamuno), no caí en la cuenta del desequilibrio que relegaba un tanto a las escritoras. Salvaron ese desequilibrio nuevos y privados descubrimientos sucesivos. Ya en la Preparatoria, es decir, antes de la entrada en facultad, leí a una escritora contemporánea, aunque mayor, Sara de Ibáñez, representante de un barroquismo moderno, inusual en ese momento americano. Pienso en ella, y en Susana Soca, a la que su espíritu, su excepcional formación, los medios de que disponía y su generosidad permitieron hacer más adelante la revista literaria más selecta de la historia del Uruguay. En tan poco espacio, apenas puedo dejar anotados dos nombres más: Esther de Cáceres y Clara Silva, por recordar a quienes no deberían ser olvidadas por la condición vivaz que nuestro retorno a sus libros les devuelve. Quizás una sociedad en formación que, por eso mismo, vigilaba de cerca a sus miembros, aplicada a dar un salto cuantitativo en el correr de una generación (pocas veces el tropo resulta tan inevitable), descubrió en la poesía, una distracción capaz de apartar de otras tareas privilegiadas a algunos de sus miembros y de llevarlos a consumir energías que debían estar en custodia. María Eugenia Vaz Ferreira vivió rodeada de un anecdotario que insistía en sus descuidos. El torpe aliño indumentario, que Antonio Machado formuló contra sí mismo, le fue señalado a ella como una lápida definitiva. Su natural despecho antes las postergaciones se tuvo por indecoroso. Con Juana de Ibarbourou el país se conmovió y ofreció el masculino templo del Palacio Legislativo para el nunca visto homenaje. Algunos poetas hombres también les ha tocado el vago menosprecio o el olvido reservado para quienes se colocan en ese limbo de lo innecesario, tal el caso de Enrique Casaravilla Lemos, raro caso de un espíritu de un intenso misticisimo laico. Mezcla rara, pero en él se dio, que se expresaba con sobria brevedad anticipada. La poesía, entonces, estaba cerca de nosotros. La buscábamos, la leíamos, respetábamos con alegría ciertos nombres. Pienso que hoy como sociedad nuestra alma está infinitamente lejana de nosotros, como decía Pessoa. Esto podría explicar cierta insatisfacción que hoy dejan entrever los libros que se escriben dentro. ¿Acaso este país relativamente joven refleja un mal de la cultura general? No deja de ser sorprendente que, junto a esa general inconformidad tangible, crezca a expensas de sensatos criterios de valor, un delirante nacionalismo del “Nosotros somos así”, dando por tierra con esa tradición que se estaba coagulando. Una tradición requiere siglos para establecerse. Tampoco es para privilegiados. Privilegia, sí, a quienes se la apropian. La realidad del todo metafísica de los arqueólogos fija la presencia del presente en el año 1950. Nos lo dice el francés Pascal Quignard, tan inquietante pensador como estupendo novelista. Recuerdo las palabras de Frontón, el maestro de Marco Aurelio, que el mismo Quignard me descubrió. “Errantes, caminan no para llegar a un lugar sino a la noche”. No importa el espacio que recorremos sino el tiempo.
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Hablar de poesía, en general, lleva, me parece, a una simplificación falsificadora, dado que existen incontables expresiones distintas. Siguiendo la ocurrencia de Bernard Shaw, un lenguaje común puede separar a los que nos ocupamos de estas cosas. A la poesía no se le aseguran muchas glorias terrenales: ¿por qué algunos seres se empecinan, por lo general temprano en sus vidas, en ese camino injustificado para muchos y por muchos motivos? En un tiempo se puso de moda decir, con Maiakovski, que el poeta es un productor, como tantos, de algo que tiene demanda y que da de ganar bastante bien a quien lo oferta. Esto es discutible. Estos términos huelen en exceso a proyecto comercial programático y, por eso mismo, a falta de espontaneidad. La espontaneidad no es todo en materia literaria, es improbable que los poetas que en su adolescencia o primera juventud dieron sus primeros pasos por el camino en el que persistirían, lo hicieran, acotándolo, como si embarcaran en el estudio de la contabilidad. ¿Qué lleva, entonces, a escribir poesía? Nadie ignora que la prosa es el habla de todos. Los poetas tienen el inconveniente de expresarse en la forma que buscan dominar, que no es la natural para el resto del mundo, y enfrentan a una dificultad inicial, que, en el mejor de los casos, no disminuye, sino que se agravará; porque si la prosa tiene un ritmo, la de los grandes escritores tiene un andar propio, reconocido por el entendido que lo lee; la poesía tiene otros, distintos, no menos naturales, pero que requieren un mayor esfuerzo del lector o del oyente para llegar juntos al mismo punto, ya que, en los casos en que intenta depurar la sintaxis o la forma, suele recurrir a una necesaria abstracción de recursos habituales. En la historia de las civilizaciones la poesía es una adquisición relativamente temprana, pero en la de los individuos no lo es tanto. Siempre he visto, como inquietante sospecha de una ley superior que algunas asombrosas precocidades suelan implicar la aceleración de una vida en sus comienzos y, luego, la muerte temprana. Pensemos en el caso de Rimbaud o en el de Schubert, que se inicia en la música con “Margarita en la rueca”, cuya innovadora invención rítmica anticipa la obra prodigiosa que concluirá, creo, a los 32 o 33 años-. O en Mozart. Es difícil que detrás del comienzo de un escritor, no se distingan presencias formativas, inmediatas o distantes, de otros presentes estos por las solas lecturas. Han comenzado por ser admiraciones, que traen a primer plano la desazón de quien está por convertirse en criatura escribidora. Se diría poco usual, que un poeta nazca de la tabula rasa como alguien ajeno a la poesía escrita, aunque puede darse que haya sido un lector inocente que recibe la impresión estética en actitud pasiva, sin preocuparse de inquirir los recursos, la fe en una tradición o las malicias de las innovaciones que sostienen. Todavía no ha caído en la cuenta de estar disfrutando de ese periodo, en que se empapa en estado de inocencia de lo que lee. A veces, la nostalgia pide un puente. Si el acercamiento se produce, si se cumple la función reminiscente, ya alcanza. A quien se sirve de él ya le basta una rima, un ritmo, serviciales, que lo llevan a esa fantasmal estructura del recuerdo. Aquí la poesía se ha vuelto del todo ancilar; yo diría menos poesía que nunca. Es difícil convencer al sentimental, una vez satisfecho, de que eso tan fácil de entender, tan cantarín, en un caso hasta con un nombre-sortilegio incluido, no es necesariamente expresión absoluta de poesía. La poesía es un puente, sí, pero no de seguro hierro, no de palabras siempre claras, sino riesgoso, lleno de fisuras, cubierto con las angustias invisibles que quizás solo valen para quien lo construyó. El puente, fuese o no el Mirabeau, desde el que un gran poeta, Paul Celan, quizá uno de los más trágicos de todos, porque su nostalgia fue no solo de un pasado perdido, sino, además, de una vida de cuya libre posesión no tuvo el derecho absoluto, saltó hacia la muerte.
La poesía parte de cosas concretas. Neruda dijo en un momento: “Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando”.
Ningún libro verdadero tiene ni una primera ni una última página. La idea que sostiene un admirable cuento de Borges es la del libro infinito, representación de un mundo infinito. Pero más a nuestro alcance, está la idea de que la primera y la última línea de un relato, de todo un libro o de un poema puede no ser necesariamente la que es porque todo comienza en una ruptura respecto a una posibilidad previa y todo fin en una prolongación interrumpida. Podríamos decir que la obra de arte nace siempre por cesárea. El ministerio del poeta establecerá la justeza de ese corte, primer, desprendimiento necesario de un todo secreto, y de ese corte último, que es o el final de la inspiración o el final de la paciencia o la consciencia, la seguridad de que hay que ser breve. Lo es para nosotros y es probable que también lo sea para el poeta, que verá aquél como una imposición repentina del misterio. El poema es, entonces, la interrupción noble de un silencio, de ese silencio que reina, maravilloso, en el mundo, mientras no es derrotado, la emergencia de un continuo que está dentro del poeta, coherencia interior que puede o no, ser nítidamente evidente, que incluso puede no serlo para el propio autor, pero que en los mejores casos, une secretamente un poema con otro. Esa coherencia interna puede estar hecha de angustias o de una dicha difícil de justificar, de hallazgos y de pérdidas, de deseos y de carencias, todo ligado en el magma interior donde nace el poema. Sin duda hay quienes apuestan a una creación totalizadora que hace pasar la realidad por el poema que va a decirlo todo. Pienso en Neruda como el poeta para el cual el mundo es la realidad nunca rechazada que alimenta su creación de modo ininterrumpido y no jerárquico. Las piedras y el cielo de Chile, las cebollas y el caldillo de congrio, la historia de América y algunos personajes concretos, la madera y los amores; todo se ofrece a la palabra fiel capaz de recrearlo todo. Otros creen que la riqueza del mundo es infinita y se reduce y menoscaba si se pretende comunicarla. Esa riqueza incluye hasta el mal que anula la poesía y el silencio -no hay modo legítimo de evitarlo- que envuelve lo que queda por decir. De las dificultades y las trabas nacen las obsesiones por intentar apropiarse de la realidad mediante la expresión que recurre a todas las trampas, comparaciones o las más sorpresivas metáforas, o por percibir y dejar registrados los vínculos entre ella y nosotros del mejor modo posible. Dicho registro, sin duda singular y distanciado, de un individuo a otro, no siempre sigue, paso a paso, las exigencias de la lógica, aparente, sino una intuición alógica. Lo que no se suele tener en cuenta es el trabajo interior inexplicable, en general, para el crítico y sin duda también para el poeta. Algo me ha enseñado el tiempo: Por ejemplo, la fugacidad de las terminologías. Existe una Roca Tarpeya para castigo de las palabras que en un momento dado se vieron encumbradas y determinantes, palabras de moda cuyas virtudes al parecer se agotan. Otras, en cambio, sobreviven al empleo arrogante que se quiere a la par. Las usamos a veces con tanta frecuencia que su intimidad con nosotros resulta innegable. Lo cierto es que la necesidad hermenéutica de definir ciertos términos-clave no se despierta ya ante el término misterio, por ejemplo, eso que ocurre, sobre todo, diría yo, al principio, en el momento en que la posibilidad del poema se abre. Wallace Stevens decía que un poema es un meteoro, es decir, algo fugaz y que se lo capta en ese paso veloz o se pierde. El surgimiento de ese instante iluminado, antes de su posible desaparición, es un misterio. Podemos domesticar ese centelleo inexplicable llamándolo ocurrencia. Ya sabemos que el misterio es, por un lado, lo secreto, lo que se reserva para los iniciados; por otro lado, es servicio, oficio, por influencia de la palabra ministerio. Podemos reconocer en estas dos posibilidades extremas dos vertientes de la poesía actual, por lo común irreductibles. Unos conciben la poesía como algo abierto al misterio, que se alimenta de él o que lo suscita, que puede contrariar a la razón o estar por encima de ella; otros le imponen la tarea de un ministerio, sin derechos propios, con una función ancilar de servicio comunitario. Pero no debemos abandonar nuestra obligación de acompañar al misterio. La acción poética debe cumplirse mediante la rigurosa aplicación precisa de medios afines, pero no puede lograr sus propósitos sin un sutil punto de partida, ocurrencia o centelleo misterioso. El misterio es un llamado a la participación del poeta en lo real y del lector en el poema, participación lo más activa posible porque no se trata de concebir la poesía como un sumergido, preservado litoral féerico que imaginó Thomas de Quincey y al poeta como su intérprete. Esa quietud bajo campana es incompatible con la condición de la poesía, nunca estática, porque en su imperfección respecto a su propio ideal encierra su inquietud, en virtud del misterio que tiende a ser develado, como una puerta existe para ser abierta. La actividad del poeta que acepta la existencia del misterio, que lo postula, es tan razonable como cualquier actividad noble del mundo que no se paraliza ante un desafío y que sabe que necesita llevarlo adelante.