La mexicanidad al palo
Martes 18 de setiembre de 2012
Un abordaje a la literatura mexicana desde quienes la escriben. Los mexicanos Margo Glantz, Fabio Morábito y Alvaro Enrigue participaron de la mesa "México por México" en busca de una definición de la identidad literaria de aquel país. El encuentro, realizado en el marco del Filba Internacional 2012, fue moderado por Guillermo Quijas, también mexicano, director de la editorial Almadía.
Por Oliverio Coelho. Foto: PZ.
Desde mediados de la década del treinta, México se estereotipó a tal punto que el México de exportación se transformó en un desprendimiento del país, un espejismo que algunos escritores como Carlos Fuentes sobrealimentaron. ¿Cómo se crea desde México una literatura sobre México? ¿Cómo se perfora el blindado de lugares comunes que hizo de México uno de los países con una identidad más potente en el mundo? Tres escritores, moderados por el editor de Almadía, Guillermo Quijas, empezaron debatiendo, en una mesa cuyo tema a priori parecía demasiado general, cómo los escritores mexicanos abordan la idiosincrasia del país, considerando que “propios y extraños escribieron sobre temas patrios”. Quijas aclaró que además de escritores que no escribían sobre temas patrios, existía una tercera posición: los que se iban y volvían al país y aportaban una nueva perspectiva, después de “descansar de la realidad nacional”. Trazó, a partir de ahí, una hipotética comunidad entre Margo Glantz, Álvaro Enrigue y Fabio Morábito, los tres escritores participantes en la mesa. Los tres tuvieron en algún momento “un espacio de por medio con México”. Todos vivieron afuera del país.
La primera en recoger el guante y responder con un humor puntuado por una voz inocente fue Glantz: “México de cerca espanta. Lejos no siento nostalgia, pero vuelvo”. Enrigue, de inmediato, introdujo una leyenda: México no perdona a quienes se van. Sergio Pitol, Octavio Paz, fueron excepciones, y en realidad sólo tras sus respectivas vueltas recibieron verdadero reconocimiento.
Estar atraído y peleado perpetuamente con México, asumir esa (pre)tensión masoquista, el tema de la permanencia o el rechazo a la idiosincrasia del país y la relación con lo extranjero, en realidad fueron asuntos de otra generación. Así lo vio Morábito. “Hoy los que se van lo hacen de otro modo, a través de una beca, con respaldo académico. Tener la ruta de regreso atenúa conflicto con el país”.
Tal vez esa atracción y ese rechazo sea común a muchos países latinoamericanos. Si hubiera tres argentinos sentados en la mesa, tal vez los términos de la discusión serían los mismos pero desembocaría en una diatriba política con el fantasma venerado de Perón atrás. También podría decirse que la relación de amor odio fue cambiando a lo largo de las generaciones.
De un modo natural, como en una conversación de café donde las intervenciones nunca recaen en el monólogo, el tema de la mesa fue derivando hacia el mercado y el “autoturismo” en la literatura mexicana. Todos coincidieron en que el género literario narco no revela un conflicto visceral del escritor con el país, sino un cierto oportunismo narrativo y comercial que responde a una demanda exterior y no a una mirada legítima sobre una problemática nacional. Quizás Enrigue fue el más lacónico: “es una literatura for export. En esta discusión el mercado de lectores internacionales esperó que México diera por fin la representación estereotipada que se esperaba desde afuera”. Retrocediendo en el tiempo y desplegando el tipo de análisis incisivo que caracteriza su narrativa, Enrigue explicó que el proyecto de país, en el siglo pasado, coincidió con el auge de la industria cinematográfica y musical durante la presidencia de Lázaro Cárdenas. Se tomó la decisión de representar la mexicanidad de un modo. La imagen de México se construyó narrativamente con elementos culturales del centro occidental del país: Michoacán y Jalisco.
El asunto de esta mesa se habría encaminado hacia la remanida e irresuelta tensión entre literatura y mercado, sino fuera porque Quijas insistió en la variante “viajes” y en esa mirada exterior posible a la hora de escribir. Enrigue en esta instancia confesó preferir la convicción del extranjero, aunque siempre regrese a México. “Convivir con los problemas gringos y no con los propios”. Cabe aclarar que Enrigue pasó la mitad de su vida en EE.UU. Fabio Morábito, que nació en Alejandría, pasó su infancia en Italia y fue transplantado a México a los quince años, consideró que ante cada viaje siempre sobreviene una pregunta que cobija un futuro remordimiento: ¿cuál es la necesidad de moverse si los viajes son cada vez más cortos y frenéticos, sin tiempo para la soledad?
Como si detrás de todo viajero hubiera un propagandista o un diplomático, Glantz retrucó que ya no se necesita un exaltador de la literatura mexicana. La construcción del país puede hacerse desde el hogar. En este punto, según Enrigue, uno escribe sobre lugares muy chicos, sobre la familia. Sobre dos o tres calles. Antes de que sobrevolara en la escena el tópico aplastante “pinta tu aldea y pintarás el mundo”, Glantz desanudó la problemática. Durante muchos años la mexicana fue una literatura nacionalista. Después de Rulfo empezó a surgir una literatura que ya no pretendía ser épica y no ponía a México en un lugar fundamental. Farabeuf, de Salvador Elizondo, resultó el paradigma de una serie de libros cosmopolitas. Monsivais, en este punto, fue un escritor internacional. En cambio Fuentes, desde el punto de vista de Morábito, fue el último que no pudo dejar de pensar en la identidad de su país con mayúsculas y quizás a eso se haya debido poco éxito entre los jóvenes. Algo que no ocurrió con Pitol, que fue capaz de plasmar un cuento mexicano sobre Venecia.
En este ida y vuelta amistoso, en el que más que discrepancias hay complementariedades –por momentos el panel pareció compuesto por un solo mexicano de tres cabezas-, Enrigue acotó que por eso escribiendo desde afuera se podía desembocar en México. “Pitol desde Rusia desembocó en Potrero”. A esta altura, todos coincidieron, acicateados por Quijas, en que el autor de la realidad mexicana que supo reírse de México y de sus mitos, fue Jorge Ibargüengoitia. Un autor sarcástico, que no se leyó mucho afuera y no tiene nada de folclórico. Glantz sumó a Elena Garro, cuyo libro “Recuerdos del porvenir” se anticipó todo el boom. En cuestión de segundos, los nombres de Josefina Vincens, Inés Arredondo, Nellie Campobello, completaron ese acervo de secretos visibles de la literatura mexicana del siglo XX. Autoras cuyos libros libros, sin embargo, podrían haber estado ambientados en cualquier lugar del mundo. Incluso Juan Rulfo, el epítome de la literatura mexicana, que se formó leyendo suecos y noruegos, escribió cuentos, como Luvina, que podrían transcurrir en cualquier parte. Todos los imitadores hicieron estragos al suponer que le puso voz a los campesinos y encontrar ahí un procedimiento literaria. “Rulfo no pretendió representar un país sino la condición humana”, concluyó Morábito con la parsimonia elegante que durante una hora caracterizó una mesa en la que no hubo conclusiones o acuerdos tácitos, porque en realidad no fueron necesarios.