La literatura y las heridas de la historia
Domingo 16 de setiembre de 2012
Un fuerte debate entre Leonardo Da Jandra, Patricia Ratto y Laurent Binet en la mesa "Narrar el crack up" del Filba Internacional 2012.
Por José María Brindisi. Foto: Santi Ochoteco.
Por lo general hay que decir que el término panel funciona como un eufemismo de no se sabe qué cosa, y que a fin de cuentas su reemplazo automático, "mesa redonda", promueve muy poco o nada la circularidad. No fue el caso de lo que se vivió ayer en el Malba: muy por el contrario, los carraspeos y las muecas forzadas de los presentes eran signo inequívoco de que salir de casa había valido la pena.
Coordinada por la periodista Verónica Chiaravalli (directora de ADN), la mesa proponía pensar algunas cuestiones relacionadas con el entrecruzamiento, siempre productivo en términos de descubrirle nuevas aristas, entre los materiales que provee la realidad y los procedimientos propios de la ficción. Ya en el comienzo ocurrió algo particular: una señora pidió que el fotógrafo se detuviera, que ya había molestado demasiado sacando "como quince fotos". Chiaravalli sorteó el episodio con amabilidad; dijo que sólo estaba haciendo su trabajo, para luego soltar su pregunta introductoria. Allí fue cuando el primero de los panelistas, el mexicano-español Leonardo Da Jandra, dijo que quería empezar agradeciendo, porque la gente ya no era agradecida y bla bla bla, y así estábamos con estos jóvenes de hoy, y que los argentinos habíamos alimentado a los españoles durante treinta años y bla, bla, bla, y medio mundo sonrió pero la otra mitad, rápidamente, supo qué era lo que estaba ocurriendo: tanta generosidad de su parte, tanto agradecimiento, eran el preludio de las disculpas que más tarde no iba a pedir.
En rigor, se trataba de defender dos posturas básicas: la del francés Laurent Binet (autor de la muy celebrada HHhH, en la que recrea el atentado contra el jerarca nazi Heydrich) y la argentina Patricia Ratto (que ha escrito libros sobre la dictadura y sobre la Guerra de Malvinas), por un lado, que dialogan con los episodios históricos apropiándoselos y restituyéndolos en el lenguaje de la novela; y por otro Da Jandra, cuya postura es en principio apasionante, y que podría resumirse en algo así como una “filosofía narrativa”, pero también un combate con el universo que lo rodea, una pelea casi a muerte en la que el único modo de intervenir es situarse en el centro de la escena. “Yo no concibo la separación entre vida y obra”, dijo, y con menos autobombo algunas de las anécdotas que sobrevoló su intervención hubiesen resultado conmovedoras, en particular las tres décadas que vivió con su mujer en medio de la selva, en el parque que ellos mismos ayudaron a crear. “Yo tenía sueños con la selva”, contó; y luego narró cómo había aprendido allí a matar venados y jabalíes, y que andaba todo el día con una escopeta encima, convertido en un hombre peligroso, desconocido.
Ratto y Binet, cada uno a su modo, se enfocaron no tanto en construir su propio mito sino en abrir su cocina. El francés, efusivo y preciso, se distanció de alguien como Jonathan Littell “y su supernazi” para afirmar que nunca se puede aprehender del todo la realidad, y que en ello entonces hay un desafío apasionante. Recordó su tesis universitaria sobre Tolstoi, cuando sentía que en Guerra y paz había también una lucha entre los personajes reales y los de ficción, para sostener que en su caso no encontraba el interés en inventar cuando los materiales de la realidad eran tan abrumadores. Ratto fue más romántica, quizá, respecto de su oficio: “Los temas vinieron a interpelarme”. Pero en adelante se preocupó por revelar las dificultades, las tensiones de un planteo narrativo en el que se propuso escribir “a contrapelo de la historia”. Hablaba de la historia oficial, claro; esa que durante Malvinas era contada escueta y zonzamente por los medios, no buscando la verdad sino tratando de encubrirla. Y luego, siguiendo las ideas de Agamben, se refirió a aquello de que el único que posee la experiencia completa de la guerra es el que muere, y cómo a partir de ese razonamiento se inclinó por un narrador imposible; un modo de trabajar con esas zona gris que los sobrevivientes desconocen.
Hasta allí todo en orden. Pero cuando le tocó hablar otra vez a De Jandra, dijo que ahora iba a leer por respeto las novelas de sus colegas, pero que a él ya lo tenían harto con la guerra y con el pasado. “Cuando una herida no se cierra”, puntualizó, “empieza a largar pus”. Convengamos algo: es lo uno desea en ese tipo de eventos, es decir que se arme un poco de rosca. Y sin embargo, cuando Chiaravalli con picardía les dio el espacio para que replicaran, hubiese sido bueno, no, a mí me hubiese gustado, que Ratto y Binet fuesen menos elegantes y le diesen, sobre todo en un país como la Argentina, un poco más de batalla; que fueran menos elegantes y le cerraran la boca. Las heridas no cierran, estimado: no se trata de eso. Y ya que hablamos del Filba: que alguien despierte a Da Jandra de su sueño y le avise que no se construye un Vallejo de un día para otro.