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Escribir para resistir

Ph | Rodrigo Ruiz Ciancia

Cruce epistolar: Cynthia Rimsky & Cristina Rivera Garza

Del encuentro en el Filba de las escritoras Cynthia Rimsky y Cristina Rivera Garza para leer las cartas que se estuvieron enviando entre Azcuénaga y Houston durante semanas antes del festival rescatamos estos textos cargados de intimidad y belleza: "¡La de cosas que pasan mientras escribimos cartas! Misiles, huracanes, terremotos. Atentados. Feminicidios. Votaciones. Muertes, sí, muchas".

Un intercambio epistolar de Cynthia Rimsky y Cristina Rivera Garza.

 

 

27 agosto 2017, Azcuénaga

Cristina, me da curiosidad saber cómo es el mundo que verán los pájaros a través de tus ventanas. Los que la lectura de tu frase hizo entrar a mi casa ven al gato cruzar la calle y meterse por abajo del alambrado. En el campo faltan las vacas del agrónomo, el dueño le pidió que se fuera y las tuvo que vender a un gitano, lloró por las vacas que ya no iba a cuidar. En medio de ese extenso predio reverdecido por las lluvias, el gato acecha a los teros que hacen sus nidos a ras de suelo. Un macho de la bandada se acerca. Cada vez que el gato cruzó al campo, las casuarinas le sirvieron de cobijo, hoy las dejó atrás y está solo. El tero sobrevuela en círculos cada vez más estrechos. Quiero salir a llamarlo, pero los pájaros que enviaste me devuelven a la silla frente a la computadora. Deja que las cosas pasen, me dicen. El tero grita. El gato, tenso, percibe la amenaza; como si no quisiera apurar el cálculo, disfruta de la libertad que acaba de conocer en la pampa ventosa. En el tiempo que tarda en decidirse, pueden picotearlo o matarlo los perros abandonados que van a cazar animales al campo. Los pájaros que enviaste detrás de mi ventana disfrutan del suspenso. Hasta que vemos las patas traseras del gato cohete pasar la alambrada, la calle, la verja. Verlo a salvo no me tranquiliza. Hoy en la mañana cazó un pájaro por primera vez, agobiada por la forma en la que revoleaba al pequeño tero, le quité el cadáver. Fue la pérdida de su presa el impulso que lo hizo internarse en el campo del vecino, donde el tero nos enseñó el miedo.

Cristina, no tenía pensado extenderme, me fui entusiasmando en contra del encargo, del tiempo... Alguien podría dar este relato por terminado, pero tú y yo sabemos que recién comienza el trabajo; es apenas la sospecha de una nota que late entre muchas otras invisibles que haremos acaso sonar. Imagino cómo te picaron las manos buscando en el mapa las montañas que escaló Rulfo, la evocación de los nombres, el encuentro con el archivo, los personajes que llegan al azar o atraídos por nuestra obsesión, las definiciones de la RAE y del mercado, la mezcla, el sobajeo, el montaje, la curiosidad por ponerse en los zapatos del otro y pisar la tierra del otro. Uno no puede sentir lo sentido por otro, eso es cierto. Pero uno puede estar ahí, en ese sitio compartido, y sentir lo propio, dices. ¿Por qué en vez de la violencia de Pinochet, el narcotráfico, los mapuches, como nos propusieron para este intercambio, me pongo en los pies del gato, del vecino, de los pájaros? Me da por pensar que en cualquier experiencia por nimia que sea acontece el mundo y que el trabajo del escritor es buscar/abrir otra percepción donde el arquitecto dice que no es posible. Me pasa en las novelas que he escrito, años persiguiendo otra lectura para huir de la violencia que ejerce el sentido predestinado. Nunca me importaron las técnicas, el suspenso, los finales intrigantes, sino ampliar las lecturas porque la violencia esá en esa falta de mí de la que tu hablas, ese miedo a la invención que corta el vuelo de los pensamientos bajo el miedo de no llegar a lo que tiene lógica y responde.

Ésta, en todo caso, no era la vida de Juan Rulfo como realmente había acontecido (estoy citando de memoria una de las tesis sobre la filosofía de la historia de Walter Benjamin) sino como se me aparecía ahora a mí, como la inventaba ahora en mí, en este momento de peligro. Al leerte, me dan deseos de buscar las costumbres de los teros, indagar en la amistad de dos hombres, uno de ellos, propietario; en los vecinos que al mudarse abandonaron a sus perros, en la escritora que no actúa. Me anima la posibilidad de que tal vez aparezca una ranura. Percibir es actuar, escribe Aira, y eso me consuela. ¿Qué mundo están viendo los pájaros a través de tus ventanas?

Un abrazo, Cynthia.

 

 

Septiembre 1, 2017, Houston, Texas

Querida Cynthia

Quise iniciar esta carta hace días. Si lo hubiera hecho, si hubiera tenido tiempo y ánimo, seguramente habría empezado con lo que tenía frente a mí: te escribo desde la devastación. Afuera, del otro lado de la ventana, llovía sin parar. Habíamos asegurado ya los documentos más importantes en bolsas de plástico y preparado, también, una mochila con cosas indispensables—una linterna, un cambio de ropa, medicamentos, botellitas de agua—en caso de que ocurriera lo peor. Mientras tanto, bajábamos la voz y mirábamos hacia fuera con temor, con incredulidad, con resguardo. ¿Cuántas palabras conocía para describir la lluvia que no cesaba? Pocas en realidad. La tromba, el aguacero, la tormenta, el diluvio. El chubasco, la borrasca, las ráfagas, la tempestad. La llovizna, la cellisca, el temporal. Pasamos por todas y cada una de ellas durante esas horas, en esos días. Lluvias verticales y horizontales; lluvias en diagonal. Lluvias-mangas, lluvias-cortinas, lluvias-sábanas. Chipi chipi. ¿Veían las gotas nuestros rostros apesadumbrados, tristes, llenos de alarma, del otro lado de cristales? Tal vez sí. Tal vez en el país de la lluvia, ese sitio al que va de regreso toda el agua después de cumplir su cometido, nuestros rostros son ahora mera cosa de rumor o de lectura. Materia de discusión o pesadilla.

¿Cómo escribirá sobre nosotros esa lluvia inclemente, el viento, el huracán? ¿Cómo escribir sobre todos ellos sin capturarlos, diseminando por tantos lados como sea posible el reto que nos traen?

Días antes de que el huracán Harvey golpeara a Houston, habíamos ido a acampar a un parque no muy lejano. Brazos Bend State Park. Un lugar famoso por el número de cocodrilos que viven en sus lagos y arroyos. Tenía años sin acampar; años sin pasar ningún tiempo en verdad relevante en ese mundo conocido como el mundo natural. Llegamos tarde pero todavía nos dio tiempo de levantar la tienda de campaña con luz. Luego, conforme el sol se ocultaba y los ruidos del parque aumentaban en número y volumen, decidimos prender una fogata. Teníamos un poco de miedo, sí. Y calor. Tropical, apabullante y húmedo, el calor nos invitaba a estar fuera, pero las hormigas, que después veríamos navegar en colonias numerosísimas sobre las aguas sublevadas, nos obligaron a resguardarnos. Adentro de la tienda de campaña, bebiendo agua y chorreando sudor, con la espalda sobre una delgada colcha que nos separaba del suelo, nos reímos de nosotros mismos. ¡Qué poco somos a la intemperie! Aún cuando el sitio está totalmente acondicionado para visitantes—había espacios perfectamente delimitados para el estacionamiento de los autos, así como agua y luz, baños y regaderas en perfecto estado—no pudimos evitar pensar en lo verdaderamente terrible que sería caer en el mal lado de la naturaleza. Convertirnos en sus enemigos.

La devastación llegó, puntual. Lo sabe todo mundo. Primero el desastre; luego la devastación: el orden riguroso de nuestro tiempo. En unas horas, los bayous que atraviesan la ciudad se desbordaron, las carreteras se convirtieron en ríos y cientos de miles perdieron casas y posesiones; algunos más—41 hasta el conteo más reciente—la vida. ¿Qué es un desastre natural? ¿Por qué las áreas de más larga tradición y vida en Houston, como el lado este del centro histórico, dentro del límite de esa loop que llamamos 610, no se vieron tan afectadas por el huracán y sí muchas de las más recientes edificaciones hacia el norte de la ciudad? ¿Qué tanta responsabilidad tiene en todo esto un mercado de bienes raíces feroz, marcado por la ganancia artera, en una ciudad donde no hay leyes específicas para uso de suelo? ¿Por qué las imágenes de damnificados que vemos en la televisión las ocupan en números tan grandes familias de latinos o de africano-americanos o blancos pobres? Aunque dicen que los desastres naturales tienen la virtud de alcanzarnos a todos por igual, bien sabemos que lo peor ocurre siempre después. Todos salimos expulsados de nuestras casas, pero no todos podemos volver a una. Todos nos enfermamos, pero no todos podemos ir a un hospital y gozar del cuidado de un médico. Todos caemos, sigue siendo cierto, pero no todos podemos alcanzar una mano que nos ayude a levantarnos.

Hay pocas cosas naturales en un desastre natural. Aunque el gobierno actual de los Estados Unidos se niega a aceptar la existencia misma del cambio climático, es claro que Harvey, un huracán de dimensiones nunca antes vistas sobre suelo norteamericano, se ha convertido en uno de sus primeros ejemplos. Que pequeña la violencia de la naturaleza comparada con la violencia de las decisiones políticas que buscan asegurar ganancia, poder, inmunidad. Me pregunto si inclemente, el adjetivo que se utiliza con mayor frecuencia en inglés para describir el clima durante una desastre natural (dicho del tiempo, riguroso, muy desapacible), no debería mejor aplicarse a los que deciden cómo comportarse y qué hacer respecto a nuestra casa terráquea y lo que vive dentro y sobre y fuera de ella. Del otro lado de la clemencia y de la compasión, allá es donde siguen las aguas desatadas y las decisiones (o falta de decisiones) que hicieron posible la damnificación. Supongo que pronto habremos de hablar más y mejor sobre la ética y la estética de este escribir desde y a través del cambio climático.

Percibir es actuar, dices que dijo Aira. Y les creo a ambos. Por eso también creo que es importante ampliar tanto como sea posible nuestro campo de percepción: resguardarse cuando es preciso, pero salir afuera cuando es necesario. Viajar, como lo haces tú, escarbando, desbrozando, zanjando, en todo caso, abriendo el terreno. Ver con el ojo de la lluvia cuando pasa veloz frente a nosotros y sentir, también, con la piel del que se queda a la intemperie luego del desastre. Ver con la lente del telescopio que nos espía desde la estratósfera, y con la del microscopio que persigue al virus cuando se desata. Tocar con la mano del tiempo, que viene de lejos. Oír las voces que están por venir, desde ese futuro (tienes razón, ese lugar extraño) que nos traicionará o nos dejará para siempre atrás, fósiles de nosotros mismos. Conectar todos esos puntos y otros más para no quedarnos en la mera representación o en la queja exquisita o en el comercio, sino ir más allá. Escribir es una acción, sin duda; una práctica. Y un riesgo.

Quedamos. Seguimos. Van abrazos.

crg

 

 

Santiago 11 se septiembre 2017

Cristina, entre tu carta y esta ocurrió un terremoto y otro huracán. Además, un 11 de septiembre. Estoy en Las Lanzas, un bar al que vengo desde la universidad, cuando conspirábamos contra la dictadura. Han pasado 37 años y todavía reconozco algunos rostros muy abrigados, no es un lugar tibio, pero nos continúa acogiendo. La televisión –el volumen está alto y pediremos que lo bajen- informa que murió un turista de un ataque al corazón luego de que un grupo de taxistas bloqueara el acceso al aeropuerto en protesta por las plataformas Uber. Vieras la violencia de los juicios que les arrojan como piedras, las autoridades, opinólogos de Tv, pasajeros, funcionarios del aeropuerto. Hasta los quieren meter presos de por vida. El dirigente de los taxistas mira perplejo a la cámara; llevan años presentando su demanda sin ser escuchados y ahora son homicidas. Los asistentes al bar escuchan el sonido de las piedras al caer sobre los cuerpos de los taxistas y no opinan. Hace frío, parecen cansados, trabajan muchas horas y no ganan lo suficiente para pagar todo lo que hay para comprar, aun así algo en este bar me recuerda la comunidad que fuimos. Un fotógrafo me cuenta que afuera se encontró con un viejo que estuvo con Allende en La Moneda hasta el final. Y me da un nombre que no retengo.

Llega Betina, tiene a sus hijos en la Alianza Francesa y está consternada por el estudiante que se suicidó después de que el colegio lo pilló con un gramo de marihuana y llamó a la policía, que se lo llevó detenido. Hay apoderados que lo consideran positivo para que sirva de escarmiento a sus hijos. Una estudiante le confió a Betina que están más horrorizados de sus propios padres que del suicidio. Cerca de nosotras, la moza le cuenta a una pareja que él se sienta todos los días en la mesa que está junto a la puerta. Está hablando del sobreviviente de La Moneda. La pareja observa la mesa más incómoda del bar y calla. Sabes, muchos argentinos vienen en masa a Chile a comprar ropa y electrodomésticos y no advierten estas cosas. Anhelan el consumo. No piensan en lo que tendrán que entregar a cambio.

Desde que nos encargaron estas cartas sobre literatura y violencia me he sentido incómoda. Pienso que lo que está en el fondo de la violencia, es el mal. En Chile siempre hubo violencia, contra los mapuches, contra los pobres, los campesinos, contra el país en general con el Golpe, pero fue a partir de la apertura al consumo que se produjo otro tipo de violencia que hoy nos tiene devastados;. Lo veo en mis viajes. Seguro tú también: la ruptura de los lazos en común. Lo dice mejor que yo Rita Segato: "Este flujo pulsional hacia el mundo de las cosas de sujetos desgajados de sus territorios en que los vínculos perdieron su oferta y magnetismo… produce individuos, mientras el deseo del arraigo relacional produce comunidad…Solo con sujetos desgajados y vulnerables, el mundo de las cosas se impone: las lecciones de las cosas, la naturaleza cosa, el cuerpo cosa, las personas cosas, y su pedagogía de la crueldad que va imponiendo la estructura psicopática, de pulsión no vincular sino instrumental, como personalidad modal de nuestro tiempo". La pregunta entonces no es por las huellas que la violencia deja en nuestra escritura o cómo literatura combate la violencia, sino cómo hacemos comunidad. Y al hacer comunidad se vuelve al origen de la narración. Tú trabajas el concepto de la desapropiación en tus libros. En los míos intento dar la palabra o más bien retomo la palabra, indago en esa palabra, en los restos de esas vidas o proyectos en común, inmigrantes, revolucionarios o ex revolucionarios, habitantes de un ramal o de un pueblo pampeano, sabios medievales, mi curiosidad por salir del pre concepto que construye el lenguaje es insaciable. Nada más ayer estaba leyendo un libro sobre el movimiento rebelde mapuche actual. Hace mucho que intento escribir sobre lo que pasa en el sur. En una parte del libro, el historiador relata que algunos jóvenes mapuches que iban a estudiar a la Universidad de Concepción decidieron, con la ayuda de unas ONGs, armar una pensión para estudiantes de su comunidad, y cuenta cómo en ese lugar muchos tomaron conciencia de su identidad. Desde que lo leí, no he dejado de pensar en esa casa; el libro no la describe, no dice cómo son los cuartos, si el baño queda afuera, cómo se organizan, por qué no hay mujeres, solo dice que al comienzo no tenían colchones ni cocina; tampoco se detiene en las tensiones de esos jóvenes que van a la universidad a salir de la pobreza y descubren la lucha por la tierra y el riesgo. Las autoridades y los medios lo llaman adoctrinamiento ideológico. Me pregunto, ¿ocurrió de noche o de día?, ¿en la cocina? ¿les costó dormirse al volver de la primera recuperación simbólica de tierra? Llenar esos espacios en blanco con preguntas y más preguntas; hacer que las frase hechas caigan por su propio peso, se derrumben los juicios y queden únicamente agujeros a los que se puede entrar solo como mí. Es lo que la literatura hace, preguntar por el héroe que se muere ante las miradas silenciosas en la peor mesa del frío bar.

Un abrazo

 

 

Septiembre 26, 2017

¡La de cosas que pasan mientras escribimos cartas! Misiles, huracanes, terremotos. Atentados. Feminicidios. Votaciones. Muertes, sí, muchas. Y entre todo ello también ese asomo contundente e iluminador de la solidaridad. Piedras que van de mano en mano en una larga hilera de empatía y de trabajo en conjunto. Discusiones, encuentros, abrazos. ¿Cómo dar cuenta de todo ello en la escritura sin que convirtamos a la escritura en un aparato de captura? ¿Cómo hacerlo para generar crítica o producir lo que Rita Segato identifica como (citada por ti) “ese deseo del arraigo relacional que produce comunidad”? ¿Cómo hacerlo para que frente a una puerta, la escritura nos ayude abrirla y no a cerrarla? Esas son preguntas que, con distintos nombres pero con la misma temperatura, me han atosigado desde siempre. Es más, creo que esas preguntas están en el origen mismo de todo lo que escribo, e incluso más atrás, en el deseo mismo de escribir. Esas preguntas son escribir.

Voy en un avión hacia Buenos Aires ahora mismo, luego de unos días muy aciagos. Las noticias del temblor en la Ciudad de México me pescaron a punto de abordar otro avión, el cual tomé sin tener todavía noticias ciertas sobre las consecuencias del sismo. Durante el trayecto me acordé mucho del 19 de septiembre de 32 años atrás. Estaba, sí, en la Ciudad de México entonces. Justo como los jóvenes que ahora se apresuraban a organizarse para responder a la emergencia, creciéndose en el acto, mi generación salió a las calles para brindar lo que pudiera brindarse con la misma urgencia, con la misma convicción. Nacimos, mis amigos y yo, en esos días tremendos, rodeados de polvo y olor a muerte, acompañados también por las lecciones que resultan de poner el cuerpo ahí donde importa. Donde hace falta. Ahí aprendimos lo que habríamos de perder, ciertamente, pero también lo mucho que podíamos hacer cuando juntos. Nos volvimos a la vez vulnerables e invencibles. Carlos Monsiváis le llamó a eso el surgimiento de la sociedad civil, cuando nosotros sabíamos que era también, acaso sobre todo, una forma ardiente de la camaradería, ese otro nombre de la amistad.

Cuando llegué a mi destino esta vez, comprobé mis temores. Los destrozos que llenaban las pantallas me lo dijeron todo: el terremoto había vuelto a revelar los daños estructurales que produce la corrupción y la avaricia, la ganancia a costa de todo y el desdén básico por la vida. Pensé de inmediato en mi familia, que vive cerca de la Ciudad de México, y pensé en los muchos amigos que tengo en la capital del país. Les llamé a algunos; les escribí casi a todos. La distancia tiene la virtud o la desgracia de agrandar las cosas. Lloré viendo en las pantallas las imágenes de ese grupo cantando el himno nacional, dándole un sentido completamente distinto. Leí muchas cosas esos días: denuncias, poemas, crónicas, ensayos. Y, luego, leí un texto corto de Gerardo Cárdenas, un escritor mexicano que vive en Chicago, en el que se explayaba sobre la impotencia atroz que invade al que, viviendo lejos, revive y se duele al mismo tiempo con la nueva experiencia de la tragedia. Sus dosis de melancolía y rabia, su manejo mesurado de la experiencia personal, su afán de ligarse con puño y letra al dolor ajeno, me recordaron por qué se escribe. No me conmovió porque me atañera, sino al contrario: lo contado ahora me atañía porque el texto me había conmovido (debería decir: conmocionado). Lejos de paralizarme, el texto me llevó del pasado al presente y de vuelta atrás, sin dejar de estar un poco en el futuro que ya era el lugar donde estaba. Creo que en ese momento, ese pequeño artículo de Gerardo Cárdenas logró tocar a la violencia y la destrucción de la manera en que dices, Cynthia, creando comunidad. No era como esos poemas y escritos que, valiéndose de la explotación de las emociones, se presentan con capa de héroe salvador. Ni como los relatos que, con el pretexto de describir la violencia, la cometen una vez más, textualmente, de esa manera vertical que nos deja sin agencia alguna tanto a los personajes como a los lectores. Ni como los escritos en los que el dolor del mundo aparece apenas como un ápice del dolor sentido por el poeta, si no es que un mero pretexto para el mismo. Ni como los textos que, con el excusa de internarse en el corazón del mal, cubren al mal con un glamour tal que lo hacen deseable o, en todo caso, inamovible, en lugar de interpelable. Creo que de verdad tienes razón, escribir contra la violencia o del otro lado de la violencia o críticamente alrededor de la violencia es escribir en comunidad. Para mí eso es, de hecho, escribir desapropiadamente: escribir en plural, con otros, de manera visible y tangible. De modo material. Traer a colación, pues. Citar, que es una manera de abrazarse dentro de en un texto. Yuxtaponer. Imbricar.

Y la comunidad, por cierto, es mucho más que la acumulación o convergencia de algunos, o la congregación de otros ligados por gustos o persuasiones varias. Estamos en realidad hablando de lazos todavía más básicos, lazos corporales que implican la producción y reproducción de nuestro mundo material. Estamos hablando de trabajo productivo realizado y reconocido en conjunto. Estamos hablando del trabajo en común que los hablantes de una lengua realizan día a día para asegurar su existencia y la nuestra. Por eso, independientemente del tema, la escritura desapropiada es una escritura contra esa violencia básica, estructural, que consiste en creer que hay individuos antes que comunidad, en creer que hay singularidades en lugar de pluralidades, en creer y hacer creer que no hay otros.

Hoy, como a muchos en México, me hacen falta 43. Es otro aniversario del día en que aprendimos a pronunciar la palabra Ayotzinapa. Y, mira qué cosas Cynthia, justo ahora me acuerdo que la primera vez que escribí esa palabra en un cartel para que todos la miraran de frente fue en Santiago, en Santiago de Chile. Algo me dice que debe estar lloviendo en México en este instante. Nos hacen falta tantos en realidad. Así como la devastación es el modo extremo de la destrucción, la muerte en la muerte sigue siendo el modo de operación política en el mundo de hoy. No basta con morir. Al poder no le basta con matar. Tienen que hacerlo una y otra vez, de manera constante e incesante, de forma cada vez más grotesca, más evidente, más desvergonzada. Más amplia también. Del desmembramiento de los cuerpos y la desfiguración de los rostros, a la exterminación del planeta. Como dice Imgard Emmelhainz, “el neoliberalismo es una forma de acumulación capitalista que pone la vida y los comunes a su servicio mientras los destruye”.

¿Puede algo la escritura ante esto o contra esto?

Algo sucede —algo físico y material, algo concreto y puntiagudo— cuando leemos y nos identificamos con otros. Algo cuando vemos nuestras vidas y nuestros deseos reflejados en las palabras de otros, listas para lanzarse por caminos hasta entonces impensables. Y eso, ese pequeño salto de la imaginación encarnada, esa capacidad de soltar la mano para tocar otra mano, tiene mucho que ver con la primera vez que pronunciamos verdadera y honestamente la palabra nosotros. Poco podremos hacer para escapar a la tiranía del sentido común del neoliberalismo actual sin pronunciar esta palabra o sin escribirla.

Me quedo pensando en la pregunta que te haces sobre esa casa de los jóvenes mapuches. Y me quedo pensando en eso primero por la semejanza que guarda con la pregunta con la que empecé a escribir un libro (o varios libros) sobre un manicomio legendario de la Ciudad de México. La pregunta sobre la casa nos lanza hacia la pregunta sobre el cuerpo de manera inexorable. No se puede escribir gran cosa en estos tiempos de horrísona violencia sin hacer esas preguntas, sin volverlas indispensables. Si ampliamos y reducimos a la vez el concepto casa para incluir al planeta y al cuerpo, creo que estamos hablando de una escritura que hace campo para llevar a cabo lo que Sergio Villalobos llamó la pregunta sobre la acumulación. De eso se trata también no olvidar. Y no perdonar.

De eso se trata ir hacia el encuentro, y abrazar.

Llego en un par de horas a Buenos Aires, Cynthia. Y te abrazo desde ya.

crg

 

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