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Maeterlinck en el umbral de la colmena

La vida de los insectos

Maurice Maeterlinck (1862 - 1949) fue un dramaturgo y ensayista belga de lengua francesa, principal exponente del teatro simbolista. Interzona reúne en un sólo volumen sus exploraciones sobre los insectos, después de publicar sus trabajos sobre la inteligencia de las flores. 

Por Maurice Maeterlinck.

 

 

No tengo la intención de escribir un tratado de apicultura o de cría de abejas. Todos los países civilizados cuentan con excelentes títulos y es inútil rehacerlos. Francia tiene los de Dadant, Georges de Layens y Bonnier, los de Bertrand, Hamet, Weber y Clément, el del abate Collin y otros. Los países de lengua inglesa tienen a Langstroth, Bevan, Cook, Cheshire, Cowan, Root y sus discípulos. Alemania tiene a Dzierzon, von Berlepsch, Pollmann, Vogel y otros muchos.

Tampoco se trata de una monografía científica del apis mellífica, ligustica, fasciata, etcétera, ni de una colección de observacioneso estudios nuevos. No diré casi nada que no conozcan todos losque han observado un poco las abejas. A fin de que este trabajono resulte tedioso, he reservado para una obra más técnica ciertonúmero de experiencias y observaciones hechas durante misveinte años de apicultura y que son de un interés demasiado limitadoy demasiado especial.

Quiero hablar simplemente de las “blondas avecillas” de Ronsard, como se habla, a los que no lo conocen, de un objeto que se conoce y se ama. No pretendo engalanar la verdad ni sustituir, tal como indica el justo reproche que Réaumur hizo a los que antes que él se habían ocupado de nuestras colmenas, una maravilla real por una maravilla complaciente e imaginaria.

Si hay mucho de maravilloso en la colmena, no es una razón para exagerarlo. Por lo demás, hace mucho tiempo que renuncié a buscar en este mundo una maravilla más interesante y más bella que la verdad, o al menos el esfuerzo que hace el hombre para conocerla.

No nos empeñemos en encontrar la grandeza de la vida en las cosas inciertas. Todas las cosas muy ciertas son muy grandes y hasta ahora no hemos podido conocer cabalmente a ninguna de ellas. No afirmaré, pues, nada que no haya comprobado yo mismo o que no sea tan admitido por los clásicos de la apidología que toda comprobación resulte ociosa.

Mi parte se limitará a representar los hechos de la forma más exacta, aunque un poco más animada, a mezclarlos con algunas reflexiones más extensas y más libres, a agruparlos de una manera algo más armoniosa de lo que puede hacerse en una guía, en un manual práctico o en una monografía científica.

El que haya leído este libro no se hallará en condiciones de dirigir una colmena, pero conocerá casi todo lo que se sabe de cierto, curioso, profundo e íntimo sobre sus habitantes. No es mucho comparado con lo que falta aprender. Omitiré todas las tradiciones erróneas que aún forman en el campo y en muchas obras la fábula de las abejas. Cuando haya duda, desacuerdo, hipótesis, cuando llegue a lo desconocido, lo declararé lealmente. Ya verá cómo nos detenemos a menudo en presencia de lo desconocido. Aparte de los grandes actos sensibles de su policía y su actividad, nada muy preciso se sabe sobre las fabulosas hijas de Aristeo. A medida que se las cultiva, se aprende a ignorar más las profundidades de su vida real, pero es un modo de ignorar mejor que la ignorancia inconsciente y satisfecha que constituye el fondo de nuestra ciencia de la vida, y esto es probablemente todo lo que el hombre puede jactarse de aprender en este mundo.

¿Existe algún trabajo análogo sobre la abeja? Para mí, aunque creo haber leído casi todo lo que se ha escrito sobre ella, no conozco, en este género, sino el capítulo que le reserva Michelet al final de El insecto y el ensayo que le consagra Ludwig Büchner, el célebre autor de Fuerza y materia, Geistes Leben de Thiere1. Michelet apenas desfloró el asunto; Büchner hizo un estudio bastante completo, pero al leer las afirmaciones aventuradas, los rasgos legendarios, las referencias hace tanto desechadas que él cita, sospecho que no salió de su biblioteca para interrogar a sus heroínas y que nunca abrió ninguna colmena tumultuosa e inflamada de alas de los centenares que es necesario violar antes de que nuestro instinto concuerde con su secreto, antes de impregnarnos de la atmósfera, del perfume, del espíritu, del misterio de las vírgenes laboriosas.

Eso no huele a miel ni a abeja, y tiene el defecto de muchos de nuestros libros de sabiduría, cuyas conclusiones son con frecuencia preconcebidas y cuyo dispositivo científico está formado de una enorme acumulación de anécdotas inciertas y tomadas de todas partes. Por lo demás, me encontraré raramente con él en mi trabajo, porque nuestros puntos de partida, nuestros puntos de vista y nuestros fines son muy diferentes.

 

II

La bibliografía de la abeja –empecemos por los libros a fin de desembarazarnos de ellos lo más pronto posible e ir a la fuente misma de esos libros– es de las más extensas. Desde un principio, ese pequeño ser extraño, que vive en sociedad, bajo leyes complicadas y ejecuta en la sombra trabajos prodigiosos, llamó la curiosidad del hombre. Aristóteles, Catón, Varrón, Plinio, Columela, Paladio, se ocuparon de las abejas, sin hablar del filósofo Aristómaco que, al decir de Plinio, las observó durante cincuenta años; ni de Filisco de Thasos, que vivió en sitios desiertos para no ver sino a ellas, y fue apellidado el Salvaje. Pero esto es más bien la leyenda de la abeja, y lo que de ella puede obtenerse, es decir, casi nada, se halla resumido en el cuarto canto de las Geórgicas, de Virgilio.

Su historia no empieza hasta el siglo xviicon los descubrimientos del gran sabio holandés Swammerdam. Sin embargo, conviene añadir este detalle poco conocido: antes de Swammerdam, un naturalista flamenco, Clutius, había afirmado, entre otras verdades importantes, que la reina es la madre única de todo su pueblo y que posee los atributos de ambos sexos, pero no lo había comprobado. Swammerdam inventó los verdaderos métodos de observación científica, creó el microscopio, imaginó las inyecciones conservadoras, fue el primero que disecó las abejas, precisó definitivamente, con el descubrimiento de los ovarios y del oviducto, el sexo de la reina, que hasta entonces se había tenido por rey, y arrojó de una vez inesperada luz sobre toda la política de la colmena, fundándola sobre la maternidad. En fin, trazó cortes y dibujó láminas tan perfectas que aún hoy sirven para ilustrar más de un tratado de apicultura. Vivía en el bullicioso y turbio Ámsterdam de entonces, echaba de menos “la dulce vida del campo”, y murió a los cuarenta y tres años, extenuado de trabajo. En un estilo piadoso y preciso, en que sencillos y hermosos arranques de una fe que teme vacilar lo convierten todo

en gloria del Creador, consignó sus observaciones en su gran obra Bybel der Nature, que el doctor Boerhave, un siglo después, hizo traducir del neerlandés al latín con el título de Biblia naturae (Leide, 1737).

Vino después Réaumur, quien, fiel a los mismos métodos, hizo una multitud de experiencias y de observaciones curiosas en sus jardines de Charenton y dedicó a las abejas un volumen entero de  sus Mémoires pour servir à l’histoire des insectes. Se le puede leer con provecho y sin fastidio. Es claro, directo, sincero y no desprovisto de cierto encanto un poco áspero y un poco seco. Se dedicó sobre todo a destruir muchos errores inveterados, difundió algunos nuevos, aclaró en parte la información de los enjambres, el régimen político de las reinas; encontró, en pocas palabras, varias verdades difíciles, y se puso sobre la pista de muchas otras. Consagró, a ciencia propia, las maravillas de la arquitectura de la colmena y todo lo que de ella dice, nadie lo ha dicho mejor. Se le debe también la idea de las colmenas con cristales que, perfeccionadas después, han puesto al descubierto toda la vida privada de esas ariscas operarias que empiezan su obra a la resplandeciente luz del sol, pero que no la coronan sino en las tinieblas. Para ser completo, debería citar, además, las investigaciones y trabajos, algo posteriores, de Charles Bonnet y de Schirach –que resolvió el enigma del huevo real–; pero me limito a las grandes líneas y llego a François Huber, el maestro y el clásico de la ciencia apícola de hoy.

Huber, nacido en Ginebra en 1750, perdió la vista en su primera juventud. Interesado desde luego por las experiencias de Réaumur, que él quería comprobar, no tardó en apasionarse por aquellas investigaciones y, con ayuda de un asistente inteligente y fiel, François Burnens, consagró su vida entera al estudio de la abeja. En los anales del sufrimiento y de las victorias humanas, nada más conmovedor y lleno de buenos consejos que la historia de esa paciente colaboración en la que un hombre, que no poseía más que una luz inmaterial, guiaba con su espíritu las manos y los ojos de otro hombre, que gozaba de la luz real; en la que aquel que, según se asegura, nunca había visto con sus propios ojos un panal de miel, a través del velo de sus ojos muertos que doblaba para él el otro velo con que la Naturaleza lo envuelve todo, sorprendía los secretos más profundos del genio que formaba ese panal de miel invisible, como para enseñarnos que no hay estado en que debamos renunciar a la esperanza y a buscar la verdad. No enumeraré lo que la ciencia apícola debe a Huber; más fácil me sería demostrar lo que no le debe. Sus Nuevas observacionessobre las abejas, cuyo primer volumen fue escrito en 1789 en forma de cartas a Charles Bonnet, y cuyo segundo volumen no apareció hasta veinte años después, son el tesoro abundante y seguro de que se sirven los apidólogos. Cierto es que en él se encuentran algunos errores, algunas verdades imperfectas; desde la composición de su libro se ha añadido mucho a la micrografía, a la cultura práctica de las abejas, al manejo de las reinas, etcétera; pero no se ha podido desmentir o hallar errónea una sola de sus observaciones principales, que permanecen intactas en nuestra experiencia actual y en su base.

III

Después de las revelaciones de Huber siguen algunos años de silencio; pero bien pronto Dzierzon, cura de Carlsmark –en Silesia–, descubre la partenogénesis, es decir, el parto virginal de las reinas, e imagina la primera colmena de panales móviles, gracias a la cual el apicultor podrá, en lo sucesivo, recoger su parte de la cosecha de miel sin matar sus mejores colonias y sin destruir en un instante el trabajo de todo un año. Esa colmena, todavía imperfecta, es magistralmente perfeccionada por Langstroth, que inventó el cuadro móvil propiamente dicho, propagado en América con extraordinario éxito. Root, Quinby, Dadant, Cheshire, Layens, Cowan, Heddon, Howard, etcétera, introducen en ella algunas mejoras preciosas; Mehring, para ahorrar a las abejas la elaboración de la cera y construcción de almacenes que les cuestan mucha miel y lo mejor de su tiempo, concibe la idea de ofrecerles panales de cera mecánicamente alveolados, que ellas aceptan en seguida y apropian a sus necesidades. Hruschka inventa el Smelatore, que, mediante la fuerza centrífuga, permite extraer la miel sin romper los panales, etcétera. En pocos años, la rutina de la apicultura queda rota. La capacidad y la fecundidad de las colmenas se triplica. En todas partes se fundan vastos y productivos colmenares. A partir de este momento tienen fin el inútil exterminio de las colmenas más laboriosas y la odiosa selección al revés que aquel tenía por consecuencia. El hombre se hace verdaderamente amo de 

las abejas, amo furtivo e ignorado, que todo lo dirige sin dar órdenes y es obedecido sin que le reconozcan.

Sustituye a los destinos de las estaciones. Repara las injusticias del año. Reúne las repúblicas enemigas. Iguala las riquezas. Aumenta o restringe los nacimientos. Regula la fecundidad de la reina. La destrona y la reemplaza después de un consentimiento difícil que su habilidad obtiene por fuerza de un pueblo que se azora a la sospecha de una intervención inconcebible. Viola pacíficamente, cuando lo juzga útil, el secreto de las cámaras sagradas y toda la política astuta y previsora del gineceo real. Quita cinco o seis veces seguidas el fruto de su trabajo a las hermanas del buen convento infatigable, sin lastimarlas, sin desalentarlas y sin empobrecerlas.

Proporciona los depósitos y graneros de sus moradas con la cosecha de flores que la primavera esparce, en su desigual apresuramiento, por las laderas de las colinas. Las obliga a reducir el número fastuoso de los amantes que esperan el nacimiento de las princesas. En una palabra, hace lo que quiere y obtiene de ellas lo que desea, con tal que no pida nada contrario a sus virtudes ni a sus leyes porque, a través de la voluntad del inesperado dios que se ha hecho dueño de ellas –demasiado vasto para ser discernido y demasiado ajeno para que lo comprendan–, miran más lejos de lo que mira ese mismo dios y no piensan sino en cumplir, con una abnegación firmísima, el deber misterioso de su raza.

IV

Ahora que los libros nos han dicho lo que tenían que decirnos de esencial sobre una historia muy antigua, dejemos la ciencia adquirida por otros para ir a ver con nuestros propios ojos a las abejas. Una hora transcurrida en medio del colmenar nos enseñará cosas quizá menos precisas, pero infinitamente más vivas y fecundas.

Aún recuerdo el primer colmenar que vi y en el que aprendí a querer a las abejas. Era, hace ya muchos años, en un pueblo de esa Flandes zelandesa, tan limpia y tan graciosa, la cual, más que la misma Zelandia, cóncavo espejo de Holanda, ha concentrado la afición a los colores vivos y acaricia con los ojos, como hermosos y graves juguetes, los remates de sus fachadas puntiagudas, sus torres y sus carros pintados, sus armarios y relojes que relucen en el fondo de los corredores, sus pequeños árboles alineados a lo largo de los malecones y de los canales en espera, al parecer, de una ceremonia benéfica y cándida, sus barcas de proas recargadas de adornos, sus puertas y ventanas que semejan flores, sus esclusas irreprochables, sus puentes levadizos minuciosos y versicolores, sus casitas barnizadas como cacharrería armoniosa y brillante, de donde salen mujeres en forma de campanas y llenas de adornos de oro y plata para ir a ordeñar vacas en prados rodeados de cercas blancas, o a tender ropa sobre la alfombra recortada en óvalos o en rombos y meticulosamente verde, de floridos prados.

Una especie de viejo sabio, bastante parecido al anciano de Virgilio, “hombre igual a los reyes, parecido a los dioses, satisfecho y tranquilo como estos últimos”, como hubiera dicho La Fontaine, se había retirado allí, donde la vida parecería más estrecha que en otras partes, si realmente fuera posible estrechar la vida. Había constituido allí su refugio, no hastiado –porque el sabio no conoce los grandes hastíos–, sino un poco cansado de interrogar a los hombres, que responden menos simplemente que los animales y las plantas a las únicas preguntas interesantes que pueden hacerse a la Naturaleza y a las leyes verdaderas. Toda su dicha, como la del filósofo escita, consistía en sacar el aguijón.

No reconocen a su amo, como se ha dicho; no tienen miedo del hombre; pero al olor del humo, a los gestos lentos que recorren su morada sin amenazarlas, se imaginan que no se trata de un

ataque o de un gran enemigo contra el cual es posible defenderse, sino de una fuerza o de una catástrofe natural a la cual conviene someterse. En vez de luchar en vano, y llenas de una previsión que se equivoca porque mira demasiado lejos, quieren al menos salvar el porvenir, y se arrojan sobre las reservas de miel para tomar toda la posible y ocultar sobre sí la necesaria para fundar en cualquier otra parte y en seguida una nueva colmena, si la antigua es destruida o se ven obligadas a abandonarla.

 

VII

El profano ante quien se abre una colmena de observación2 queda pronto bastante desilusionado. Le habían afirmado queaquel cofrecito de cristal encerraba una actividad sin ejemplo, unnúmero infinito de leyes sabias, una asombrosa suma de genio,de misterios, de experiencia, de cálculos, de ciencias, de industriasdiversas, de previsiones, de certezas, de costumbres inteligentes,de sentimientos y de virtudes extrañas, y no descubre en ellamás que una aglomeración confusa de pequeñas bayas rojizas,bastante parecidas a granos de café tostado, o a pasas aglomeradascontra los cristales, más muertas que vivas, sacudidas por

movimientos lentos, incoherentes e incomprensibles. No reconoce las admirables gotas de luz que poco antes se vertían y saltaban sin cesar en el aliento animado, lleno de perlas de oro,

de mil cálices abiertos.

Esos pobres seres tiritan en las tinieblas; se ahogan en medio de una multitud transida; parecen prisioneras enfermas o reinas destronadas que no tuvieron más que un segundo de esplendor entre las iluminadas flores del jardín, para regresar en seguida a la vergonzosa miseria de su triste morada obstruida.

Sucede con ellas lo que con todas las realidades profundas. Hay que aprender a observarlas. Un habitante de otro planeta que viera a los hombres ir y venir casi insensiblemente por las calles, aglomerarse en torno de ciertos edificios o ciertas plazas, esperar no se sabe qué, sin movimiento aparente, en el fondo de sus moradas, deduciría también que son inertes y miserables. Solo a la larga se distingue la múltiple actividad de esa inercia.

En verdad, cada una de esas pequeñas bayas casi inmóviles trabaja sin descanso y ejerce un oficio diferente. Ninguna de ellas conoce el reposo, y las que, por ejemplo, parecen las más dormidas y penden de los cristales en racimos muertos, tienen la tarea más misteriosa y más cansada; esas forman y segregan la cera. Pero pronto encontraremos el detalle de esa unánime actividad. Por el momento, basta llamar la atención sobre el rasgo esencial de la naturaleza de la abeja, que explica la extraordinaria acumulación de ese confuso trabajo. La abeja es, ante todo, y aún más que la hormiga, un ser de multitud. No puede vivir sino en aglomeración. Cuando sale de la colmena tan atestada que solo a topetazos puede abrirse paso a través de las murallas vivientes que la encierran, sale de su elemento propio. Se sumerge un momento en el espacio lleno de flores, como el nadador se sumerge en el océano lleno de perlas; pero bajo pena de muerte es preciso que a intervalos regulares vuelva a respirar la multitud, de la misma forma que el nadador sale a respirar el aire. Aislada, provista de víveres abundantes y en la temperatura más favorable, expira al cabo de algunos días, no de hambre ni de frío, sino de soledad. La acumulación, la colmena, exhala para ella un alimento invisible tan indispensable como la miel. A esa necesidad hay que remontarse para fijar el espíritu de las leyes de la colmena.

En la colmena, el individuo no es nada, no tiene más que una existencia condicional, no es más que un momento indiferente, un órgano alado de la especie. Toda su vida es un sacrificio total al ser innumerable y perpetuo de que forma parte. Es curioso observar que no fue siempre así. Aún hoy se encuentran entre los himenópteros melíferos todos los estados de la civilización progresiva de nuestra abeja doméstica. En lo inferior de la escala trabaja sola, en la miseria; a menudo ni siquiera ve su descendencia –los Prosopis, Coletas, etcétera–; a veces vive en medio de la estrecha familia anual que crea –los abejorros–. Forma luego asociaciones temporales –los Panurgos, los Dosípodos, los Halictos, etcétera–, para llegar, finalmente, de grado en grado, a la sociedad, casi perfecta, pero despiadada, de nuestras colmenas, en que el individuo

es absorbido por la república y en que la república, a su vez, es regularmente sacrificada a la colectividad abstracta e inmortal del porvenir.

 

VIII

 

No nos apresuremos a sacar de estos hechos conclusiones aplicables al hombre. El hombre tiene la facultad de no someterse a las leyes de la Naturaleza, y saber si hace bien o mal en usar de esta facultad es el punto más grave y menos dilucidado en su moral. Mas no por eso es menos interesante. Pues bien: en la evolución de los himenópteros, que son, inmediatamente después del hombre, los habitantes del Globo más favorecidos respecto a la inteligencia, esa voluntad parece muy clara. Tiende visiblemente al mejoramiento de la especie, pero al mismo tiempo demuestra que no la desea o no puede obtenerla sino a costa de la libertad, de los derechos y el bienestar propios del individuo. A medida que la sociedad se organiza y se eleva, la vida particular de cada uno de sus miembros ve menguar su círculo. Tan pronto como hay progreso en alguna parte no resulta sino del sacrificio cada vez más completo del interés personal al general. Es necesario, desde luego, que cada cual renuncie a vicios que son actos de independencia. Así es que, en el penúltimo grado de la civilización ápica se encuentran los abejorros, que todavía son parecidos a nuestros antropófagos. Las obreras adultas espían sin cesar en torno de los huevos para devorarlos, y la madre se ve obligada a defenderlos encarnizadamente. Es necesario también que cada cual, después de haberse desprendido de los vicios más peligrosos, adquiera cierto número de virtudes cada vez más penosas. Las obreras de los abejorros, por ejemplo, no piensan en renunciar al amor, mientras que nuestra abeja doméstica vive en perpetua castidad. Pronto veremos, por lo demás, todo lo que abandona a cambio del bienestar, de la seguridad, de la perfección arquitectónica, económica y política de la colmena, y volveremos a ocuparnos de la asombrosa evolución de los himenópteros en el capítulo consagrado al progreso de la especie.

 

 

 

 

1 Podríamos citar, además, la monografía de Kirby y Spence en su Introduction to Entomology, pero es casi exclusivamente técnica.

 

2 Llámese colmena de observación a una colmena con cristales provista de cortinas negras o moradas. Las mejores no contienen más que un panal, lo cual permite observarlo por ambos lados. Sin peligros y sin inconvenientes pueden instalarse estas colmenas, provistas de una salida exterior, en un salón, una biblioteca, etcétera. Las abejas que habitan la que tengo en París en mi gabinete de trabajo recogen en el desierto de piedra de la gran ciudad lo necesario para vivir y prosperar.

 

 

 

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