Las Meninas
Por Michel Foucault
Martes 28 de marzo de 2017
"Lo propio del saber no es ni ver ni demostrar, sino interpretar". Uno de los ensayos claves de Las palabras y las cosas (Siglo XXI) de Michel Foucault, en el que aprovecha el célebre cuadro de Diego Velázquez para pensar alrededor de la representación.
Por Michel Foucault.
El pintor está ligeramente alejado del cuadro. Lanza una mirada sobre el modelo; quizá se trate de añadir un último toque, pero también puede ser que no se haya dado aún la primera pincelada. El brazo que sostiene el pincel está replegado sobre la izquierda, en dirección de la paleta; está, por un momento, inmóvil entre la tela y los colores. Esta mano hábil depende de la vista, y la vista, a su vez, descansa sobre el gesto suspendido. Entre la fina punta del pincel y el acero de la mirada, el espectáculo va a desplegar su volumen.
Pero no sin un sutil sistema de esquivos. Tomando un poco de distancia, el pintor está colocado al lado de la obra en la que trabaja. Es decir que, para el espectador que lo contempla ahora, está a la derecha de su cuadro que, a su vez, ocupa el extremo izquierdo. Con respecto a este mismo espectador, el cuadro está vuelto de espaldas; sólo puede percibirse el reverso con el inmenso bastidor que lo sostiene. En cambio, el pintor es perfectamente visible en toda su estatura; en todo caso no queda oculto por la alta tela que, quizá, va a absorberlo dentro de un momento, cuando, dando un paso hacia ella, vuelva a su trabajo; sin duda, en este instante aparece a los ojos del espectador, surgiendo de esta especie de enorme caja virtual que proyecta hacia atrás la superficie que está por pintar. Puede vérselo ahora, en un momento de detención, en el centro neutro de esta oscilación. Su talle oscuro, su rostro claro son intermedios entre lo visible y lo invisible: surgiendo de esta tela que se nos escapa, emerge ante nuestros ojos; pero cuando dé un paso hacia la derecha, ocultándose a nuestra mirada, se encontrará colocado justo frente a la tela que está pintando; entrará en esa región en la que su cuadro, descuidado por un instante, va a hacerse visible para él sin sombras ni reticencias. Como si el pintor no pudiera ser visto a la vez sobre el cuadro en el que se lo representa y ver aquel en el que se ocupa en representar algo. Reina en el umbral de estas dos visibilidades incompatibles.
El pintor mira, el rostro ligeramente vuelto y la cabeza inclinada hacia el hombro. Fija un punto invisible, pero que nosotros, los espectadores, nos podemos asignar fácilmente ya que este punto somos nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro rostro, nuestros ojos. Así pues, el espectáculo que él contempla es dos veces invisible, porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se sitúa justo en este punto ciego, en este recuadro esencial en el que nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos en el momento en que la vemos. Y sin embargo, ¿cómo podríamos evitar ver esta invisibilidad que está bajo nuestros ojos, ya que tiene en el cuadro mismo su equivalente sensible, su figura sellada? En efecto, podría adivinarse lo que el pintor ve si fuera posible lanzar una mirada sobre la tela en la que trabaja; pero de ésta sólo se percibe la trama, los montantes en la línea horizontal y, en la vertical, el sostén oblicuo del caballete. El alto rectángulo monótono que ocupa toda la parte izquierda del cuadro real y que figura el revés de la tela representada restituye, bajo las especies de una superficie, la invisibilidad en profundidad de lo que el artista contempla: este espacio en el que estamos, que somos. Desde los ojos del pintor hasta lo que ve, está trazada una línea imperiosa que no sabríamos evitar, nosotros, los que contemplamos: atraviesa el cuadro real y se reúne, delante de su superficie, en ese lugar desde el que vemos al pintor que nos observa; este punteado nos alcanza irremisiblemente y nos liga a la representación del cuadro.
En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad: vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor. No es sino un cara a cara, ojos que se sorprenden, miradas directas que, al cruzarse, se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de visibilidad implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres, de cambios y de esquivos. El pintor sólo dirige la mirada hacia nosotros en la medida en que nos encontramos en el lugar de su objeto. Nosotros, los espectadores, somos una añadidura. Acogidos bajo esta mirada, somos perseguidos por ella, reemplazados por aquello que siempre ha estado ahí delante de nosotros: el modelo mismo. Pero, a la inversa, la mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro al espacio que tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espectadores surgen; en este lugar preciso, aunque indiferente, el contemplador y el contemplado se intercambian sin cesar. Ninguna mirada es estable o, mejor dicho, en el surco neutro de la mirada que traspasa perpendicularmente la tela, el sujeto y el objeto, el espectador y el modelo cambian su papel hasta el infinito. La gran tela vuelta de la extrema izquierda del cuadro cumple aquí su segunda función: obstinadamente invisible, impide que la relación de las miradas llegue nunca a localizarse ni a establecerse definitivamente. La fijeza opaca que hace reinar en un extremo convierte en algo siempre inestable el juego de metamorfosis que se establece en el centro entre el espectador y el modelo. Por el hecho de que no vemos más que este revés, no sabemos quiénes somos ni lo que hacemos. ¿Vemos o nos ven? En realidad el pintor fija un lugar que no cesa de cambiar de un momento a otro: cambia de contenido, de forma, de rostro, de identidad. Pero la inmovilidad atenta de sus ojos nos hace volver a otra dirección que ya han seguido con frecuencia y que, muy pronto, sin duda alguna, seguirán de nuevo: la de la tela inmóvil sobre la cual pinta, o quizá se ha pintado ya hace tiempo y para siempre, un retrato que jamás se borrará. Tanto que la mirada soberana del pintor impone un triángulo virtual, que define en su recorrido este cuadro de un cuadro: en la cima –único punto visible– los ojos del artista; en la base, a un lado, el sitio invisible del modelo, y del otro, la figura probablemente esbozada sobre la tela vuelta.
En el momento en que colocan al espectador en el campo de su visión, los ojos del pintor lo apresan, lo obligan a entrar en el cuadro, le asignan un lugar a la vez privilegiado y obligatorio, le toman su especie luminosa y visible y la proyectan sobre la superficie inaccesible de la tela vuelta. Ve que su invisibilidad se vuelve visible para el pintor y es traspuesta a una imagen definitivamente invisible para él mismo. Sorpresa que se multiplica y se hace a la vez más inevitable aún por un lazo marginal. En la extrema derecha, el cuadro recibe su luz de una ventana representada de acuerdo con una perspectiva muy corta; no se ve más que el marco; de modo que el flujo de luz que derrama baña a la vez, con una misma generosidad, dos espacios vecinos, entrecruzados, pero irreductibles: la superficie de la tela, con el volumen que ella representa (es decir, el estudio del pintor o el salón en el que ha instalado su caballete), y, delante de esta superficie, el volumen real que ocupa el espectador (o aun el sitio irreal del modelo). Al recorrer la pieza de derecha a izquierda, la amplia luz dorada lleva a la vez al espectador hacia el pintor y al modelo hacia la tela; es ella también la que, al iluminar al pintor, lo hace visible para el espectador, y hace brillar como otras tantas líneas de oro a los ojos del modelo el marco de la tela enigmática en la que su imagen, trasladada, va a quedar encerrada. Esta ventana extrema, parcial, apenas indicada, libera una luz completa y mixta que sirve de lugar común a la representación. Equilibra, al otro extremo del cuadro, la tela invisible: así como ésta, dando la espalda a los espectadores, se repliega contra el cuadro que la representa y forma, por la superposición de su dorso, visible sobre la superficie del caballete, el lugar –inaccesible para nosotros– donde centellea la Imagen por excelencia, así también la ventana, pura abertura, instaura un espacio tan abierto cuanto cerrado el otro; tan común para el pintor, para los perso najes, para los modelos, para el espectador, cuanto solitario es el otro (ya que nadie lo mira, ni aun el pintor). Por la derecha, se derrama por una ventana invisible el volumen puro de una luz que hace visible toda la representación; a la izquierda, se extiende, al otro lado de su muy visible trama, la superficie que esquiva la representación que porta. La luz, al inundar la escena (quiero decir, tanto la pieza como la tela, la pieza representada sobre la tela y la pieza en la que se halla colocada la tela), envuelve a los personajes y a los espectadores y los lleva, bajo la mirada del pintor, hacia el lugar en el que los va a representar su pincel. Pero este lugar nos es hurtado. Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace verlo. Y en el momento en que vamos a apresarnos transcritos por su mano, como en un espejo, no podemos sorprender de éste más que el revés mate. El otro lado de una psique.
Ahora bien, exactamente enfrente de los espectadores –de nosotros mismos–, sobre el muro que constituye el fondo de la pieza, el autor ha representado una serie de cuadros; y he aquí que entre todas estas telas colgadas hay una que brilla con un resplandor singular. Su marco es más grande, más oscuro que el de las otras; sin embargo, una fina línea blanca lo dobla hacia el interior, difundiendo sobre toda su superficie una claridad difícil de determinar, pues no viene de parte alguna, sino de un espacio que le sería interior. En esta extraña claridad aparecen dos siluetas y sobre ellas, un poco más atrás, una pesada cortina púrpura. Los otros cuadros sólo dejan ver algunas manchas más pálidas en el límite de una oscuridad sin profundidad. Este, por el contrario, se abre a un espacio en retroceso donde formas reconocibles se escalonan dentro de una claridad que sólo a ellas pertenece. Entre todos estos elementos, destinados a ofrecer representaciones, pero que las impugnan, las hurtan, las esquivan por su posición o su distancia, sólo éste funciona con toda honradez y deja ver lo que debe mostrar. A pesar de su alejamiento, a pesar de la sombra que lo rodea. Pero es que no se trata de un cuadro: es un espejo. En fin, ofrece este encanto del doble que rehúsan tanto las pinturas alejadas cuanto esa luz del primer plano con la tela irónica.
De todas las representaciones que representa el cuadro, es la única visible; pero nadie la mira. De pie al lado de su tela, con la atención fija en su modelo, el pintor no puede ver este espejo que brilla tan dulcemente detrás de él. Los otros personajes del cuadro están, en su mayor parte, vueltos hacia lo que debe pasar delante –hacia la clara invisibilidad que bordea la tela, hacia ese balcón de luz donde sus miradas ven a quienes los ven, y no hacia esa cavidad sombría en la que se cierra la habitación donde están representados–. Es verdad que algunas cabezas se ofrecen de perfil, pero ninguna de ellas está lo suficientemente vuelta como para ver, al fondo de la pieza, este espejo desolado, pequeño rectángulo reluciente, que sólo es visibilidad, pero sin ninguna mirada que pueda apoderarse de ella, hacerla actual y gozar del fruto, maduro de pronto, de su espectáculo.
Hay que reconocer que esta indiferencia es correspondida por el espejo. No refleja nada, en efecto, de todo lo que se encuentra en el mismo espacio que él: ni al pintor que le vuelve la espalda, ni a los personajes del centro de la habitación. En su clara profundidad, no ve lo visible. En la pintura holandesa, era tradicional que los espejos representaran un papel de reduplicación: repetían lo que se daba una primera vez en el cuadro, pero en el interior de un espacio irreal, modificado, encogido, curvado. Se veía en él lo mismo que, en primera instancia, en el cuadro, si bien descompuesto y recompuesto según una ley diferente. Aquí, el espejo no dice nada de lo que ya se ha dicho. Sin embargo, su posición es poco más o menos central: su borde superior está exactamente sobre la línea que parte en dos la altura del cuadro, ocupa sobre el muro del fondo una posición media (cuando menos en la parte del muro que vemos); así, pues, debería ser atravesado por las mismas líneas perspectivas que el cuadro mismo; podría esperarse que en él se dispusieran un mismo estudio, un mismo pintor, una misma tela según un espacio idéntico; podría ser el doble perfecto.
Ahora bien, no hace ver nada de lo que el cuadro mismo representa. Su mirada inmóvil va a apresar delante del cuadro, en esta región necesariamente invisible que forma la cara exterior, a los personajes que están ahí dispuestos. En vez de volverse hacia los objetos visibles, este espejo atraviesa todo el campo de la representación, desentendiéndose de lo que ahí pudiera captar, y restituye la visibilidad a lo que permanece más allá de toda mirada. Sin embargo, esta invisibilidad que supera no es la de lo oculto: no muestra el contorno de un obstáculo, no se desvía de la perspectiva, se dirige a lo que es invisible tanto por la estructura del cuadro como por su existencia como pintura. Lo que se refleja en él es lo que todos los personajes de la tela están por ver, si dirigen la mirada de frente: es, pues, lo que se podría ver si la tela se prolongara hacia adelante, descendiendo más abajo, hasta encerrar a los personajes que sirven de modelo al pintor. Pero es también, por el hecho de que la tela se detiene ahí, mostrando al pintor y a su estudio, lo que es exterior al cuadro, en la medida en que es un cuadro, es decir, un fragmento rectangular de líneas y de colores encargado de representar algo a los ojos de todo posible espectador. Al fondo de la habitación, ignorado por todos, el espejo inesperado hace resplandecer las figuras que mira el pintor (el pintor en su realidad representada, objetiva, de pintor en su trabajo); pero también a las figuras que ven al pintor (en esta realidad material que las líneas y los colores han depositado sobre la tela). Estas dos figuras son tan inaccesibles la una como la otra, aunque de manera diferente: la primera por un efecto de composición propio del cuadro; la segunda por la ley que preside la existencia misma de todo cuadro en general. Aquí el juego de la representación consiste en poner una en lugar de la otra, en una superposición inestable, estas dos formas de invisibilidad y en restituirlas inmediatamente al otro extremo del cuadro, a ese polo que es el representado más alto: el de una profundidad de reflejo en el hueco de una profundidad del cuadro. El espejo asegura una metátesis de la visibilidad que hiere a la vez al espacio representado en el cuadro y a su naturaleza de representación; permite ver, en el centro de la tela, lo que por el cuadro es dos veces necesariamente invisible.
Extraña manera de aplicar, al pie de la letra, pero dándolo vuelta, el consejo que el viejo Pacheco dio, al parecer, a su alumno cuando éste trabajaba en el estudio de Sevilla: “La imagen debe salir del cuadro”.
II
Pero quizá ya sea tiempo de dar nombre a esta imagen que aparece en el fondo del espejo y que el pintor contempla delante del cuadro. Quizá sea mejor fijar de una buena vez la identidad de los personajes presentes o indicados, para no complicarnos al infinito entre estas designaciones flotantes, un poco abstractas, siempre susceptibles de equívocos y de desdoblamientos: “el pintor”, “los personajes”, “los modelos”, “los espectadores”, “las imágenes”. En vez de proseguir sin cesar en un lenguaje fatalmente inadecuado a lo visible, bastará con decir que Velázquez ha compuesto un cuadro; que en este cuadro se ha representado a sí mismo, en su estudio, o en un salón del Escorial, mientras pinta dos personajes que la infanta Margarita ha venido a ver, rodeada de dueñas, de meninas, de cortesanos y de enanos; que a este grupo pueden atribuírsele nombres muy precisos: la tradición reconoce aquí a doña María Agustina Sarmiento, allá a Nieto, en el primer plano a Nicolaso Pertusato, el bufón italiano. Bastará con añadir que los dos personajes que sirven de modelos al pintor no son visibles, cuando menos directamente, pero se los puede percibir en un espejo, y que se trata, a no dudar, del rey Felipe IV y de su esposa Mariana.
Estos nombres propios serán útiles referencias, evitarán las designaciones ambiguas; en todo caso, nos dirán qué es lo que mira el pintor y, con él, la mayor parte de los personajes del cuadro. Pero la relación del lenguaje con la pintura es una relación infinita. No porque la palabra sea imperfecta y, frente a lo visible, tenga un déficit que se empeñe en vano por recuperar. Son irreductibles uno a otra: por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside jamás en lo que se dice, y por bien que se quiera hacer ver, por medio de imágenes, de metáforas, de comparaciones, lo que se está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que despliega la vista, sino el que definen las sucesiones de la sintaxis. Ahora bien, en este juego, el nombre propio no es más que un artificio: permite señalar con el dedo, es decir, pasar subrepticiamente del espacio del que se habla al espacio que se contempla, es decir, encerrarlos uno en otro con toda comodidad, como si fueran mutuamente adecuados. Pero si se quiere mantener abierta la relación entre el lenguaje y lo visible, si se quiere hablar no en contra de su incompatibilidad sino a partir de ella, de tal modo que se quede lo más cerca posible del uno y del otro, es necesario borrar los nombres propios y mantenerse en lo infinito de la tarea. Quizá por mediación de este lenguaje gris, anónimo, siempre meticuloso y repetitivo por demasiado amplio, encenderá la pintura, poco a poco, sus luces.
Así, pues, será necesario pretender que no sabemos quién se refleja en el fondo del espejo, e interrogar este reflejo en el nivel mismo de su existencia.
Por lo pronto, se trata del revés de la gran tela representada a la izquierda. El revés o, mejor dicho, el derecho ya que muestra de frente lo que ésta oculta por su posición. Además, se opone a la ventana y la refuerza. Al igual que ella, es un lugar común al cuadro y a lo que éste tiene de exterior. Pero la ventana opera por el movimiento continuo de una efusión que, de derecha a izquierda, reúne a los personajes atentos, al pintor, al cuadro, con el espectáculo que contemplan; el espejo, por un movimiento violento, instantáneo, de pura sorpresa, va a buscar delante del cuadro lo que se contempla, pero que no es visible, para hacerlo visible, en el término de la profundidad ficticia, si bien sigue indiferente a todas las miradas. El punteado imperioso que se traza entre el reflejo y lo que refleja corta perpendicularmente el flujo lateral de luz. Por último –se trata de la tercera función de este espejo–, está junto a una puerta que se abre, como él, en el muro del fondo. Recorta así un rectángulo claro cuya luz mate no se expande por el cuarto. No sería sino un aplanamiento dorado si no estuviera ahuecado hacia el exterior, por un batiente tallado, la curva de una cortina y la sombra de varios escalones. Allí empieza un corredor; pero en vez de perderse en la oscuridad, se disipa en un estallido amarillo en el que la luz, sin entrar, se arremolina y reposa en sí misma. Sobre este fondo, a la vez cercano y sin límites, un hombre destaca su alta silueta; está visto de perfil; en una mano sostiene el peso de una colgadura; sus pies están colocados en dos escalones diferentes; tiene una rodilla flexionada. Quizá va a entrar en el cuarto; quizá se limite a observar lo que pasa en el interior, satisfecho de ver sin ser visto. Lo mismo que el espejo, fija el envés de la escena: y no menos que al espejo, nadie le presta atención. No se sabe de dónde viene; se puede suponer que, siguiendo los inciertos corredores, ha llegado al cuarto en el que están reunidos los personajes y donde trabaja el pintor; pudiera ser que él también estuviera, hace un momento, en la parte delantera de la escena, en la región invisible que contemplan todos los ojos del cuadro. Lo mismo que las imágenes que se perciben en el fondo del espejo, sería posible que él fuera un emisario de este espacio evidente y oculto. Hay, sin embargo, una diferencia: él está allí en carne y hueso; surge de fuera, en el umbral del aire representado; es indudable: no un reflejo probable, sino una irrupción. El espejo, al hacer ver, más allá de los muros del estudio, lo que sucede ante el cuadro, hace oscilar, en su dimensión sagital, el interior y el exterior. Con un pie sobre el escalón y el cuerpo por completo de perfil, el visitante ambiguo entra y sale a la vez, en un balanceo inmóvil. Repite en su lugar, si bien en la realidad sombría de su cuerpo, el movimiento instantáneo de las imágenes que atraviesan la habitación, penetran en el espejo, se reflejan en él y surgen de nuevo como especies visibles, nuevas e idénticas. Pálidas, minúsculas, las siluetas del espejo son recusadas por la alta y sólida estatura del hombre que surge en el marco de la puerta. Pero es necesario descender de nuevo del fondo del cuadro y pasar a la parte anterior de la escena; es necesario abandonar este contorno cuya voluta acaba de recorrerse. Si partimos de la mirada del pintor que, a la izquierda, constituye una especie de centro desplazado, se percibe en seguida el revés de la tela, después los cuadros expuestos, con el espejo en el centro, más allá la puerta abierta, nuevos cuadros, cuya perspectiva, muy aguda, no permite ver sino el espesor de los marcos, por último, a la extrema derecha, la ventana o, mejor dicho, la abertura por la que se derrama la luz. Esta concha en forma de hélice ofrece todo el ciclo de la representación: la mirada, la paleta y el pincel, la tela limpia de señales (son los instrumentos materiales de la representación), los cuadros, los reflejos, el hombre real (la representación acabada, pero libre al parecer de los contenidos ilusorios o verdaderos que se le yuxtaponen); después la representación se anula: no se ve más que los cuadros y esta luz que los baña desde el exterior y que éstos, a su vez, deberían reconstituir en su especie propia como si viniera de otra parte atravesando sus marcos de madera oscura. Y, en efecto, se ve esta luz sobre el cuadro que parece surgir en el intersticio del marco; y de ahí alcanza la frente, las mejillas, los ojos, la mirada del pintor que tiene en una mano la paleta y en la otra el extremo del pincel… De esta manera se cierra la voluta o, mejor dicho, por obra de esta luz, se abre. Esta abertura no es, como la del fondo, una puerta que se ha abierto; es el largo mismo del cuadro, y las miradas que allí ocurren no son las de un visitante lejano. El friso que ocupa el primer y el segundo plano del cuadro representa –si incluimos al pintor– ocho personajes. De ellos, cinco miran la perpendicular del cuadro, con la cabeza más o menos inclinada, vuelta o ladeada. El centro del grupo es ocupado por la pequeña infanta, con su amplio vestido gris y rosa. La princesa vuelve la cabeza hacia la derecha del cuadro, en tanto que su torso y el guardainfante del vestido van ligeramente hacia la izquierda; pero la mirada se dirige rectamente en dirección del espectador que se encuentra de cara al cuadro. Una línea media que dividiera al cuadro en dos secciones iguales pasaría entre los ojos de la niña. Su rostro está a un tercio de la altura total del cuadro. Tanto que, a no dudarlo, reside allí el tema principal de la composición, el objeto mismo de esta pintura. Como para probarlo y subrayarlo aún más, el autor ha recurrido a una figura tradicional: a un lado del personaje central, ha colocado otro, de rodillas, que lo contempla. Como un donante en oración, como el Ángel que saluda a la Virgen, una doncella, de rodillas, tiende las manos hacia la princesa. Su rostro se recorta en un perfil perfecto. Está a la altura del de la niña. La dueña mira a la princesa y sólo a ella. Un poco más a la derecha, otra menina, vuelta también hacia la infanta, ligeramente inclinada sobre ella, dirige empero los ojos hacia delante, al punto al que ya miran el pintor y la princesa. Por último, dos grupos de dos personajes cada uno: el primero, retirado, el otro, formado por enanos, en el primer plano. En cada una de estas parejas, un personaje mira de frente y el otro a la derecha o a la izquierda. Por su posición y por su talla, estos dos grupos se corresponden y forman un duplicado: atrás, los cortesanos (la mujer, a la izquierda, mira hacia la derecha); adelante, los enanos (el niño que está en la extrema derecha mira hacia el interior del cuadro). Este conjunto de personajes, así dispuesto, puede formar, según que se preste atención al cuadro o al centro de referencia que se haya elegido, dos figuras. La primera sería una gran X; en el punto superior izquierdo estaría la mirada del pintor, y a la derecha, la del cortesano; en la punta inferior, del lado izquierdo, estaría la esquina de la tela representada del revés (más exactamente, el pie del caballete); al lado derecho, el enano (con el zapato sobre el lomo del perro). En el cruce de estas dos líneas, en el centro de la X, estaría la mirada de la infanta. La otra figura sería más bien una amplia curva: sus dos límites estarían determinados por el pintor, a la izquierda, y el cortesano de la derecha –extremidades altas y distantes–; la concavidad, mucho más cercana, coincidiría con el rostro de la princesa y con la mirada que la dueña le dirige. Esta línea traza un tazón que, a la vez, encierra y separa, en el centro del cuadro, la colocación del espejo. Así, pues, hay dos centros que pueden organizar el cuadro, según que la atención del espectador revolotee y se detenga aquí o allá. La princesa está de pie en el centro de una cruz de San Andrés que gira en torno a ella, con el torbellino de los cortesanos, las meninas, los animales y los bufones. Pero este eje está congelado. Congelado por un espectáculo que sería absolutamente invisible si sus mismos personajes, repentinamente inmóviles, no ofrecieran, como en la concavidad de una copa, la posibilidad de ver en el fondo del espejo el imprevisto doble de su contemplación. En el sentido de la profundidad, la princesa está superpuesta al espejo; en el de la altura, es el reflejo el que está superpuesto al rostro. Pero la perspectiva los hace vecinos uno del otro. Así, pues, de cada uno de ellos sale una línea inevitable; la nacida del espejo atraviesa todo el espesor representado (y hasta algo más, ya que el espejo horada el muro del fondo y hace nacer, tras él, otro espacio); la otra es más corta; viene de la mirada de la niña y sólo atraviesa el primer plano. Estas dos líneas sagitales son convergentes, de acuerdo con un ángulo muy agudo, y su punto de encuentro, saliendo de la tela, se fija ante el cuadro, más o menos en el lugar en el que nosotros lo vemos. Es un punto dudoso, ya que no lo vemos; punto inevitable y perfectamente definido, sin embargo, ya que está prescrito por las dos figuras maestras y confirmado además por otros punteados adyacentes que nacen del cuadro y escapan también de él. En última instancia, ¿qué hay en este lugar perfectamente inaccesible, ya que está fuera del cuadro, pero exigido por todas las líneas de su composición? ¿Cuál es el espectáculo, cuáles son los rostros que se reflejan primero en las pupilas de la infanta, después en las de los cortesanos y el pintor y, por último, en la lejana claridad del espejo? Pero también la pregunta se desdobla: el rostro que refleja el espejo y también el que lo contempla; lo que ven todos los personajes del cuadro, son también los personajes a cuyos ojos se ofrecen como una escena que contemplar. El cuadro en su totalidad mira una escena para la cual él es a su vez una escena. Reciprocidad pura que manifiesta el espejo que mira y es mirado y cuyos dos momentos se desatan en los dos ángulos del cuadro: a la izquierda, la tela vuelta, por la cual el punto exterior se convierte en espectáculo puro; a la derecha, el perro echado, único elemento del cuadro que no mira ni se mueve, porque no está hecho, con sus grandes relieves y la luz que juega sobre su piel sedosa, sino para ser objeto que mirar. Una primera ojeada al cuadro nos ha hecho saber de qué está hecho este espectáculo a la vista. Son los soberanos. Se los adivina ya en la mirada respetuosa de la asistencia, en el asombro de la niña y los enanos. Se los reconoce en el extremo del cuadro, en las dos pequeñas siluetas que el espejo refleja. En medio de todos estos rostros atentos, de todos estos cuerpos engalanados, son la más pálida, la más irreal, la más comprometida de todas las imágenes: un movimiento, un poco de luz bastaría para hacerlos desvanecerse. De todos estos personajes representados, son también los más descuidados, porque nadie presta atención a ese reflejo que se desliza detrás de todo el mundo y se introduce silenciosamente por un espacio insospechado; en la medida en que son visibles, son la forma más frágil y más alejada de toda realidad. A la inversa, en la medida en que, residiendo fuera del cuadro, están retirados en una invisibilidad esencial, ordenan en torno suyo toda la representación; es a ellos a quienes se da la cara, es hacia ellos hacia donde se vuelve, es a sus ojos a los que se presenta la princesa con su traje de fiesta; de la tela vuelta a la infanta y de ésta al enano que juega en la extrema derecha, se traza una curva (o, mejor dicho, se abre la rama inferior de la X) para ordenar a sus miradas toda la disposición del cuadro y hacer aparecer así el verdadero centro de la composición, al que están sometidos en última instancia la mirada de la niña y la imagen del espejo. Este centro es, en la anécdota, simbólicamente soberano ya que está ocupado por el rey Felipe IV y su esposa. Pero, sobre todo, lo es por la triple función que ocupa en relación con el cuadro. En él vienen a superponerse con toda exactitud la mirada del modelo en el momento en que se la pinta, la del espectador que contempla la escena y la del pintor en el momento en que compone su cuadro (no el representado, sino el que está delante de nosotros y del cual hablamos). Estas tres funciones “de vista” se confunden en un punto exterior al cuadro: es decir, ideal en relación con lo representado, pero perfectamente real ya que a partir de él se hace posible la representación. En esta realidad misma, no puede ser en modo alguno invisible. Y, sin embargo, esta realidad es proyectada al interior del cuadro, proyectada y difractada en tres figuras que corresponden a las tres funciones de este punto ideal y real: a la izquierda, el pintor con su paleta en la mano (autorretrato del autor del cuadro); a la derecha el visitante que, con un pie en el escalón y dispuesto a entrar en la habitación, toma al revés toda la escena pero ve de frente a la pareja real, el espectáculo mismo; por fin, en el centro, el reflejo del rey y de la reina, engalanados, inmóviles, en la actitud de los modelos pacientes.
Reflejo que muestra ingenuamente, y en la sombra, lo que todo el mundo contempla en el primer plano. Restituye, como por un encantamiento, lo que falta a cada mirada: a la del pintor, el modelo que recopia allá abajo sobre el cuadro su doble representado; a la del rey, su retrato que se realiza sobre el anverso de la tela y que él no puede percibir desde su lugar; a la del espectador, el centro real de la escena, cuyo lugar ha tomado como por fractura. Bien puede ser que esta generosidad del espejo sea ficticia; quizás oculte tanto como manifiesta o más aún. El lugar donde destaca el rey con su esposa es también el del artista y el espectador: en el fondo del espejo podrían aparecer –deberían aparecer– el rostro anónimo del que pasa y el de Velázquez. Porque la función de este reflejo es atraer al interior del cuadro lo que le es íntimamente extraño: la mirada que lo ha ordenado y aquella para la cual se despliega. Pero, por estar presentes en el cuadro, a derecha e izquierda, el artista y el visitante no pueden alojarse en el espejo: así como el rey aparece en el fondo del espejo en la medida misma en que no pertenece al cuadro. En la gran voluta que recorría el perímetro del estudio, desde la mirada del pintor, con la paleta y la mano detenidas, hasta los cuadros terminados, nacía la representación, se cumplía para deshacerse de nuevo en la luz; el ciclo era perfecto. Por el contrario, las líneas que atraviesan la profundidad del cuadro están incompletas; falta a todas ellas una parte de su trayecto. Esta laguna se debe a la ausencia del rey –ausencia que es un artificio del pintor–. Pero este artificio recubre y señala un vacío inmediato: el del pintor y el espectador cuando miran o componen el cuadro. Quizá, en este cuadro, como en toda representación en la que, por así decirlo, se manifieste una esencia, la invisibilidad profunda de lo que se ve sea solidaria de la invisibilidad de quien ve –a pesar de los espejos, de los reflejos, de las imitaciones, de los retratos–. En torno a la escena se han depositado los signos y las formas sucesivas de la representación, pero la doble relación de la representación con su modelo y con su soberano, con su autor como aquel a quien se hace la ofrenda, tal representación se interrumpe necesariamente. Jamás puede estar presente sin residuos, aunque sea en una representación que se dará a sí misma como espectáculo. En la profundidad que atraviesa la tela, forma una concavidad ficticia y la proyecta ante sí misma, no es posible que la felicidad pura de la imagen ofrezca jamás a plena luz al maestro que representa y al soberano al que se representa. Quizás haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de la representación clásica y la definición del espacio que ella abre. En efecto, ella intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes, las miradas a las que se ofrece, los rostros que hace visibles, los gestos que la hacen nacer. Pero allí en esta dispersión que recoge y despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier, un vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta –de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos ojos no es sino semejanza–. Este sujeto mismo –que es el mismo– ha sido elidido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación.