Armonía Sommers, la que vivía en sus libros
Por Marosa Di Giorgio
Miércoles 30 de agosto de 2017
Un perfil exquisito, cruza de dos de las grandes escritoras uruguayas: Marosa Di Giorgio se encarga aquí de la autora de Sólo los elefantes encuentran mandrágora. "Rara vez aparece en público. La oímos decir, ha poco, que cree que un escritor debe guardar su enigma, vivir en los libros, sólo en los libros, para sus lectores". Tomado de Otras vidas (Adriana Hidalgo).
Por Marosa Di Giorgio.
En la vida cotidiana, aparente, y también importante, fue Armonía Etchepare de Henestrosa, educacionista y autora de libros de pedagogía.
En 1950 salta a la notoriedad y al desconcierto público con su relato “La mujer desnuda”. Luego comienzan a aparecer otros cuentos y novelas, que la colocan en un sillón alto y seguro, dentro de nuestras letras y las del mundo.
Muchas veces ha sido estudiada, investigada en países extranjeros, sobre todo, en Francia, en La Sorbona y otras universidades.
En 1996, Ángel Rama, su fervoroso admirador, la ubica en Cien años de raros, con un cuento, “El desvío”, y dice de ella entre otras cosas: sorprende por la audacia de sus temas, el extraño lirismo de su ambiente y la riqueza de la escritura.
Luego, en dos tomos, siempre en Editorial Arca, le publicó Todos los cuentos.
Algunas de sus novelas: De miedo en miedo, La calle del viento norte, Un retrato para Dickens. En Buenos Aires se demoran por razones económicas, editoriales, en la actualidad, en publicarle su larga obra Los elefantes no comen mandrágora. Faltan otros títulos, que, en este instante, escapan a nuestra memoria.
Armonía Somers habita un apartamento del Palacio Salvo, ese lugar clave de Montevideo, y su ambiente hogareño, es barroco y presidido por un grande y blanco ángel. Ella habita, pues, la casa del ángel. Pero, también, es la casa del demonio y la mandrágora, la manzana del bien y del mal; extiéndese hasta tornarse campo de espejos e inauditos tulipanes y alacranes. Rara vez aparece en público. La oímos decir, ha poco, que cree que un escritor debe guardar su enigma, vivir en los libros, sólo en los libros, para sus lectores.
Tiene otra residencia a la orilla del mar, Villa Somers, o Somers-ville, que nos dicen es una gran casa misteriosa, que sólo podría ser la casa de Armonía Somers.
Como preámbulo a “El desvío”, anota: “Se trata de una historia vulgar. Pero yo la narro a toda esta gente que está tirada conmigo sobre la hierba donde se pro- dujo el desvío y nos dejaron abandonados. En realidad, no parecen oír ni desear nada. Yo insisto, sin embargo, porque no puedo concebir que alguien no se levante y grite lo que yo al caer. A pesar de los que me pregun- taron en lugar de responderme. Algo tan brutalmente definitivo como este aterrizaje sin tiempo”.
Se ve un romance, que comenzó en un tiempo más o menos real. Empezaron a mirarse entre los globos de colores que izaba un niño y que ellos ayudaron a izar y así ambos parecían más bellos.
El ferrocarril y el viaje y el amor empiezan a mostrar, enseguida, una condición desconocida. Las palabras siguen siendo fuertes y veraces y parecen estar demostrando lo cotidiano; es distinto todo aquí a la evocación, a la investigación morosa y nostálgica de Felisberto. Sin embargo, la extrañeza toma, a cada instante, más cuerpo, y los pies comienzan a perder contacto con el suelo, y las alas, que, seguramente, se despliegan, van por un aire enrarecido.
Las manzanas hacen de algún modo, el objeto clave, la textura del cuento, en su bíblico significado, pero también podrían ser los frutos de los valles de la muerte, Ávalon, Apple, en las nórdicas mitologías.
Pues, un cuento y canto, mordaz, iluso, de amor y desamor, de gloria y fin, con gusto a manzanas, es “El desvío”.
“Se nos entreveraban ya las cosas a través del vidrio (pájaro con árbol, casa con jardín y gente, cielo con humo y nada). Tuve por breves instantes la impresión de un rapto fuera de lo natural, casi de desprendimiento”.
“Los dejamos a todos boquiabiertos, agarrados al nombre real de las cosas con la cohesión de un banco de ostras. Comer manzanas era para nosotros la significación total del amor, y nos capitalizábamos en su desgaste como si hubiésemos descubierto los trajes del verano.” “No será cuestión de continuar aquí toda la vida. Al pronunciar aquella última palabra sentí algo sospechoso en el plexo solar, pero la seguí repitiendo sordamente –vida, vida– en cierto plan de sospechas sobre la especie de trampa en que pudiera haber caído.”
“No me dejó ni agonizar. Percibí claramente el ruido de cerrojo de la aguja al hacerse el desvío, trasmitido de los rieles a mi corazón como un latido distinto. Y luego, mi caída violenta sobre la maleza.
–¡Eh, dónde está la estación, dónde venden los pasajes de regreso! ¡El número, sí, aquí está en mi memoria, el número de aquella casa demolida! Entonces fue cuando lo oí, a la grupa del convoy que se alejaba de mí.
–¿Qué estación, qué regreso, qué casa...?”
Todos los cuentos, dos volúmenes, editados por Arca, cuando era conducida por Ángel Rama, reúne la producción narrativa de Armonía Somers desde 1953 a 1967, y creemos que la más importante porción de su obra.
Se abre a nuestro conocimiento una planicie insólita y erizada, donde todo crepita, provoca, es cruel, sexual, doloroso y desconocido.
Hay un correrse de velos que dejan a la luz desvíos y torturas, contracciones y abismo insondables del cielo y de la tierra.
El cuento primero del tomo primero se ha hecho célebre. Es “El derrumbamiento”.
El argumento podría ser contado en muy pocas palabras: Un negro mísero, asesino por casualidad, se encuentra con la Virgen, la Inmaculada y se produce una especie de diálogo y sinfonía, un entresueño erótico y doloroso, que se deshace con el fallecimiento del negro y de todos los circunstantes.
El lenguaje es rotundo, diríamos realista, y con él se va haciendo la golpeante historia.
Ya singulariza todo el hecho de que el protagonista masculino sea un negro, un perseguido, frente a la diáfana y segura Niña de los Cielos.
La contraposición y aproximación, a la vez, las dos cosas, corren desde el principio al fin. El negro descubre, esculpe, a la Virgen, con sus alucinadas pupilas y su lenguaje.
Anotamos el poemario que sale de la boca del negro, en porciones, repartido, por todo el tiempo del relato.
Virgencita, rosa blanca del cerco. Mi rosa sola, ayuda al pobre negro que mató a ese bruto blanco, que hizo esa nadita hoy. Mi rosa sola, mi corazón de almendra dulce, rosa clara del huerto. Rosita blanca. Dulce prenda. Virgen blanca. Usté, rosita blanca del cerco. Rosita sola asomada al cerco. Lirito claro.
Yo le inventé un canto dulce, robaré a las cañas todo lo que ellas dicen y lloran. Niña clara. Niña de los pies de cera.
¡Vuélvase al plinto! Vuélvase, rosa dulce, vuélvase al sitio de la rosa clara!
–¿Y cómo he de hacer yo, lirito dulce, para fundir la cera?
Dulce perla sola.
Pies de gardenias. Dos gardenias vivas. Piernas de fina rosa.
Varas de la santa flor. Varas de jacinto tierno.
Muslos suaves, blandos como lagarto bajo un sol de invierno. Narciso de oro, huerto cerrado.
Pero el acontecer es terrible. Él es un misérrimo ser con el alma inocente, en medio de una noche de demonios, huyendo de él mismo, entra en la casa de los desposeídos, donde hay un resto de gasa sucia, “movediza y obsesionante”, se dice que parece encarnar al viento, y a la locura.
Descubre a la Niña del Cielo, que es en el principio una estatuilla dulce, hecha de loza y rositas, y luego, va tomando estatura, movimiento y voz, y hace su descendimiento como una lágrima y como una mujer y hace como una ofrenda de sí misma, a lo más triste y desposeído de la tierra. Sólo que está tejido en forma atroz y perfumada romanza. En lacerante contrapunto.
El negro no llegará a invadir el capullo de oro, porque lo que está viviendo es ya el ensueño de la muerte, del fin.
Antes del aniquilamiento de él y de todo lo que le rodea, la Virgen desaparece:
Porque ella es fina y clara como media luna, apenas si necesita una pequeña abertura para su fuga. Un viento triste y lacio se la llevó en la noche: El episodio de “La inmigrante”, que también podríamos denominar “Violeta de Parma”, destaca un tema hasta ha poco prohibido, por lo menos en los ambientes sudamericanos coloniales. Está ejecutado con gran fineza y halo poético. Hay un ir y venir de cartas de madre a hijo, joven madre, apenas cuarenta años, donde el segundo llega a enterase, a destejer una trama apasionada y nostálgica de la vida de la primera.
El amor del hijo hacia la madre, con el complejo edípico, se traza en la arena, en forma de oval línea que él dibuja en torno de su espléndida y sensitiva progenitora, como diciendo: NADIE PASARÁ.
Adentrado en el pretérito drama de amor de ella por una niña veinteañera perfumada con Violeta de Parma, y luego llamada así, el adolescente se impacta, sube y luego odia y desprecia a quien se atreviera a marginar sentimentalmente a su madre, eligiendo la vulgaridad del casamiento.
Ese es el argumento que, creemos, movió a escándalo al lector montevideano de la década del cincuenta. Ahora, el cine, el teatro, libros, tratados de psicosexología han puesto casi en claro los hilos más íntimos de muchos enigmas.
Pero, como siempre, la anécdota es cosa secundaria. Armonía Somers logra bellas páginas; es un cuento algo más largo de lo común en ella, y el estilo mantiene su elegancia, una gracia algo oblicua, un perfume de... Violeta de Parma.
Por ejemplo:
Quisiera verle una vez más. Pero fuera de esta ciudad, lejos de aquí, en un weekend del otro mundo. ¿Dónde, dónde?
“Veníamos desde un mundo viejo y achatado por añadidura. En cambio de esa sordidez, a ella le hubiera sido sólo preciso un pequeño cesto en la cadera para que aquel cuartucho miserable floreciese como un campo sembrado de tulipanes. La alfombra desgastada como la misma tierra que nos mecía la fue trayendo lentamente. Yo miraba los pies de hueso largo, esos que parecen suelo como si danzaran a cada paso. Pero aquellos pies eran el tallo que sostenía la flor entera.
Una especie de sol anfibio empezó finalmente a colarse por las rendijas. Sin duda había cesado de llover, pero yo oía caer agua, siempre más agua. Entreabrí apenas la puerta que daba al exterior y la vi. Se desplomaba del molino desbordado en una especie de cabellera líquida. Violeta, del color de su nombre, dormía boca arriba entre la realidad de cuarto adentro y mis ojos sonámbulos que la levantaban hasta el molino.