Literatura infantil y juvenil

El mito de los finales felices: pero no comieron perdices

Por María Luján Picabea

"Hay historias para niños que nos lanzan al abismo y nos obligan a crecer", leemos en Todo lo que necesitás saber sobre literatura para la infancia (Paidós), del que aquí publicamos un extracto imprescindible. "Hay historias que no pueden terminar de otra manera y que en su fidelidad a sí mismas dejan la piel de los protagonistas y muchas veces también la de los lectores".

Por María Luján Picabea.

 

Hay grandes tabúes en la literatura para la infancia que pueden resumirse en las palabras “muerte” y “sexo”, y muchos de ellos han sido franqueados por autores que le pusieron el cuerpo a sus palabras, que les pusieron carne, sangre y deseo. Les dieron vida con total conciencia de la muerte. Plenos de fantasía, crearon universos de gozo, pero también de dolor. Hay grandes escritores a los que no se les ha deformado la letra al hablar de violencia, injusticia, terrorismo, guerra y abuso, sin palabras bonitas, más bien con expresiones claras. Cuentos que nos han zambullido la cabeza en una cuba de angustia, decepción y desesperanza, pero que, siempre a tiempo y antes de que nos faltara realmente el aire, han tendido una mano para sacarnos de esa sensación fangosa y ayudarnos a recuperar el aliento.

“El final feliz es uno de los criterios preponderantes en las definiciones tradicionales de la literatura para niños, así como uno de sus principales prejuicios”, resume la investigadora María Nikolajeva, pero admite que en la literatura contemporánea se advierte una creciente desviación de ese obligatorio final a nivel estructural y psicológico. Esto no implica necesariamente un desenlace doloroso, pero sí corrido de esa idea de broche de oro redondo.

Hay pocos libros que entierran la astilla hasta el fondo del dedo, pero los hay. Existen autores que confían tanto en sus lectores y que alzan tan alta la vara que obligan a un salto descomunal, que deja el cuerpo adolorido, como si se hubiera combatido en una batalla.

Probablemente, en todos los casos será tarea del mediador evaluar cada una de las historias y conocer lo suficiente a los niños o niñas a los que van a acercar ese tipo de material. La escritora Márgara Averbach ha contado que nunca pudo perdonarle a su madre que le diera a leer a Álvaro Yunque, porque sus cuentos con finales durísimos le hicieron daño: “Alguien como yo, que ama los animales, no puede leer un cuento donde el chico ama al pato y lo matan y se lo dan a comer. Eso no es para un chico. Hace daño”, resumió. De allí que ella, en tanto autora, no se permita cerrar un libro sin un giro de luz. “Yo no haría un libro para chicos que terminara mal. En el medio todo lo que quieras. Pero que termine mal, no”, sentencia.

Ese “en el medio” resulta clave, porque tanto Averbach como muchos otros grandes del campo de la literatura para la infancia y juvenil han tocado desde varias aristas temas que solían ser tabú. Los contextos desfavorables, las humillaciones, las pérdidas, las luchas internas y los miedos hace tiempo que dejaron de ser temas esquivos a los libros para chicos, y es una suerte que así sea.

En el cuento “Mauricio y su silbido”, que forma parte del libro La torre de cubos, Laura Devetach coloca al lector frente a un escenario de apariencia realista, que da un pequeño giro cuando el protagonista de la historia arroja una piedra al tren y este le devuelve un fuerte silbido. A partir de allí, cada vez que Mauricio quiere hablar, las palabras se le escapan y todo lo que sale de su boca son silbidos. De vuelta a su vida diaria, al chico se le complican las cosas, así que deberá hallar el modo de revertir aquel efecto de castigo que le escupió la locomotora. Lo desesperante del conflicto es que Mauricio no puede pedir ayuda, no tiene cómo. No diríamos la verdad al afirmar que sobreviene un final no feliz, pero tampoco se puede decir que “comieron perdices”, porque lo perfecto del cuento radica justamente en que el lector esperaría que, así como vino, casi mágicamente, ese castigo fuera retirado con un ardid semejante, tal vez por un hada, un deseo o una pócima. Pero no, porque lo que queda claro es que, como le dice el viejo con quien Mauricio comparte un momento: “Cada uno debe resolver sus propios problemas. Hay que empezar por buscar la causa y no lavarse las manos recurriendo a mamá o a los duendes”. Devetach es enfática al afirmar que, si bien la magia y el absurdo despiertan un fuerte interés en la infancia, es preferible no conducir a los chicos a una visión del mundo según la cual las soluciones residen siempre en poderes superiores.

Hay algo en el final de Piedra, papel o tijera, de Inés Garland, que resulta al menos sanador, sin que pueda acallarse con ello el desgarrador grito por memoria, verdad y justicia que atraviesa de punta a cabo la novela. Alma, Carmen y Marito comparten lo mejor de sus vidas, aunque entre la realidad de una y de los otros dos corra todo un río. La historia acompaña a Alma por las pasarelas del Delta del Tigre, donde conocerá la amistad y el amor, pero también se asomará a una verdad que está muy lejos del confort de las aulas de su escuela privada. La joven se enamora y afuera avanzan las botas de la dictadura, sin que ella haya percibido el estruendo que vienen haciendo. Garland compone un personaje con la exacta sensibilidad para conectar con una realidad que no es la propia pero sin la valentía de alzar nuevas banderas que sí tienen los otros dos personajes. Hay un punto de no retorno en el relato en que el lector sabrá que no hay perdices por comer, aunque la autora enciende una luz desde el presente que termina por darle calidez a lo inevitable.

Aunque con un núcleo duro, el final del libro-álbum Bigudí, de Delphine Perret y Sébastien Mourrain, resulta mucho más luminoso. En efecto, la protagonista pierde definitivamente a su compañero y mejor amigo, por lo que cae en una profunda crisis de angustia que la confina a las cuatro paredes de su casa, al encierro y el silencio mediado por el temor de volver a amar y volver a perder; pero un buen día descubre que si bien no hay manera de revertir la pérdida, puede volver a salir al mundo y conectar con esos otros muchos amigos que ambos frecuentaban, que su vida sigue adelante, y que siempre hay otro amanecer.

Mientras aguarda un último amanecer, el soldado Paz (del cuento homónimo de Michael Morpurgo) repasa su vida y la de su hermano, y con ello perfila a buena parte de la sociedad británica de principios de siglo XX. En una trinchera de la Primera Guerra Mundial, el joven se propone no solo asistir al fin de la noche, sino abrazarse a sus recuerdos para mantenerlos vivos. Su infancia, la escuela, la muerte de su padre, la lucha de su madre, el coraje de su hermano del medio y la fragilidad del mayor, la amistad y el amor que siempre compartió con su hermano Charlie. Es en él en quien la novela hace foco para denunciar no solo las opresiones sociales y el abuso de poder, sino, sobre todo, para exaltar valores como la lealtad, la justicia y la entrega. Una novela que no hace concesiones de ningún tipo, cruda hasta el final, pero inmensamente hermosa.

Lo mismo podría decirse de la brevísima trama en la que se teje todo un universo rico en intrigas en el cuento Huellas en la arena, de María Teresa Andruetto, que cristaliza en una imagen la problemática del femicidio. Así, tan solo en unas líneas, la autora presenta una suerte de situación romántica idílica, que de un momento a otro se desmorona. Y para ello se vale solo de una señal, un pequeño detalle que reconfigura toda la escena. Un golpe certero.

 

 

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