"Solo queda escribir"
Viernes 07 de noviembre de 2014
Entrevista a Samanta Schweblin por su primera novela, Distancia de rescate (Random House).
Por Valeria Tentoni. Foto de Alejandra López.
Es una de las mejores jóvenes narradoras en español según la Revista Granta. Nació en Buenos Aires y actualmente reside en Berlín pero, en el medio, habitó ciudades de México, China e Italia, becada por distintas instituciones. En su última visita a Argentina participó del VI Filba Internacional, donde compartió una mesa sobre escrituras viajeras con Edmundo Paz Soldán y Antonio Ortuño, y tuvo la misión de visitar un bingo con Nona Fernández para escribir una bitácora.
Después de publicar los libros de cuentos El núcleo del disturbio y Pájaros en la boca, Samanta Schweblin logró reconocimiento, traducciones, distinciones y un lugar destacado como cuentista en español. Premios como el Casa de las Américas, Juan Rulfo de Francia o el Haroldo Conti dieron mayor visibilidad a una obra de alta precisión en un género que no siempre consigue la atención que merece. “Algunos de mis editores ya contaban a esta altura con que yo sería siempre una cuentista, y lo aceptaron sin ningún pataleo”, explica desde Berlín. Sin forzarlo, dice, finalmente la novela tomó una de sus historias, y no a la inversa. El resultado es Distancia de rescate, una potente obra breve que acaba de editarse.
a
—Distancia de rescate iba a ser un cuento pero se convirtió en novela. ¿Recordás en qué momento advertiste esa metamorfosis? ¿Qué elemento produjo la conversión?
—Cuando encontré esta narración a dos voces, ahí entendí que el relato iba a necesitar otra longitud. Cuando entendí que en este relato lo importante no era solo la historia, sino qué descubrían los propios personajes en la historia. La introspección necesita otros tiempos y hay mucha búsqueda en el narrador y en los personajes.
—¿Cómo diste con ese intercalado de voces? ¿Creés que puede haber venido del cine?
—Supongo que a esta altura nadie puede sacarse de encima las influencias del cine. Pero en este caso siento que este recurso viene casi de las antípodas del cine. Porque son dos narradores. Dos voces. Donde además la palabras tienen mucho peso. Hay dos voces y tres tiempos narrativos, y a veces se narra en esos tres tiempos a la vez, en una misma escena. No digo que sea imposible reproducir esto en el cine, pero creo que es un recurso que tiene que ver más con lo literario que con lo cinematográfico, al menos en mi experiencia de lectora y espectadora.
—La tensión, lo que funciona a su vez por cascabel de la distancia de rescate, ¿por qué lo elegiste como elemento de cohesión?
—Creo que fue un reto personal. Como lectora, necesito tensión desde las primeras líneas. No la tensión de los thrillers y el horror, puede haber tensión en tres páginas de un personaje llevándose un pedazo de tomate a la boca. Tensión en términos de atracción y ansiedad, como cuando uno se asoma a un abismo. Mi gran pregunta o, para ser más sincera, mi gran alarma encendida en el fondo de mi cabeza durante la escritura de todo este relato, era hasta dónde podía mantenerse esa tensión, tanto más cercana a ciertos cuentos que a las novelas, que necesitan sus silencios y sus respiros.
—¿Cómo te interesaste por los temas de Distancia de rescate? ¿De dónde salió esa historia, si de algún lado? Hay lugares en Argentina donde se resiste el uso de agroquímicos, ¿el libro tiene, en algún punto, intención de denuncia?
—Primero tuve la inquietud, como ciudadana argentina. Intenté entender qué estaba pasando exactamente con los agroquímicos y googleé y busqué información en medios alternativos —lamentablemente, los medios oficiales no están siguiendo este tema como se debe. Pero eso fue mucho antes de empezar a pensar Distancia de rescate. Cuando empecé a trabajar en el libro —mis primeras notas son incluso previas a mi viaje a Berlín, finales del 2011, principios del 2012—, las relaciones entre Amanda, Carla y sus hijos ya estaban pensadas. También la transmigración, los espacios en los que se mueven los personajes, hasta una sensación intuitiva de que esta historia tenía que contarse en un racconto, y aún así había cosas que todavía no me cerraban, y abandoné el proyecto un buen tiempo. La idea de centrar el accidente que nuclea toda la acción del libro alrededor de los agrotóxicos surgió mucho después. Por supuesto, hubo que reescribir todo desde la primera línea. Pero me emocionaba meterme con un tema tan actual —no es algo muy común en mis textos—, y me parecía que los agrotóxicos tenían además una urgencia ambientalista, de salud, económica, y hasta ética, y era un tema que además todavía no se había abordado nunca desde lo literario. Me documenté con un científico argentino que está muy al tanto de esta problemática, y él fue el primero en leer el manuscrito final. Así que sí: todo lo horroroso y monstruoso que se cita en el libro no es ningún recurso fantástico, sucede ahora mismo, en nuestros soñados campos argentinos.
—¿Qué te permite el cuento, qué la novela? ¿Qué te impide el cuento, qué la novela?
—Me cuesta pensarlo en términos de cuento y novela. Creo que cada historia pide una extensión, un mundo particular, un género, y lo que hay que respetar y exprimir son los límites y las posibilidades de cada una de esas historias. Cuando uno escribe una historia aprende a escribir esa historia en particular, más allá de su extensión, y muy poco de eso que se aprendió sirve para la historia siguiente.
—El cuento parecería ser más difícil en cuanto a su publicación, da la impresión de estar en deuda con respecto a la novela en el mercado editorial. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, es más difícil, es verdad. Los cuentos se leen menos, están más asociados a un período de aprendizaje de un escritor que a su producción definitiva, y hasta económicamente no reditúan lo mismo que una novela (tanto en sus contratos con las editoriales, como en los premios —un gran premio de cuentos oscila los 3000 euros, un gran premio de novela entre los 30.000 y 170.000 euros). Pero tampoco es para andar llorando por ahí. Una vez que uno logra cierta visibilidad, ser cuentista puede tener sus ventajas. Los novelistas, por ejemplo, no suelen lucirse en esas grandes paletas de colores que circulan en las ferias internacionales y en el extranjero, llamadas "antologías", y que son el índice de lectura de muchos agentes y traductores. Es raro que un periodista no llegue a leer tu libro, porque son siempre muy cortitos, así que mejor pasar el papelón con el novelista que escribió 800 páginas. Donde sea que haya un congreso de cuentistas, te invitan. Sí, ya sé, seguís pensando en los 170.000 euros de unas líneas más arriba, pero bueno, sarna con gusto no pica (a veces duele, pero nunca pica).
—Decís que escribís intentando lograr las cosas que deseás como lectora en libros de otros, ¿qué libros produjeron en vos lo que quisiste producir en éste?
—Bueno, supongo que una suma de varios. Hay en Muy lejos de casa, de Paul Bowles, una soledad y un perderse en un mundo extranjero, que podría tener algo de esto. Pero es un libro que no tiene absolutamente nada que ver con Distancia... Luego, algunos cuentos terroríficos de campo que pude haber leído por ahí. Incluso malos cuentos, pero que en sus primeras páginas generan una adicción y un miedo muy atractivos.
—¿Qué necesitás para escribir?
—Necesito estar sola o, en el peor de los casos, rodeada de desconocidos. Y necesito mucho tiempo por delante. Puedo tomar notas de pie en un colectivo, en colas y en todo tipo de eventos, pero tomar notas no es escribir. Para meterme con una historia por completo necesito al menos dos o tres horas por delante.
—¿Cómo es escribir y leer en castellano en un lugar en el que se habla otra lengua?
—Divino. Si te vas a escribir a un café y hay tres personas gritando en la mesa de al lado lo único que escuchás es ruido. Ruido, ruido, ruido, blabla, ruido. Nada significa nada. Y a la vez es súper disparador, porque las palabras podrían también significar múltiples cosas. Ahora empiezo a tener algunas conversaciones en alemán, pero igual es una lengua tan extraña que es muy fácil desconectar. Además, hablando de la comunidad hispanohablante, que es enorme, es una ciudad que desborda músicos y artistas pero prácticamente no tiene escritores. Así que no solo estoy fuera del lenguaje, sino de sus emisores. Es el verdadero paraíso del escritor, porque es trabajar en un mundo que no parece existir para nadie. Eso da mucha intimidad, y también mucha necesidad de construir lenguaje constantemente.
—En una entrevista en Revista Traviesa contás que dejaste de hablar a los doce y eso peligró tu entrada al secundario. ¿Por qué creés que dejaste de hablar? Irte a vivir a otros países, ¿es tu modo de dejar de hablar, de adulta? ¿Escribir es un modo de dejar de hablar, un modo de callarse la boca? Pienso también en el título Pájaros en la boca: es curiosa esa figura, ¿no? Los pájaros, los cantarines más celebrados de la tierra, obstruyendo la boca, justamente, la voz.
—No lo había pensado nunca, pero sí, quizá irme lejos de Buenos Aires es también una manera de dejar de hablar, y creo que me acabás de ahorrar varios años de psicoanalista. Porque esa fue justamente la razón por la que empecé a escribir de chica, porque solo me interesaba mi mundo escrito, y escribir, a su vez, perdonaba ante los demás de mi comportamiento antisocial. Si en el colegio alguien me veía sin hacer nada me empujaban al recreo. Pero si yo estaba leyendo, o escribiendo, me dejaban trabajar tranquila, y esos quince minutos de recreo que me pasaba en el aula, lejos de las aterradoras relaciones sociales que me esperaban en el recreo fueron un gran escape para mí. Abrir un libro era como ponerse una capa mágica que me hacía invisible. Nadie me molestaba.
—¿Cuáles fueron los primeros libros que atesoraste? ¿Mudaste toda tu biblioteca?
—Mis primeras reliquias fueron los libros de saldo de Corrientes. Así que eran clásicos. Kafka, Dostoievski, Sthendal. Nada de eso vino para Berlín. Me mudé con diez o doce libros, no más. Que eran los libros que estaba estudiando en ese momento, es decir, no leyendo, sino subrayando una y otra vez, alucinada. Me acuerdo de algunos, como Matadero cinco, de Kurt Vonnegut, los cuentos completos de Cheever, Así empieza nuestra historia, de Tobbias Wolf, Muy lejos de casa, de Paul Bowles, y así. Lo más gracioso es que ni los toqué. Ahí quedaron desde el día que llegué a Berlín. Quizá viajar también implica abandonar ciertas lectura y buscar nuevas. Ahora tengo muchos libros nuevos en Berlín, pero mi gran biblioteca sigue en Buenos Aires. La extraño muchísimo, pero va a tener que esperarme ahí.
—¿Qué efecto, si alguno, tiene en vos la distancia en cuanto a la sensación de pertenencia a la literatura argentina contemporánea?
—Estar en otro país es también no estar en el tuyo. Así que sí, por supuesto que me pierdo de un montón de cosas. Amigos literarios, ciclos de lectura, charlas, presentaciones, lectores, libros. Pero creo que, al menos por un período corto, estar aislada puede ser una buena experiencia. Son faltas a las que les saco provecho, porque entonces solo queda escribir. Y hay algunas ventajas. Por ejemplo, me convertí en Berlín en una especie de embajadora literaria. Establezco con algunos escritores que pasan por la ciudad una relación más cercana, incluso con los que no frecuentaba en Buenos Aires. También a media hora en bici tengo la biblioteca iberoamericana más grande de Europa. Por veinte euros al año, consigo desde los libros de editoriales cartoneras de toda Latinoamérica hasta las novedades de Eterna Cadencia de principios de este año. Es la primera vez en mi vida que leo tanta literatura contemporánea Argentina y Latinoamericana.
*
Notas relacionadas
- Qué leen los que escriben
- Bingueras, texto producido en el marco del VI Filba Internacional
- Escrituras viajeras, por Cecilia Boullosa