"Siempre trabajé como una persona invisible"
Viernes 16 de octubre de 2015
Entre los relatos de Los Lemmings y la novela Titanes del coco, Fabián Casas se tomó un paréntesis de diez años.
Por Valeria Tentoni.
Foto: Florencia Parodi.
Como la fiesta en la que todos se descalzan para fumar en la terraza, escena que aparece y aparece en la novela, Titanes del coco rebota dentro de la cabeza de Fabián Casas desde hace por lo menos veinte años. Es, entre muchas otras cosas, la historia de un periodista joven que es llamado a producir, en secreto, el número cero de un suplemento en el diario en que trabaja.
Primero apareció el título en una nota marginal de su diario (que será publicado pronto). Después como una novela que le contó a Marina Mariasch. Entonces le decía: “La estoy escribiendo al tun tun, se me escapa un poco”, y explicaba que toda la primera parte estaba narrada desde la voz de un nene hidrocefálico que conoció en un viaje, sin signos de interrogación ni de pregunta ni ningún tipo de énfasis. Con ese personaje, después, hizo un relato, el primero de la serie que compondría el cuerpo del total que ahora editó Emecé. Pero no lo incluyó al momento de hacer este compendio, no lo tuvo presente. Titanes del coco fue también una historieta escrita en coatutoría con Mariano del Águila en un hotel de Mar del Plata al terminar una temporada de verano para el diario Clarín, y por eso le dedicó el resultado. Se podría escribir un ensayo sobre los autores que testean varias veces una idea hasta que la plasman y a los que se les puede seguir el proceso creativo a través de esos mojones.
En Titanes del Coco regresan a la carga los personajes de su primera novela, Ocio; Andrés y su amigo Roli. “Es curioso cómo el tiempo no tiene a veces la forma lineal que uno se imagina”, leemos. Contra la linealidad, como amenaza para la narración, Casas dice que intentó en esta novela una estructura de constelación. También dirá aquí, como ya ha dicho antes, que él no tiene imaginación. Y que por eso las cosas vuelven. Podría asociarse la destreza específica del autor de Tuca con la de tipos como el canadiense Emile Carey, consiguiendo figuras y movimientos y combinaciones, asegurando con maneras muy naturales –como si no le costara nada, misma impresión que causan los buenos malabaristas– la supervivencia aérea de cierto número de pelotitas. Esferas cuya redondez se ha erosionado en algún lugar del río de su cerebro durante años y años, hasta que las pone en danza.
—Lo último en ficción había sido Los Lemmings, en 2005, ¿no?
—Sí, hace 10 años que no publicaba pero hace 8 que vengo escribiendo estos relatos, más o menos. Ahora se van a publicar unos diarios que escribí en los 90, que estaban perdidos, y me pidieron que los corrigiera porque los originales están en mi letra de médico, entonces tuve que chequear. Y ahí, en un apunte, yo había puesto “Titanes del coco”. No me acordaba de eso. Nunca me acuerdo de nada, o me acuerdo de cosas que nunca pasaron o que van a pasar. Sobre todo teniendo nenes chiquitos, corriendo de un lado para otro.
—En la entrevista que te hizo Marina Mariasch le contás que estás escribiendo Titanes del coco, pero es otra historia, la de un nenito con hidrocefalia.
—Bueno, ese nenito aparece en la novela, solamente citado, muy vagamente, al final. Es el primer relato de Titanes del coco que se publicó, en Página/12, y quedó afuera de la novela. Está publicado también en un volumen de relatos de Eloísa Cartonera.
—Una cosa medio El ruido y la furia parece lo que le contás ahí…
—Sí, no se entendía nada ese comienzo, porque está narrado desde la visión del nenito ese. Es un nenito que conocí cuando viajé en el '86, a Jujuy. Paré en una casa y una de las chicas que estaba ahí tenía un hijo que era macrocefálico, parecía el Principito. Era como un sabio, como si fuera más viejo. Se movía lentamente y la gente lo cuidaba mucho y eso me impactó. Entonces lo guardé siempre en la mente. A El ruido y la furia la leí como doscientas mil veces, no la entiendo y vuelvo, vuelvo. Y, como todas las cosas que no entiendo, me gusta mucho. Toda la primera parte con Benjy, es como tratar de entender el mundo a través de la cabeza de Messi, ¿no? Messi tiene algo de Benjy.
—¿Sí?
—Y sí, pensalo. No hay muchas certezas sobre qué piensa Messi. Faulkner tuvo la idea de decidirse a narrar a partir de ese personaje, el tipo trabajaba todo el tiempo buscando enrarecer el lenguaje, en contra de lo estereotipado, del lugar común.
—En contra de la comodidad, que es algo que también te interesa.
—Sí, siempre. En contra del comfort. El comfort te debilita. La comodidad, para mí, es mala para un escritor.
—Cuando decís eso, ¿qué es lo que identificás como tu comodidad?
—Y, seguir escribiendo lo que de alguna manera me dio algún resultado.
—¿Qué dirías que es? ¿Los ensayos, la poesía?
—Cuando empecé a escribir poesía todos me decían qué bueno, escribís poesía, y yo decía no, yo voy a escribir relatos. Quiero escribir relatos porque no me salen. Y se los mostraba a Zelarayán, a Fogwill. Y después quería escribir ensayos. Se los mostraba a amigos, y empecé a publicarlos. Después escribí un guión, también; no sabía cómo se escribía un guión, no sé cómo se escribe un guión, la verdad es que todavía no lo sé. Lo escribí con Lisandro [Alonso]. Escribo obras de teatro, tengo como tres o cuatro, lo que pasa es que se las mostré a Romina Paula y me dijo que eran malísimas. Pero bueno, algún día las voy a publicar, tengo que trabajar eso. Me gusta porque no lo hago, no lo sé hacer.
—¿Y sobre qué tratan las obras?
—Una se llama "Frampton llega vivo", es sobre un disco de Peter Frampton, que me gusta mucho. Son dos mujeres que están en una casa y aparentemente el hijo de una murió en un accidente y van a buscar otra casa para comprar. Eso es, básicamente. Y hablan de Peter Frampton. Después tenía otra que era sobre una especie de discípulo de Heidegger, que le decían el fan de Carpio, uno que estaba en la facultad de filosofía, un maestro. Y tengo otra más que se llama “La felicidad”, que esa la terminé pero ni siquiera se la mostré a Romina.
—¿Con qué armaste Titanes del coco?
—La novela por un lado está construida con mis lecturas del esoterismo. De Gurdjieff, una persona muy oscura; es como trabajar un material radioactivo, si podés trabajar sin que explote y tomar cosas, sirve como material. También las lecturas de Castaneda, que cuando muere se suicidan todos sus discípulos porque pensaban que él iba a pasar a otro estado, como un alquimista. Pero murió de cáncer. Y el libro también tiene que ver con mi paso por el secundario; los preceptores tienen todos nombres de verdad, existen de verdad —no ficcionalizados como están. Es como una botella que vos mandás a un montón de gente para que sepa que la recordás. También están mis compañeros de Clarín, de los diarios.
—El otro día publicaste una nota muy bonita sobre Edwards, en la que está la misma escena que en la novela, la de su cumpleaños y el vecino ahorcado que rescataron.
—¡Eso pasó de verdad! Yo no tengo imaginación, no trabajo con imaginación, trabajo con lo que hay. Y si vos me contás alguna historia de algún familiar o algo yo la registro y después por ahí se la pongo a algún personaje. La estrategia del bañero, que es todo el comienzo del relato, es algo que me contó Ariel Minimal y me quedó en la cabeza. Y después la usé.
—Hay un universo de tu infancia y adolescencia con personajes que vuelven, tu papá, un primo…
—Mi primo, sí, fue montonero. Mi padrino está en los ensayos también.
—¿Cómo reciben ellos y cómo te llevás con esa recepción de lo que leen? ¿Alguna vez se lo tomaron mal?
—Hice un relato que se llama "La mortificación ordinaria", que está en Los Lemmings, yo utilicé mucho la vida real de mi primo, y a él le afectó. Pero después es como algo que hace alguien de tu familia, en la familia siempre hay alguien que hace algo que no te cierra del todo pero igual lo querés y seguís. Tengo una relación muy fuerte con mi primo. Fue mi instructor, era un líder de la JP y cuando yo era muy chiquito me llevaba a las asambleas, a las universidades tomadas. Me traía comics, cosas que estaban prohibidas. Vivía en la pieza de adelante. Se podría hacer un ensayo sobre las piezas de adelante de los hermanos mayores, primos… Yo entraba a esa pieza, en mi casa, era algo... Me volvía loco. Tenía un cajón abajo de la cama, no me olvido nunca, que sacaba de ahí y había revistas de Batman, de Superman, del Corto Maltés, libros de Nietzsche. El Anticristo lo leí a los 12, mi mamá después se enojó con él. Era una persona que también generaba mucho conflicto para mi familia, estuvo en Ezeiza y entonces estuvimos con la luz prendida toda la noche esperando noticias de él. A partir de ahí, cuando un ser querido mío no vuelve, yo no puedo dormir porque tengo el recuerdo del insomnio de Ezeiza, de pensar que le había pasado algo. Escribí bastante sobre él, también en un ensayito sobre Los Beatles. No tengo imaginación, a veces una misma anécdota es un relato, es un ensayo, es un poema, porque no tengo la suerte de poder crear mundos. Admiro mucho a la gente que tiene eso.
—Henry Miller, que lo mencionás varias veces, dijo que la imaginación es la voz del atrevimiento.
—Qué lindo eso, Miller siempre tenía cosas muy vitales.
—Qué exacto ese adjetivo para Miller, "vital".
—Miller siempre trabajaba de modo muy vital, y aparte porque él se construyó solo también. Una vez estaba con la familia de mi mujer, que son todos descendientes de aristócratas, y yo les decía que yo solamente puedo ascender. Pienso ahora, que pienso en Miller: yo no tengo esa posibilidad, es decir, no puedo descender, porque ya descendimos completamente. Mi única posibilidad es ascender, no tengo ninguna heráldica. Todo lo que tengo me lo creé. Por supuesto que mi papá y mi mamá me hicieron una persona con una infancia muy feliz, muy humilde y muy feliz, y me dieron un montón de cosas, pero después todo lo demás lo tuve que crear yo. Miller, en ese sentido, tiene algo de esa gente —no necesariamente escritores, hay un montón de gente así— que piensa de la misma manera, que no descienden de nadie. Que tienen que ascender.
—Tavares el otro día me decía que se levantaba y aplicaba Séneca, se repetía: hoy me puedo morir, bueno, qué voy a hacer hoy que me puedo morir. De ese modo, todo es bonus track.
—Claro, como los samurais. Mirá, José Luis Mangieri, que fue mi papá, mi maestro, como mi pastor, me decía una vez de Gelman: Juan dijo que encontró el país para morir. Que era México. Y me dijo: uno no va a un país a morir, uno va a un país a vivir. Ese, me parece, es el lugar donde te tenés que poner. Un lugar productivo. Para vivir. Para hacer cosas. Eso no quiere decir que yo esté siempre en ese lugar, al contrario, soy un esclavo, pero bueno.
—Es un término que usas mucho ese, el de lo productivo. Más bien, hablás de la improductividad. Hablando de Miller, quizás el sentido que le das a lo productivo sea el de vitalidad, ¿no?
—Sí, está asociado a eso.
—No en términos de producción de obra.
—No eso no me interesa para nada, no. Imaginate que entre libro y libro de poemas pasaban siete años, así que no estoy nunca preocupado por ocupar un lugar. Voy, saco los libros cuando sea. Muchas personas viven solamente en librerías, yo vivo mi vida. Tengo una vida privada, tengo mis hijos, mi familia, tengo un montón de amigos, para mí mis amigos son todo. Y siempre pienso la vida en función de servicio. Me doy cuenta de que cuando estás en servicio a los demás estás mejor. Soy muy reactivo a las personas que, de alguna manera, están todo el tiempo pendientes de instalar su reputación, y aparte de estar agrediendo constantemente a las otras personas en vez de estar haciendo algo más productivo. Si en el mundo está Tinelli, por ejemplo, en nuestra cultura está Tinelli, ¿qué puede hacer otro libro? Pero hay muchas personas que están así, que están todo el tiempo así, muy llorones, siempre atentos a contarle las costillas a gente que no son tus enemigos en verdad. Me parece que el enemigo es muy despiadado y es el capitalismo, gente que piensa solamente para ellos mismos, los que están, por lo general, en el poder, que buscan debilitarte para hacer lo que quieran con vos. Cuando sale un libro nuevo, si me gusta, me encanta. Pero te das cuenta que a veces hay muchas personas que disfrutan que no les guste un libro. Es raro. Eso me parece muy improductivo, ¿ves? Para decirte algo muy concreto. Hay dos cosas que repito mucho, me doy cuenta: lo improductivo y la impermanencia. La impermanencia para mí también es un tema. Si vos no aceptás la impermanencia estás liquidado, vas en contra de los molinos de viento. La vida es pura impermanencia. Son dos cosas centrales y cuando las identificás sabés que tenés que negociar con ellas. Hay un poema de Ezra Pound, hermoso, en el que le dice a Whitman: hagamos un pacto, ya te detesté demasiado. Ese ejemplo de Pound, sería bueno que los escritores hagan eso con otros escritores. Los escritores, los políticos, todas las personas.
—¿Extrañás el karate?
—No hago desde el 29 de noviembre del año pasado, hasta me acuerdo cuándo dejé de hacer, porque nació Julián y soy un padre activo, me levanto cada tres horas, eso te hace no estar bien dormido. Nos mudamos, dejé el trabajo que tuve durante 15 años, empecé a dar clases. Fue un año de muchos cambios. No pude volver a karate y lo resiento en mi ánimo, todo el tiempo pienso en karate. En marzo me parece que ya vuelvo. Igual, también uno tiene que tener capacidad de frustración, si no tenés capacidad de frustración, parece paradójico, pero te convertís en un frustrado.
—¿Cuando no hacés karate podés escribir?
—Sí, de hecho con Titanes del coco aceleré el año pasado. Me empezó la musiquita en el oído. Es un momento que o no lo tenés o lo tenés. Empezaron a aparecer historias, historias, estrategias del relato. La novela me hablaba más a mí que yo a ella. Tengo editores muy buenos que aceptaron que, en principio, no se entendía nada.
—La novela tiene una estructura de espiral, hay escenas que se revisitan.
—Sí, la fui trabajando relato por relato, no están ordenadas cronológicamente. A lo largo de los años fui cambiando cosas, viendo que los relatos tuvieran capacidad de flotación…
—¿Qué es eso?
—Que se sostuvieran. Quería que se construyera una constelación, no una narración lineal. Una constelación donde vos veas un oso, yo veo un unicornio, otros ven otra cosa y otro no ven nada. Y está bien todo. Se formó con esa idea, y aparte yo no sé muy bien qué es lo que pasa en la novela. Yo solamente escribía. Me parece buenísimo que alguien pueda entrar y poner su propia experiencia en el relato. El escritor que de alguna manera no te permite poner tu propia experiencia como lector, hace publicidad.
—Hablás de la linealidad como fracaso.
—Sí, el fracaso de la narración. Claro, son esas líneas que surgieron por la voz extraña que me hablaba, yo las copié y en ese momento sentí que eso armaba toda la novela. Que me tenía que jugar por eso. La lectura que hicieron de la novela en Emecé fue una lectura negativa. Dijeron no, esta novela va para atrás. A pesar de eso la publicaron, o sea que es un gesto de confianza, de mucho cariño. La lectura negativa era buenísima, yo la leí: no era una lectura negativa desde el resentimiento, era una lectura genial. Compartí muchas de las cosas que decía, lo que pasa es que lo que veía como algo negativo yo lo veía como una virtud, nada más.
—¿No te dieron ganas de corregirla?
—No, no, porque me pareció que la novela era así. Y, si no, tenía que ser otra cosa. O la dejaba y la publicaba en otro momento. Yo vengo de escribir poesía, libros de 15 poemas, 20, 30, separados por años, nadie me dio bola nunca. O sea que no me importa nada a mí.
—¡No es cierto que nadie te dio bola nunca! Tengo la primera edición de El salmón, las contratapas son muy elogiosas*. Preservaste tu libertad, estoy de acuerdo, escribiste siempre lo que se te cantó, pero se te reconoció pronto, no tardaron en ver el valor en lo que hacías.
—Sí, esa es la gente por ahí que te va sosteniendo. Pero, independientemente de eso, yo siempre trabajé como una persona invisible. Me daba cuenta de que, salvo casos muy puntuales de gente que estaba cerca mío que leía poesía, no había ningún... Ahora me para gente por la calle, pero en ese momento no pasaba nada de todo eso. Y eso me permitió trabajar con la boca cerrada un montón de tiempo. Fue una bendición. Por eso me llama mucho la atención cuando autores jóvenes quieren ser reconocidos inmediatamente, porque es muy improductivo para escribir.
—García Márquez decía que él pudo hacer periodismo mientras nadie lo conocía, después no podía, iba a un lugar y lo frenaban.
—Sí, ojo, a mí no me pasa lo de García Márquez. A mí no me conoce nadie igual ahora. Lo que me parece que sí debilita mucho la escritura es esta cosa de estar todo el tiempo sabiéndote observado. Eso hace que termines escribiendo para la tribuna. Muchas veces identifico libros nuevos con eso y me da pena, me parece que hay autores que son buenísimos y que tendrían un potencial increíble pero que se debilitan porque están todo el tiempo hablándole a la gente de lo inteligentes que son, y escriben como si fueran bandas tributo de Houellebecq, de Franzen, de lo que sea, y creo que esos autores, si trabajaran en contra de todo eso y buscaran un lugar más intenso y más oscuro, un corazón salvaje —que seguramente tienen, porque escriben muy bien— y no se empobrecieran, harían algo muy bueno. Hay autores que no, eh. Luciano Lamberti me parece un crack total. Me gusta mucho también Selva Almada, me gustan Samantha Schweblin, Francisco Bittar. Todavía no apareció el cantor de las nuevas tecnologías, el cantor de verdad. Eso es lo que estoy esperando. Lo sigue cantando Philip K. Dick todavía. Es difícil, igual, la inmediatez es complicada, cómo dar cuenta de ella.
—Te tengo que hacer dos preguntas más sobre la novela. Una es sobre la continuidad con Ocio, porque están Roli y Andrés.
—Son los personajes que manejo yo. Ahora estoy escribiendo una novela, El parche caliente se llama, la del guión de la película de Lisandro. Y en esa novela no aparece ninguno de estos porque sucede en una especie de pasado futuro medio distópico donde están todos peleando una frontera, no se sabe bien dónde es. A veces partís de una imagen, yo nunca pensé que un personaje mío iba a terminar en Marte. Pero tampoco fue una idea mía, una vez leí en un diario que en el futuro se pensaba que se iba a poder viajar a Marte y que un argentino estaba anotado. Justo venia leyendo Viaje a las estrellas de Lem que me gusta mucho...
—Está Bradbury citado.
—El libro también está armado un poco como Crónicas marcianas. Pero en Argentina.
—Luego quería preguntarte por el periodismo.
—Fue mi trabajo durante muchos años, soy re agradecido al periodismo porque me gané la vida con eso. Ahora es un momento muy aciago porque la confrontación entre el gobierno y Clarín, entre el gobierno y el periodista, entre los diarios monopólicos, lo que hace todo esto es que siempre pierdan los periodistas que están en el medio de esa lucha. Pero aun en medios conservadores hay periodistas que logran traficar información, que le hacen trampas a la Matrix y producen poesía. Yo trabajé primero en Clarín, y después me pasaron al deportivo Olé, cuando no había salido todavía, que estuve en el armado. Ahí conocí a muchos amigos muy queridos, después me fui a TyC, después hice la revista El Federal, llegué a ser director, hasta el año pasado que la revista desgraciadamente cerró. Y yo dejé de trabajar de periodista. Tengo columnas en Perfil o en diferentes lugares pero como periodista, por ahora, no trabajo más.
—¿Y lo extrañás?
—Me encantaría, de trabajar en periodismo, hacer un medio que me guste completamente.
—¿Qué te gustaría completamente?
—Me gustaría hacer una revista cultural, pero que no sea cultural como se la entiende sino que sea como una especie de revista que no se podría terminar de definir donde se condensen un montón de cosas que son argentinas, no sucedáneas de lo que pasa afuera. Que nosotros demos cuenta de la discusión latinoamericana. Conozco un montón de escritores y periodistas que podrían trabajar en esa revista. Me encantaría hacerlo. Armar eso y que esa revista tenga incertidumbre, vértigo, eso me gustaría. Es difícil.
—¿En papel?
—A mí me gusta el papel. Yo quiero ir a buscar la revista o que me la traigan. No quita que no podría estar en Internet también. Me gustaría hacer algo como en su momento fue El Porteño. Hacer algo ahora, acá, que no esté siempre replicando cosas que se hicieron en otros lados, no estar pendientes de agendas de multinacionales. Poner una agenda del espíritu, cuestionar al poder. De esa manera me gustaría volver a hacer periodismo. Y de manera colectiva, siempre para mí los logros colectivos fueron mejores que los logros individuales. Para mí la literatura, inclusive, también es colectiva.
—¿Fue tu primer trabajo, el periodismo?
—Yo hasta los 30 años no trabajé de nada. Tenía un puesto ocasionalmente en el Parque Centenario donde vendía artesanías, después trabajé en cosas que me conseguía mi papá. Viajé, hice de todo. Cuando llegué a los 30 dije bueno, tengo que trabajar de algo. Lo fui a ver a Jorge Aulicino, poeta que yo admiraba mucho y era amigo mío, y él me hizo entrar a Clarín. Y ahí empecé a trabajar sin parar, muchísimo. La literatura y el periodismo que me gustan son los que están puestos en estado de incertidumbre, de pregunta y no de respuesta.
—Y lo del tripping, ese deporte de riesgo que practican los personajes, ¿de dónde salió?
—Yo desde chiquito trepo a los techos. Inclusive cuando viajo. En Berlin hay toda una tradición. Mientras iba escribiendo les comentaba a amigos que eso me resultaba lo mas inverosímil del relato, pero ellos me hablaban del Parkour. En mi barrio inspeccionábamos manzanas y veíamos dónde trepar. Era por el puro placer de estar haciendo algo inquietante. Me parece que la vida necesita de eso.
—Para cerrar: si esta es una constelación, ¿alrededor de qué dirías que orbita? ¿Cuál sería el sol de esta constelación?
—No sé. No lo pensé nunca. Una vez vi un graffiti cuando estaba viajando que lo tengo en una de las libretas, nunca lo usé, pero me parece que, de alguna manera, tiene que ver con el libro. Decía: “Y me contaron que el hombre murió de frío en el corazón del sol”. Solamente eso. Yo anotaba esos graffitis así. Es un poco el viaje del personaje del Sereno, la idea de que hay individualidades que tienen que abandonar e irse. También creo que el título del libro habla de cómo todo el tiempo tenés que trabajar contra la cabeza, porque en la cabeza te deforma. Es en la cabeza donde opera el poder para quitarte potencia, y eso es lo que te debilita. Para poder vencerlo tenés que ser un titán del coco.
***a
*Mangieri en la contratapa, 1996: “El salmón es un libro rotundo, una presencia que no podremos saltear en un futuro ahí nomás. No es una predicción. Es una certeza. Ya verán.”