Pequeños mundos completos
Miércoles 29 de julio de 2015
Entrevista a Ana María Shua con la excusa de la publicación de Temporada de fantasmas (Páginas de espuma) en Argentina.
Por Valeria Tentoni.
Este año se distribuyó en Argentina Temporada de fantasmas, libro de microrrelatos de Ana María Shua publicado en 2004 por Páginas de espuma en España. Allí hay algunas piezas del anterior y agotado Botánica del caos, y nuevos elementos que completan un volumen de historias que evidencian no solo la ya probada maestría en el género de esta escritora nacida en Buenos Aires en 1951, sino también su ojo clínico para identificar y extractar del universo (de una realidad que incluye los sueños, los mitos y la imaginación) lo extraño y lo perturbador. Shua lo deja allí, simplemente, como quien deja una perla sobre una tabla de picar.
Ha publicado más de 140 libros; cuentos, poesía, novelas, literatura infantil. Ha sido reconocida con premios y distinciones nacionales y extranjeras, con traducciones a varios idiomas y con algo que difícilmente se le perdona, en Argentina, a un escritor: muchos lectores. No es extraño encontrar en las bibliotecas de cualquier casa un ejemplar de Los amores de Laurita, por ejemplo (que también tuvo su versión cinematográfica en 1986). Sin embargo, no ha perdido la capacidad de mantenerse en estado de aprendizaje (prueba de ello la actitud que tomó con la respuesta del editor al libro que nos trae a la entrevista), ni hay en sus respuestas esa cadencia repelente de los escritores que se dan importancia sagrada.
Con la excusa de la novedad editorial conversamos ocupando su horario de trabajo, a media mañana, en un café de Barrio Norte.
—Comenzaste escribiendo cuentos en revistas de mujeres, ¿no?
—Yo quería trabajar de periodista, pero en esa época había muy poquitas mujeres periodistas. Toda la gente con la que iba a hablar me mandaba para el lado de las revistas femeninas, las mujeres periodistas estaban ahí. Estaba Renée Salas en Gente y había alguna otra, pero en los diarios, por ejemplo, no trabajaban mujeres*. Entonces sí, recalé en Nocturno, donde me pidieron en efecto esos cuentitos, cuentos románticos de revista femenina que a mí me sirvieron mucho para destrabar la escritura y pensar cómo se escribe un cuento. Hasta ese momento no podía hacerlo porque mi exigencia artística era tan alta que escribía un párrafo y ya no podía seguir. Pero cuando me pidieron cuentos ellos me dije: bueno, quizás no me sale un cuento como de Poe o Chéjov, pero un cuento de revista femenina me va a salir.
—¿Y qué marcas te hacían los editores?
—Bueno, no me lo tenían que decir porque yo era lectora de cuentos de revista femenina, estaba muy claro todo lo que no se podía: la infidelidad femenina no existía, el aborto no existía. Los maridos sí podían ser infieles y también podía haber una otra, podía estar la otra buena o la otra mala. Escribí un cuento de acuerdo a esas características, pero al final la protagonista se suicidaba y el suicidio también estaba prohibido. Entonces la reviví, a la protagonista; le hice un lavaje de estómago y la saqué para adelante y el cuento se publicó. A mí me sirvió para escribir un cuento del cuento: se llama "Historia de un cuento", está en el primero pero también en Que tengas una vida interesante, con lo que yo rescato como mis cuentos completos. Nocturno era una revista de fotonovelas y al costado salían unos cuentitos, relativamente largos, cuatro o cinco páginas.
—Imaginaba cosas más cortas ahí.
—No, no, eran cuentos cuentos. En esa época la ficción tenía un lugar que hoy no tiene en todas las publicaciones. Para tí y Vosotras publicaban cuatro cuentos y dos novelas por entregas en cada número. Hoy la ficción retrocedió en el interés de los lectores —la ficción escrita, la gente sigue interesada en la ficción pero prefiere la ficción audiovisual. Las revistas hoy directamente no publican cuentos ni novelas por entregas ni nada que se le parezca. Ahí me publicaron entonces esos cuatro cuentitos, después cambió la directora y la que vino ya no estaba tan interesada. Tenía un ropero lleno de cuentos, me acuerdo que me lo mostró. Entonces yo seguía buscando tabajo.
—¿Como profesora nunca quisiste trabajar?
—No, nunca quise. No me había recibido tampoco, tenía 20 años, 19. Estaba estudiando Letras y sabía que no iba a vivir ni de la carrera ni de lo que yo escribiera. Eso lo tenía muy claro. Entonces encontré un avisito en La Nación que decía: “Se busca estudiante universitario con imaginación y buena redacción” o “con inquietudes”, algo así. Esta soy yo, me dije. Y me presenté. Era una agencia de publicidad. Nos presentamos 300, nos tomaron un pequeño test en el momento y después había que llevarse tarea para el hogar. Fui pasando todos los filtros y quedé como redactora de la agencia, freelance. Iba una vez por semana, pero al año siguiente entré ya como empleada de diálogo y trabajé 15 años en publicidad.
—Como Fogwill.
—Fogwill tenía una agencia de marketing que se llamaba Facta y en realidad Facta era su nave insignia. Después, gracias a Facta, pudo fundar una agencia de publicidad que se llamo Ad Hoc, cuyo principal cliente era Nobleza Piccardo, también cliente de Facta. Tuvo unos años de agencia pero él, aunque por supuesto hubiera podido, no era redactor creativo en su propia agencia. Yo trabajé para Fogwill, como muchos otros escritores. En esa época no existía la carrera de publicidad y las agencias estaban llenas de poetas, porque la poesía y la publicidad tienen mucho que ver. Había también algunos narradores. Inés Fernández Moreno trabajó también con Fogwill, en la agencia estaban Héctor Libertella, Marcelo Pichon Rivière… Yo tabajaba con un tipo del que hoy nadie se acuerda, pero que era un buen escritor: Ramón Plaza.
—¿Cómo era trabajar ahí?
—A mí me encantaba. Era fácil, divertido. Había que tener ideas.
—¿Qué tenías que redactar?
—De todo. Avisos, los avisos que salen en diarios y en revistas. Hoy sería para Internet: los avisos hay que redactarlos igual. Guiones para las películas de propaganda, para comerciales, folletería, cualquier cosa que cayera.
—O sea que tus dos primeros trabajos tuvieron que ver con una escritura masiva, mucha gente leía lo que vos hacías.
—Mi primer primer trabajo no fue ninguno de estos dos. Era algo que hacía para la facultad: desgrabaciones de clases. A mí me gustaba ese trabajo, porque pasar del lenguaje oral al lenguaje escrito también es un trabajo literario interesante. Y la publicidad me encantaba. Fueron muchos años. La vida de los redactores creativos es relativamente corta, porque para poder hacer ese trabajo hay que estar muy en lo último, en lo que está pasando en el mundo. De pronto, un tipo de 50 años ya está un poco fuera de combate. Puede ser director de un equipo, pero necesita trabajar con gente joven.
—¿Qué creés que te quedaste, como escritora, de estos tres trabajos?
—Aprendí muchas cosas en las agencias de publicidad. Con los cuentos aprendí nada menos que cómo se cuenta un cuento, me sirvió muchísimo.
—Aprendiste sola, probando los límites...
—Sí, claro, no había talleres en ese momento. Yo hubiera ido encantada a un taller. Después me enteré que estaba el taller de Roger Pla, que ahí eran compañeros de Jorge Asís con Silvia Plager, pero yo ni sabía que existía. Y en las agencias de publicidad aprendí muchas cosas muy importantes. Una: a escribir directamente a máquina, porque un redactor creativo cualquier cosa que escribe tiene que poder ser leída inmediatamente, no hay tiempo de pasar un borrador. Eso fue bueno. Aprendí a escribir cosas muy muy diferentes unas de otras, desde folletos hasta guiones, prospectos medicinales, lo que sea. Y lo más importante de todo: aprendí a no depender de la inspiración —eso que uno no sabe bien qué es, y que hoy no le decimos inspiración porque es una palabra cursi, pero algo hay que hace que a veces nos brote lo que queremos escribir como agua de manantial y a veces esté seco como un pozo. En una agencia de publicidad el día que no se te ocurrieron ideas te despiden. Estás ahí para tener ideas. Se te tienen que ocurrir cosas y tenés que poder escribirlas siempre, todos los días, ocho horas por día, o cuatro, como estaba yo, part time. La musa tiene que venir sí o sí. Ahí descubrí que el día que a uno no se le ocurre nada, igual, con esfuerzo y disciplina, algo se puede hacer. Tanto como para que a uno no lo echen. Y eso fue fundamental, después, para mí como escritora: esa certeza de que algo iba a salir y que con esfuerzo, lentamente, se pueden imitar eso momentos de gloria. Quizás nunca va a ser tan bueno pero va a ser algo aceptable. Cuando uno escribe novelas no todos los días estas en vena y sin embargo todos los dias hay que seguir con la historia.
—¿Y tu conducta ahora para escribir cómo es?
—Durante muchos años tuve un estudio cerca de mi casa, una oficina. Me levantaba a la mañana y me iba a trabajar allí, cuando las chicas eran chicas —tengo tres hijas. Ahora ya son gente grande y tengo la mitad de la casa vacía, entonces bueno, me quedé con el mejor dormitorio y ahí me instalé. Ese es mi estudio. Estoy muy cómoda, es un lugar precioso. Escribo a la mañana, tomo el desayuno y me voy al fondo, a escribir. Esto es una excepción, estar aquí.
—Cuando escribís ¿tenés varias cosas andando a la vez o te centrás en una? Avanzás por todos los géneros…
—Suelo escribir varias cosas a la vez. De todas maneras, hay cosas que no puedo escribir al mismo tiempo. Nunca podría trabajar en dos novelas, o en una novela y un guión, incluso no puedo escribir a la vez una novela y un cuento. Tengo que parar la novela y dedicarme al cuento, porque son mundos, pequeños mundos completos. Yo puedo vivir en la realidad y en el mundo de la novela, pero no puedo vivir simultáneamente en tres mundos. Sí puedo, mientras escribo una novela, escribir simultáneamente poesía, pero poesía ya no escribo casi. O microrrelatos. Y también puedo siempre, en cualquier circunstancia, hacer adaptaciones de cuentos populares para chicos, que es un trabajo de investigación y oficio que no me requiere ningún trabajo de invención, entonces eso lo puedo hacer siempre. El año pasado terminé una novela y cuando uno termina una novela hay una sensación de vacío grande, entonces decidí dedicar todo este año solo a literatura infantil. Y en eso estoy. En literatura infantil tengo muchísimos libros, trabajo con muchas editoriales diferentes, y en realidad yo vivo de eso, eso es lo que me da un ingreso sostenido a lo largo del año.
—Aproveché esa parte de tu obra cuando trabajaba como bibliotecaria en una sala infantil, y a los chicos les encanta, sobre todo los de mitología, por ejemplo.
—Claro, uno de mis grandes éxitos es Dioses y héroes de la mitología griega. Ese libro se vende muchísimo. Lo que pasa es que yo de chica amaba la mitología griega y sufría un poco esto de que las versiones no coincidían y uno siempre encontraba pedacitos sueltos, quizás aparecían los mismo personajes pero haciendo otras cosas o con algunas características diferentes. Entonces, cuando tuve la posibilidad de escribir mi propio libro de mitología me dije ¡ésta es la mía! Voy a escribir un libro como me hubiera gustado leer a mí. Seguí una línea cronológica desde la creación del mundo en adelante y elegí versiones coincidentes como para que formaran un todo coherente.
—Más de 50 libros tenés publicados, ¿no?
—Más, si contamos todo tengo como 140 libros. Como soy autora infantil y escribo también libros muy chiquitos, tengo algunos que son de 200 o 400 palabras. Es un folletito, pero con mucha ilustración eso se convierte en un libro.
—En este momento solo te dedicás a la literatura, ¿desde cuándo?
—Sí, hace muchos años, desde el año 86, 88… En el 88 empezaron a salir mis primeros libros para chicos.
—¿Y cómo hiciste ese ingreso a esta situación de no trabajar de otra cosa?
—Bueno, tuve un par de años de changuí: trabajaba mi marido. Los libros para adultos ya me daban algunos ingresos. Sudamericana, que era la editorial donde había salido Los amores de Laurita…
—Que se vende como pasto.
—Sí, se sigue vendiendo, se convirtió como en una especie de pequeño clásico del erotismo nacional. Bueno, o sea que ya tenía algunos libros que estaban funcionando y algo me daban, ya me empezaban a pagar alguna charla, tenía algunos ingresos, y en el año 86 yo estaba embarazada de mi tercera hija y se estaba filmando Los amores de Laurita. Y ahí me di cuenta que no podía seguir con los libros, la publicidad, las hijas. Era demasiado. Decidí dejar la publicidad y ver si podía ir corriéndome para el lado de la literatura infantil, que recién empezaba en Argentina esa especie de boom de la literatura infantil que se fue desarrollando en los últimos 30 años. Sudamericana en el 87 decidió abrir un departamento de literatura infantil y me convocaron. Ahí empecé, publiqué dos libritos que salieron en el años 88.
—¿Y los microrrelatos cuándo empezaron a aparecer?
—Fueron lo primero. La sueñera apareció en 1975, cuando yo tenía 24 años.
—¿Qué tomaste como ejemplo? Hay muchos autores argentinos que lo han hecho, pero no han publicado volúmenes exclusivamente en el género, creo.
—Bueno, pero yo me sentía formando parte de una tradición de la literatura argentina, porque Borges, Cortázar, Denevi, todos ellos habían trabajado el microrrelato de distinta manera. Además, en ese momento, Plaza se fue a vivir a Ecuador y me legó su colección de la revista El Cuento, una revista mexicana dirigida por Edmundo Valadés. Y ahí se publicaban muchos microrrelatos, que en esa época no se llamaban así sino cuentos brevísimos. Tenían un concurso permanente y mis primeros cuentos brevísimos fueron precisamente para presentar en ese concurso. Yo me había casado hace poco y mi marido vio esos textitos, que son los primeros de La sueñera, donde están puestos por orden de aparición, y los leyó y me dijo: vos seguí que eso es muy bueno. Entonces seguí adelante, decidí que eso iba a a ser un libro y me propuse escribir un texto por día. Me parecía muy sencillo, yo pensé que al final de un año iba a tener 365… Pero no es así, no es tan fácil escribir un texto que valga la pena por día. Es muy difícil. Entonces escribí los primeros 100 cumpliendo con rigor esa disciplina, y en ese momento el pozo se secó y no pude escribir ni uno más. Me quedé con esos primeros, de los cuales no todos me gustaban, y lo retomé varios años después, como en el 80, en la época en que salió mi primera novela, Soy paciente. Pero no podía publicar, no encontraba editor.
—¿Te costaba encontrar editor?
—Por supuesto, nadie quería cuentos, igual que ahora. Yo publiqué mi primer libro de poesía en el año 67, cuando tenía 16 años. Ahí descubrí, para mi enorme sorpresa, que la poesía no se vendía. Yo no sabía, porque como yo sí compraba libros de poesía entonces, ¿por qué el resto no iba a comprar libros de poesía?
—Y a ese ¿cómo lo publicaste?
—Gané un concurso del Fondo Nacional de las Artes, un premio muy chiquitito que era solamente un préstamo para publicar el libro. Por las bases del concurso, yo tenía que publicar 1000 ejemplares. No me daba cuenta pero es muchísimo. Había elegido un editor, me parecía importante para que tuviera distribución, y no hacerlo en una imprenta. Pero al final el editor no le puso su sello y además no lo quiso distribuir, me dijo que ninguna librería lo quería. Para mí fue un golpe durísimo. Entonces mi mamá, que era muy de armas llevar, me dijo: lo tenás que distribuir vos, andá a las librerías y llevá el libro, aunque sea lo dejás en consignación.
—¡Qué bien!
—No, no, ¡no era un buen consejo! Porque mi mamá tampoco sabía lo que pasaba con los libros de poesía. Empecé a ir a las librerías y no me lo aceptaban en ningún lado, y un librero, no me acuerdo quién era pero le agradezco mucho, me dijo: mire, hablemos en serio, ¿usted se llama Neruda? ¿Se llama García Lorca? Y, no. Bueno, me dijo, entonces no pierda tiempo, porque esos son los únicos dos autores que se venden. El resto de la poesía no se vende, y no lo podemos tener en consignación porque para nosotros es un gasto, es un problema. No queremos libros de poesía y nadie los va a querer.
—¿Y qué hiciste con los mil libros?
—Bueno, estaban ahí obstruyendo el paso todo el tiempo en mi casa. Eran dos paquetes; el libro era muy finito, pero de todas maneras eran muy molestos y pesaban sobre mi conciencia. Una vez que hice un viaje mi mamá los tiró a la basura. Me dejó 100 para mí. En ese momento me pareció terrible y ahora, a la distancia, me parece que estuvo muy bien.
—¿A qué se dedicaban tus papás?
—Mi mamá primero fue dentista, cuando yo era chiquita, y después psicóloga. Estudió psicología de grande. Y mi papá era ingeniero agrónomo pero, bien argentino, ¿no?, en realidad tenía una fábrica de cables de alta tensión.
—¿Y a vos cómo se te ocurrió ser escritora?
—De chiquitita. Empecé en la escuela primaria escribiendo poesía y mis composiciones eran excelentes, me destacaba. Acabo de encontrarme con una compañera de la primaria, y me dijo algo que me impresionó mucho porque yo pensaba que mis compañeras estarían medio hartas de mí, la famosa poeta de la escuela… Todas las maestras me pedían poesías especiales para las fechas patrias y para cualquier otra cosa, y yo pensé que me tendrían envidia, o que estarían hartas, o lo que sea. Y ella me dijo: no, yo me acuerdo muchísimo, no me extraña nada que seas escritora porque ya eras escritora, me acuerdo de las cosas que hacías en la escuela, para nosotros era como mágico. Fue tan lindo, me emocioné mucho. Yo podía poner cualquier cosa en verso, y eso no me costaba ningún esfuerzo. La directora de la escuela sospechaba que me escribían los versos mis padres, que yo me los aprendía de memoria y después hacía como que los escribía en la escuela. Entonces me llevó a la dirección con ella, cerró la puerta y me dijo: bueno, ahora me vas a escribir un poema sobre la calle de la escuela, que tiene que decir tal cosa, tal cosa y tal otra. Para mí eso era facilísimo porque ya me estaba dando el tema, que era lo más difícil, y encima me estaba diciendo todo lo que tenía que decir el poema. Entonces lo hice, y se quedó boquiabierta, pero se convenció. Le quería mostrar mis versos a la inspectora, pero quería estar segura de que los escribía yo, para no pasar vergüenza.
—Y a los 16, que publicaste tu primer libro, todavía estabas en el secundario.
—Sí, iba al Buenos Aires. A mí no me parecía importante, lo que hubiera querido yo era participar en alguna de las revistas que se hacían en el colegio, había muchas revistas, era un colegio de intelectualitos. Mi sueño dorado era participar en alguna de esas revistas maravillosas, inalcanzables —socialmente yo era una calamidad.
—¿Por qué?
—Porque era muy tímida, me costaba relacionarme con la gente, entonces lo que yo hubiera querido no era publicar mis libros sola, sino formar parte del grupo. No me animaba, me daba vergüenza hablar con la gente.
—Y el segundo libro…
—Ya fue la novela, Soy paciente, en el año 80.
—Esa idea la tomaste de una historia real, ¿no?
—Sí, era algo que le estaba pasando a un amigo nuestro. Tenía una enfermedad tramposa, traicionera, y lo internaron en el Hospital Udaondo y muchas de las cosas mas disparatadas que pasan en la novela sucedieron en la realidad, como que durante una semana no lo vio ningún médico porque había un congreso de gastroenterólogos en el Sheraton y estaban todos ahí, o que tenía un nido de palomas en la ventana y se le llenó la cama de piojos, entonces se tuvo que ir por un día y volver…
—Los temas médicos siempre vuelven a vos.
—A mí me interesa el tema médico, sí, sí. Trato de librarme y de distintas maneras se vuelve a meter.
—¿Y por qué creés que será? ¿Tu mamá dentista, algunas imágenes de la infancia?
—No. No lo sé... A mi mamá le interesaba mucho la medicina, y de hecho le pasó por los dos costados, como dentista, por un lado, y como psicóloga por el otro. Ella hubiera querido ser médica. Y después hubiera querido que yo siga medicina, y yo estuve a punto de seguir, tuve dudas, por un momento. Por suerte me di cuenta a tiempo de que a mí la medicina me interesaba desde le punto de vista literario. Pero sí, el tema de la enfermedad, la relación médico paciente, vuelve a aparecer.
—También ciertas atmósferas de encierro.
—Sí, eso pasa tanto en Soy paciente, como en El peso de la tentación, y hasta cierto punto en La muerte como efecto secundario.
—¿Cómo te llevas con esas cosas que vuelven? ¿Las combatís?
—Sí, trato de combatirlas, porque uno lucha siempre por escribir algo diferente, pero a veces se imponen y ahí realmente empiezo a entender que para un escritor el gran misterio es el tema. Uno puede hablar mucho de la técnica, pero el gran gran misterio es el tema. Por qué uno elige ese tema y no otro. Cuando empezás, te parece que vas a escribir sobre todo, y después te das cuenta que el 99.99% de las cosas de este mundo en realidad no son tu tema literario, no son lo que te mueve a escribir. Lo que te mueve a escribir es un pedacito muy chiquitito, y eso es lo que querés y podés hacer. Esto está muy claro en el ensayo sobre la composición de Poe, donde él explica con todo detalle las razones técnicas que lo llevan a escribir “El cuervo”, pero cuando llega al tema dice que es un poema, y que por lo tanto el tema tiene que ser bello, “¿y qué hay mas bello que la muerte de una joven en la flor de su edad?” ¡Eso es lo que a él le parece bello, un motivo de poema!
—En tus libros de microrrelatos hacés desarrollos temáticos.
—Sí, hubiera querido que eso fuera más intenso. En el único libro en que pude lograr eso a full fue Fenómenos de circo, porque en Casa de geishas creí que con el tema de esa especie de burdel de la imaginación me iba a dar para un libro y no fue así, me dio para los primeros textos nada más. En La sueñera hay una parte en que me corto del tema. Lo mismo en Botánica del caos, yo creí que iba a poder hacer todo un libro de ejemplares botánicos raros y tampoco me alcanzó el tema. Solamente en el circo encontré uno que me permitió desarrollar un libro entero.
—Hay mucho trabajo de documentación en Fenómenos de circo.
—Ese libro es el único libro de microrrelatos en que me apoyé mucho, muchísimo en la investigación. Me resultó muy interesante y divertido, la pasé muy bien escribiendo ese libro. Hay historias que son tan increíbles que no les pude agregar nada.
—En Temporada de fantasmas también hay documentación, ¿no?
—Bueno, pero eran cosas que ya sabía, que no las tuve que ir a buscar. Lo que pasa es que como trabajo todo el tiempo con cuento popular, leyendas y mitología de distintos pueblos, entonces eso aparece también en lo que escribo. Bueno, el tema de Anansi, eso de enterrar al padre en su propia cabeza, es extraordinario, no lo inventé yo. Anansi tiene unas historias increíbles. Es, por ejemplo, el dueño de todos los cuentos, porque se los compró. Trabajo todo el tiempo con estos temas, haciendo adaptaciones tanto para chicos como para adultos, lo tengo muy a mano. La invención es eso, cierto reacomodamiento de elementos que uno toma de la realidad. Como los sueños: en los sueños uno no sueña con algo desconocido, sino con una combinación extraña y descontrolada de elementos de la realidad. Y en la ficción es el mismo tipo de trabajo pero con más control. En realidad todos tienen algún sustrato o de la realidad o de algún otro texto. A veces los chicos, cuando voy a hablar a las escuelas, me preguntan: ¿usted cree en las hadas? Sí, claro, ¡por supuesto! Existen en la imaginación de la gente. Creo en todas esas cosas como productos de la imaginación, que también es una forma de la existencia.
—¿Cómo ves a este último libro con respecto a los otros de microrrelatos?
—Es más breve, casi la mitad que los otros, pero creo que tiene un nivel general muy alto porque elegí los que yo considero los 20 mejores textos de Botánica del caos, que está agotado, fuera de catálogo, en este momento. Ya tener esos 20 textos levanta mucho el promedio general. Yo quería publicar en España y entonces le propuse un libro a Lengua de trapo, una editorial que ya no existe más, desapareció este año. Junté restos que me quedaban de los otros libros, descartes, y armé uno con eso y era una cosa más o menos, no era de primera calidad. A Lengua de trapo no le interesó, pero se lo pasó a Páginas de espuma. El editor ahí, Juan Casamayor, es un gran editor y me devolvió el libro con comentarios acerca de cada uno de los textos, sugiriéndome cambios de final, que resolviera cosas de otra manera. Al principio me indignó, me dije ¡¿a mí me viene a explicar cómo se escriben los microrrelatos?! Leí otra vez todos los comentarios y me di cuenta que tenía mucha razón, que quizás no eran salvables los textos. Las cosas que él me proponía para arreglarlos no me servían, pero sí me servía claramente su opinión con respecto a que eso no funcionaba. Me puse a escribir muy rápidamente, porque en dos meses tenía que entregar un libro completo. Le pedí permiso para incorporar textos que no fueran inéditos y me dijo bueno, pero hasta un 20%. Me concentré en eso, escribí, escribí, escribí, y logré un libro nuevo, de textos inéditos, que estaba bien. Ya cuando el editor lo leyó no me hizo ningún comentario para mejorar, se dio cuenta también que era otra cosa, y yo me di cuenta a la vez que esa era mi presentación en España, ¿cómo iba a publicar un libro que fuera menos que bueno?
—Me sorprende la capacidad o soltura, no sé decirlo, que tenés al catalogar tu propio trabajo como bueno, malo, no tan bueno…
—Bueno, esa es la diferencia entre un escritor y alguien que no es escritor. Hay muchas personas que quieren ser escritores y que escriben bien pero no tienen autocrítica y no se dan cuenta cuándo les sale bien y cuándo les sale mal. A veces leés uno de estos libros y encontrás una página excelente y otra que es un desastre y decís: ¿cómo puede ser que la persona que escribió esto no se de cuenta que esto otro está mal? Yo siempre fui buena lectora de mis propios textos, pero me parece que todos los escritores lo somos, porque si no te das cuenta de eso no podes escribir.
—Capote, en el prólogo de Música para camaleones tiene esas líneas sobre el momento en que advertís ese látigo.
—Sí, seguro, y esa diferencia abismal entre lo que está muy bien escrito y lo que es arte. En realidad, la brecha más grande de todas es esa.
—Para terminar, ¿hay algún libro de los que escribiste que quieras más?
—Quiero mucho a La sueñera, quizás porque fue el primero y porque yo escribía con mucha espontaneidad y mucha inocencia y solo pensaba en el texto. No pensaba en la publicación, ni en traducciones, no pensaba en adaptaciones ni en antologías. Lo enumeré porque se me dio la gana; hoy no lo haría porque cada uno necesita un título para las antologías. También trabajé mucho con juegos de palabras ahí, que después no lo hice más porque no se pueden traducir. Pero bueno, ni se me ocurría que eso iba a ser traducido. No es que ahora yo piense: esto no lo voy a hacer. Es algo automático, que lo tengo incorporado. En cambio en La sueñera trabajaba con una enorme, enorme libertad. Tenía que ser lo que yo quería y nada más. Hoy tengo una serie de consideraciones extra literarias, que me sirven por muchas razones, pero ya no tengo esa hermosa libertad que tenía con lo primero que uno escribe. Cuando terminé La sueñera me lo rechazaron en todas partes, nadie quería publicar eso, era un género muy difícil, nada comercial.
—Ya no es así con los microrrelatos, ¿no?
—No, sí, ahora sigue igual. En España hay editoriales que publican microrrelatos, pero en Latinoamérica no. Es un género que se vende poco, un poco mejor que la poesía pero no mucho más. De todos mis libros, los microrrelatos son los que más prestigio me dan, pero los que menos se venden.
a
*¿Cambiaron las cosas en el campo del periodismo para las mujeres? Una respuesta posible en esta nota de Marina Mariasch, con cita de estudio de casos de Eduardo Guzmán.